Aldo Bombardiere Castro / Pensar la pandemia. Poros, lenguaje y asombro

Filosofía, Política

Enfermedad: cuerpo y fatiga

Fiebre y vómitos. La fatiga emblandece los cuerpos. Una sombra rodea a otra sombra: la amenaza es más poderosa que la ejecución. El mundo ha sido capturado por el virus y su paranoia: la epidemia se ha globalizado. La pandemia y su afán de totalidad cierra todas las puertas y ventanas. Hay que resguardarse. Cubrir la boca. Vacunarse. Por el bien no sólo de uno, sino de todos.

Y pese a ello el virus muta. Y, aunque no tengamos mucho tiempo para pensarlo, nosotros mutamos con él.

Así, la potencia del virus, lo que da que pensar de su dinamismo parasitario y contagioso, esa esencia sin esencia que sólo llegar a ser en cuanto huésped ajeno a la vida, tal potencia -digo- capaz de introducirnos a la experiencia de lo invisible, queda reducida a la precariedad del cuerpo biológico. El discurso biomédico sólo ve la evidencia del cuerpo, su estudio minucioso y su separación, sus reacciones y defensas; un cuerpo que no resiste ni es capaz de imaginar lo invisible, pues incluso antes de ser contagiado, ya se halla atravesado por el miedo.

La fiebre, los vómitos y la fatiga han dejado de ser experiencias involuntarias que nos invitan a bajar la luz de la consciencia para, en la penumbra de los sentidos, descender a los infiernos en busca de alguna enseñanza. Ahora, los síntomas priman sobre la enfermedad: un estornudo callejero estigmatiza a quien lo sufre; las superficies necesitan ser desinfectadas de otras manos no-vistas pero demasiado, obsesivamente presentes. Bajo el lenguaje de los expertos y de los médicos los mismos síntomas devienen enfermedad. Porque la potencia imaginal de los cuerpos se ha emblandecido. Y la laxitud del pensamiento revela cómo concebimos la vida: como sobrevivencia que, haciendo el rodeo de la sociedad, inicia y acaba en el individuo.

Si la experiencia de la melancolía se caracteriza por la anulación de todo pasado, en tanto recuerdo revitalizador, y de todo futuro, en tanto proyecto de sentido, bien podemos decir que en la experiencia de la fatigosa experiencia de la enfermedad sucede algo similar. En efecto, la temporalidad de la fatiga es la misma que la de la melancolía: todo el mundo se reduce al peso del presente, toda afección queda apresada en la temporalidad de aquella misma afección. No obstante, el proceso por el cual se llega a dicha des-potenciación de conciencia, a esa mismidad amputadora del sentido, no es exactamente idéntico, sino más bien un proceso inverso. Si la melancolía descansa en la pérdida del sentido a través del extravío y laxitud de un alma anestesiada, la fatiga hunde su sinsentido en el acoso de lo real sobre un cuerpo degradado a sus funciones meramente biológicas.

La fatiga del enfermo, al extenuar su cuerpo, al hacerlo hostil para sí mismo, emprende un camino riesgoso, cuya única vía de retorno a la imaginación de los sentidos, a esa inocencia que canta y encanta al mundo con la vista, podrá darse, únicamente, gracias a la negación del cuerpo en cuanto aparato de apertura sensorial: gracias al descanso. Sólo abandonando el frenético ritmo del capital, de la productividad y de la utilidad, el cuerpo podrá suceder en otros tiempos lineales, ahondar en espacios que le son subterráneos. El cuerpo debe negarse como instrumento de experiencia sensorial para lograr despojarse de la fatiga; pero a la vez, si quiere sanar de verdad, debe dar cara a la experiencia sensible. Lo sensorial, así, sólo cabe ser leído desde un prisma biológico: como facultad receptiva que nos permite reaccionar ante estímulos externos, los datos formalizados bajo códigos fisiológicos y neurológicos (y, por qué no decirlo, también algorítmicos). Lo sensible, en contraste, dota de carne la imaginación, permitiendo la transfiguración en la materia de lo imaginado y trastocando las fuerzas de una realidad precarizada, regida por la operatividad y dominada por lógicas instrumentales (y que han hecho del mismo cuerpo un instrumento manipulable para multiplicidad de fines).

Pan-demia: poros

Pero vale preguntarse algunas cosas. ¿Podrías haber hecho algo distinto? Dicho en términos biológicos: ¿Acaso la pandemia no se trataba y sigue tratando de lo mismo: de sobrevivir? O dicho en términos existenciales: ¿Podríamos haber sobrevivido sin sólo haber sobrevivido? Quizás el problema no sea la muerte ni el miedo a la muerte, ni haber perdido a nuestros muertos sin poder despedirnos ni seguir viviendo en un mundo cuasi muerto, en un fantasma de mundo, en un globo digital que representa la carne en la misma medida que la ausenta o anula. Quizás el problema esté mucho más acá o mucho más allá: mucho antes. Tal vez continuamos en pandemia porque hemos roto nuestro vínculo con la vibración, tanto singular como común, del lenguaje y el pensamiento.

No hay salvación, es cierto. Pero, ¿por qué salvarnos? Los poros son salidas, puntos de fuga en la superficie de esas fuerzas que buscan clausurar las formas en una totalidad ensimismada y global. Los poros son múltiples y moleculares: no ofrecen el paraíso porque no son un consuelo trans-supra-mundano; los poros son de este mundo, atraviesan nuestra piel. Son la salida a lo totalitario: son la salida al todo reterritorializante de la pan-demia.

La pandemia es, mucho más allá de un virus, un proceso de aceleración tecno-capitalista, cuyas causas y efectos se tornan afines con la devastación de la naturaleza, la desigualdad económica, los dispositivos de dominación de los especialistas, la discriminación en la vacunación (como de costumbre, dejando relegado al continente africano), la desproporción de género en las labores de cuidado y, sobre todo, una extensión e intensificación de la virtualidad algorítmica que aprovecha la ocasión para clausurar el mundo a su imagen y semejanza globalizante. Degradar la aspereza y diversidad del mundo en la homogeneidad lisa del globo, el calor de la tierra en la cartografía del territorio y la lucha de los pueblos en las estadísticas de la población, parece ser el rendimiento que la política del capital ha logrado extraer de la pandemia.

Entonces, ¿qué hacer en medio de esta fatiga, de este cansancio que es una enfermedad incluso antes de llegar a serlo? Tal vez hay que suspender(se). Según Agamben, el término pensar yace emparentado con la suspensión. Las Meditaciones metafísicas de Descartes tuvieron el mérito de suspender el mundo, pero nunca volvieron a él, prefiriendo quedarse habitando su representación: la res-cogitans del racionalismo. Quizás la suspensión que impele al pensamiento no requiera ir tan lejos y, para conmoverse, sólo precise precipitarse ante lo más cercano: pensar la fatiga de la enfermedad con el cuerpo y el lenguaje. Recuperar, entre el sudor de las sábanas, la aventura del viaje y el éxtasis del extravío que bordean los dolores; hacer de los llantos esos ríos que avanzan hacia lo irrevocable de la muerte; mirar a los ojos a esa muerte más viva que nunca, sin dejar de afirmar la experiencia de seguir estando vivos, de querer vivir incluso lo que duele. Amor fati, Ama tu destino, diría Nietzsche.

No se trata de un escapismo, de una simple negación retórica, sino de la posibilidad de salida allí donde cualquier cosa parece imposible. La totalidad es la ilusión de la totalidad, nuestro propio deseo que busca su represión y su anulación vestida de calma. Pero junto a la enfermedad que fatiga al cuerpo convive un extraño aliento de salud. De lo contrario, nunca podríamos aspirar a sanar. Allí, en las sombras de las sombras, aún exhalamos imaginación por los poros.

Pan-demia: lenguaje y asombro

Es cuando el mundo parece cerrado, donde podríamos pensar la palabra que expresa estos tiempos: pandemia. La etimología de la palabra (pan = todo, demia, demos = pueblo), dá cuenta de cómo hemos decidido llamar a esta época: a través de una palabra que se dice a sí misma y que entra en afinidad con la globalización capitalista. Las salidas siempre son vistas desde dentro, pero nos regalan visiones del afuera: ahí radica la porosidad. Ahogados en la cama, gritando de dolor, no dejamos de imaginar el color que recubre la piel de nuestros órganos. Imaginación doliente, leve diferencia entre el cuerpo y el lenguaje, en esa desesperación habita un hiato que ni el miedo a la muerte puede suprimir. Y aún respiramos por esos poros imaginarios.

La potencia intempestiva de la vida no anuncia sus sacudidas: irrumpe como el azote del relámpago, abrupta e inmediata, en un instante que, agrietando el manto nocturno, lo asombra y transfigura. Pero esa potencia vital también posee un carácter inminente: no sólo adviene como el relámpago, sino que siempre está a punto de acaecer; o sea, siempre está ahí, dispuesta a ser pensada, a punto de decirse, aunque nunca a ser pensada y decirse del todo. En esta perspectiva, la potencia de la vida bien podría expresarse como el encuentro con lo que siempre estuvo allí: el asombro. Asombro ante la existencia o la fragilidad de la existencia, ante la necesidad o lo innecesario de la existencia. Esa admiración por estar existiendo, por desplegar su ser sin necesidad de Dios ni finalidad prestablecida, sino estremecido por el ritmo y fragilidad del devenir, en lugar de atormentar al enfermo, ha de presentársele como una pregunta de apertura tan radical como incontestable: ¿por qué el ser y no la nada? Pero sólo logramos sentir la palpitación de esa pregunta en la medida que nos desborda, en la medida que no tiene medida, o que ella misma se vuelve la medida: es asombro, cielo abierto tras un horizonte desvanecido, amenaza de muerte: posible imposibilidad de todas las posibilidades (Heidegger).

Es así que, ya se encuentre carcomida por una cotidianeidad capturada en lo virtual o consumida bajo las tinieblas de un dolor que nos disminuye, la vibración del asombro no deja de latir: siempre ha estado allí, acechando en la cercanía con la inminencia de su irrupción. Hoy, mientras reflexionamos sobre la palabra, podemos hacer la experiencia de pensar un lenguaje que, en lugar de buscar explicar el mundo, se extraña y aterroriza frente al orden establecido, suspendiendo los tecnicismos lingüísticos del discurso sanitario y securitario, derogando las órdenes autorreferenciales del mismo orden establecido. Hoy, mientras padecemos la enfermedad o sobrevivimos a ella, también contamos con la posibilidad de asombramos de nuestra esencia innecesaria, de la muerte como misterio tan cierto, de un afuera sin afuera, de la porosidad que nos ofrece la imaginación, como una fuga de sentido que oscila entre el átomo y el Universo -órganos imaginarios de la materia-.

Sólo en esa dislocación de las formas pre-establecida es posible la trans-formación, pues ésta no consiste más que en la inminencia del devenir liberado de toda promesa redentora. Busquemos pensar la pandemia con los poros de la piel; ya no como discursividad biomédica ni sistema totalizante, ya no como pan-demia, en tanto totalidad de la población, sino a partir de la apertura que se gestualiza en aquella misma avidez totalitaria sobre la vida. En ese límite, látigo violento con que el poder busca domesticar la potencia de la vida y la expresividad metafórica del lenguaje, reduciendo la pluralidad y singularidad de experiencias a las lógicas del capital, de lo medible y pronosticable, es, en ese mismo límite, donde se manifiesta o acontece la resistencia de la vida. Allí sobreviene el asombro ante el mundo que la globalización tecnológica nos va arrebatando, la misteriosa lucidez que sacude la letanía de la enfermedad, la última y enigmática palabra de los muertos, de aquellos muertos y de aquellas palabras que aún nos resistimos a enterrar.

Imaginación

¿Habrá algo más profundo bajo la fragilidad de la piel? ¿O siempre será la piel lo más profundo? Y si hay algo más profundo que la piel, también ¿habrá una materia, una experiencia o una idea no esclavizada por la forma? Y si no es así ¿podrá un órgano sólo organizarse a partir de la dinámica del organismo? Quizás el mismo virus, en cuanto requiere un organismo para desplegarse, es decir, en tanto necesita una vida otra de sí para llegar a ser sí mismo, traiga consigo, de entrada, la porosidad de la salida: su ser es devenir otro. Así, nunca la totalidad es total. Toda forma se trans-forma; metamorfosea y abre su totalidad cerrada para devenir otra de sí. El pensamiento y el lenguaje animan la fatiga del cuerpo enfermo, logrando actualizar la potencia de su asombro (triple potencia en un solo acto: pensamiento, lenguaje y cuerpo). La forma no sólo oprime y (de)limita, sino también permite que existan salidas transformadoras. La potencia del virus se anida en la porosidad de una metáfora que preexiste a las formas. En una palabra: es asombrosa imaginación.


Descarga este artículo como un e-book

Print Friendly, PDF & Email

Deja un comentario