Al pálido luto…
En la biblioteca de las ciencias sociales pocas nociones resultan tan controvertidas como las de ideología o “pensamiento ideológico”. Ello se explica, en parte, por la significación original que esta noción adquiere bajo el horizonte racionalista, a saber, la ideología emerge –contra el credo popular- como una “ciencia objetiva” de la naturaleza que se expresa mediante una epistemología (de la visión) basado en el mecanismo infalible de la empiria. Por ello, no debemos perder de vista que el nacimiento de este término (multívoco) alcanza su máxima expresión bajo las tesis de Francis Bacon referida a la deformación -anti/ideológica que padecen los hombres en su comunicación cotidiana, por cuanto el llamado teatro de los ídola (Novun Organum) no les permite acceder a la verdadera esencia de las cosas.
Desde otra perspectiva, quizás más política, la ideología es utilizada por los filósofos de la ilustración para cuestionar los propósitos ocultos del estamento eclesiástico y el poder Estatal. Esta vez se trata de una teoría cuasi-científica de la sociedad que establece una sospecha frente al tipo de representación que estas instituciones vienen a perpetuar. Bajo este contexto, tal sospecha viene a significar una ruptura con toda prefiguración ilusoria de la “realidad social”. Esta empresa se traduce en una especie de (primera) politización de la epistemología que consiste en impugnar las distintas formas de dominación que oculta el mundo monárquico. Sin lugar a dudas, lo que está en la base de este proyecto puede ser asimilado a una ingeniería social que pretende hacer de la ideología un mecanismo que estudie y revele cuál es la verdadera dimensión material de las ideas.
La propia inscripción del vocablo nos recuerda el paradigma psicobiológico en el que es acuñado. No es casual entonces que quien utiliza por primera vez el término, nos referimos a Antoine Destutt de Tracy (1754-1836), lo haya concebido tras una ciencia de las ideas en el campo de la “zoología”. Recordemos que para De Tracy la base de toda “intelección” tiene su origen en los sentidos, a este respecto la cualidad excelsa del pensar se explica por la capacidad del sujeto para recordar, sentir, imaginar, querer y moverse. La totalidad de los fenómenos psíquicos tienen su explicación en la sensorialidad humana, pues esta última, bajo un procedimiento casi aritmético, es la responsable de estimular nuestras facultades intelectuales; en este contexto pensar equivale a sentir.
La experiencia del pensar, si acaso la podemos llamar de tal forma, es pasiva en un sentido determinado, a saber, es el resultado de un “sujeto inactivo” que como tal no participa en la producción del mundo exterior, salvo cuando sus sentidos le demuestran la existencia de objetos que deben ser analizados sobre una base racional. Por lo tanto, la sensibilidad humana es la encargada de recepcionar el universo objetual, con el propósito de vincular el campo de las ideas y las condiciones materiales de producción en que éstas cobran vida. Para este razonamiento, es necesario que resultemos afectados por un evento exterior (por ejemplo, la dificultad de traspasar una materialidad sólida estimula el reconocimiento de otros cuerpos humanos y cósicos) para aprehender los objetos. Mediante esta secuencia que prefigura un sujeto reactivo, queda establecido el límite que sentencia nuestra infinitud en el mundo y, por lo tanto, el reconocimiento de un yo sólo tiene lugar si logramos advertir un afuera “amenazante que nos lleve a renunciar a nuestros impulsos de inmensidad.
Más allá de los paradigmas de comprensión (naturalista o científico-social), tras los cuales es concebida inicialmente la ideología, no es difícil señalar sus atributos más comunes; entre ellos cuentan su devoción por la razón, el uso de la crítica como principio rector del conocimiento y la desconfianza a los prejuicios tan habidos en el ser humano. Por último, destaca la sospecha que busca detectar la esencia de cualquier régimen político que pretende mantener al pueblo (populus) cautivo de la representación desinteresada; en este sentido la ideología desliza una duda frente a la dimensión performativa que posee el poder y mediante, tal intuición adelanta una crítica, si se quiere solapada, a la noción de representación que está en juego. Pero allí se lleva a cabo una crítica que hasta el momento permanece inadvertida, a saber, colocar en tela de juicio la objetividad de la representación es, también, precipitarse sobre la ilusión de acceder una comprensión transparente de las palabras y las cosas. En este sentido, el proyecto ilustrado se sitúa en los márgenes de ambos razonamientos. De un lado, la aprehensión objetiva de la realidad a través de conceptos aritméticos es un hecho evidente y, de otro, también resulta innegable la denuncia social acerca de la opacidad lingüística que la estructura social reproduce para perpetuar un régimen de ideas.
A diferencia del paradigma natural-objetivista de Bacon el criticismo racionalista de los philosophes de la Ilustración involucra un desplazamiento sustantivo (semántico y epistemológico) respecto al uso originario de esta noción. Tras esta primera ruptura que se lleva a cabo en el marco del clasicismo ideológico, esta noción se constituye en aquel instrumento que nos permite desenmascarar las forma veladas de dominación y sometimiento a través de las cuales se reproduce el poder de Estado y del orden Eclesiástico. Aquí es necesario destacar el deconstruccionismo inadvertido que la sospecha en cuestión desliza sobre la representación. Si los hombres han acordado delegar y/o enajenar sus deberes y derechos en un tercero (léase soberano o institución) ello supone una dificultad original a través de la ficción del representante. La encarnación de este último en una figura de poder es posible gracias a la imposibilidad humana de auto-organizar el orden social, prescindiendo de una “instancia” que hace las veces de mediación (cámara oscura) al tiempo que procura salvaguardar los intereses de la mayoría.
Mediante esta función develadora de un estado de cosas, se configura un primer saber sistemático en torno a la ideología, que puede ser caracterizado como teoría del engaño. A todas luces, esta formulación inaugural se nos presenta como un antecedente de la crítica marxiana a la democracia burguesa, en tanto igualdad de los hombres instaurado por el derecho burgués. Siguiendo a Marx, las facultades jurídicas del hombre (libertad, propiedad, seguridad) se presentan bajo la máscara de la igualdad, una especie de mistificación ideológica que pretende borrar el síntoma de la acumulación original con que se ordena el orden burgués.
Con todo, aquí tiene lugar una mutación semántica (antes insinuada) con resultados teóricos y políticos que es necesario remarcar aún más; una cosa es el escepticismo como instrumento metódico contra la opacidad humana, a propósito de todo acto de intelección que se ve impedido de acceder a la esencia última de las cosas debido a las prenociones del lenguaje y sus rituales (Bacon). Pero otra cuestión, hace mención al “proyecto” político de la Ilustración cuando la ideología es concebida como el mecanismo que delata las representaciones erróneas que preservan al rectorado de las instituciones de gubernamentalidad. En el primer caso, la ideología se utiliza como crítica ideológica en un nivel cognitivo, aquí se hace hincapié en saber cómo las leyes de la naturaleza realmente funcionan, despojándonos de las prenociones que el sentido común nos impone. La ilustración, por su parte, busca promover una denuncia social echando por la borda la “bela mentira” con que se sostiene la dominación, sentido práctico de este término cuando es confrontado con las instituciones del poder, que utiliza a la ideología como un instrumento que devela el sometimiento. Como podemos apreciar ya no se trata de una mera ciencia de las ideas que sólo trate de erradicar la opacidad de las relaciones sociales (como era el caso de Bacon y De Tracy). Los intereses en juego son distintos. Como veíamos, el primer razonamiento se sirve de una “epistemología empirista” que pretende despojar hasta el menor rasgo performativo del lenguaje. La ulterior politización de la epistemología va en desmedro del “programa analógico” de Bacon, toda vez que se privilegia una crítica social apoyada por una teoría del conocimiento y no al revés. Sin perjuicio de este cambio de episteme, la especificidad del enfoque en cuestión viene dado por el dispositivo que antes hemos consignado y que, pese a las modificaciones entre método y objeto, permanece inalterado en la tesis de la bella mentira. Cabe destacar que la relación entre epistemología y política aquí es invertida, mientras que en las reflexiones de Bacon la prioridad era fundar un conocimiento – que obedeciendo a los designios de la naturaleza inmutable, pudiese al menos interpretar sus leyes a partir de los sentidos- objetivo que neutralizaría el teatro de los ídolos (tradición, dogmas, religión; cuyas anticipaciones sofistas se articulan desde las nociones del sentido común), la ilustración pretende articular una simbiosis entre teoría y política, con ello el sentido práctico de la ideología resulta una cuestión insoslayable; se trata de un saber contestatario.
Ahora bien, ya sea en el plano de una ciencia natural (Bacon) o de una crítica social y religiosa (Helvecius, Holbach) podemos adelantar un aspecto que prevalece en ambos razonamientos, a saber, la ideología hace su ingreso a través del binarismo esencia-apariencia. Pero cabe consignar que de este acto fundacional no se desprende un mismo derrotero terminológico (opacidad, mentira, enajenación); ni siquiera podemos homologar el significado de este binomio en distintos contextos discursivos. Esencia para Francis Bacon, (bajo un empirismo radical que, inclusive, ejerce una fuerte influencia sobre el Marx de La ideología alemana) significa interpretar las leyes objetivas del universo con el fin de transparentar la comunicación entre sujeto y objeto y así evitar toda opacidad en la “aprehensión” del mundo objetual; no olvidemos que la inducción tenía el propósito de cooperar en la construcción de una comunidad ideal de habla”. Para el horizonte ilustrado, esencia alude a las representaciones erróneas que ocultan las intenciones de dominación de algunos hombres. La Ilustración, pese a su presuntuosa racionalidad, debe cohabitar con un prejuicio humanista, especialmente referido a la mentira de la dominación. En el caso de Karl Marx la sustancialización de las categorías es eminentemente política. La politicidad de los conceptos desarrollada por el autor no nos permite adjudicar un esencialismo a las relaciones sociales de producción, a saber, una especie de zócalo oculto e invariante que nos traslade a una consciencia mimetizada con la realidad. Si bien las relaciones de producción tienen efectos decisivos en el terreno de la cultura y la política, tampoco podemos soslayar el carácter histórico que da pie a estas categorías.
Esto último concierne tanto a la perspectiva de las ciencias exactas que se traduce en la necesidad de una infranqueable teoría del conocimiento (en tanto epistemología de la realidad que viene a compensar la deformación que produce el poder), o en su versión político-epistemológica mediante una crítica a los poderes de turno, que busca a los hombre instar a los hombres a desconfiar de las formas de dominación; lo que se mantiene soterrado aquí, nuevamente, es una desconfianza a la representación en un terreno político. En nuestra opinión, lo anterior no significa un mero desplazamiento etimológico, en la medida en que el objeto varía ello va en detrimento del sentido original del enfoque en cuestión, cual era constituirse en un saber clínico de las ideas.
Es a partir de Napoleón y especialmente la ontología política que este personaje de la historia introduce en la comprensión de las ideas, que la ideología -cuando más se esmeraba en constituirse en una fidedigna teoría del conocimiento– debe revalidar el sentido común en la construcción de una determinad metodología. De algún modo el rotulo peyorativo que califica a los ideólogos como portavoces de una vertiente metafísica desconectada de la realidad social, se mantiene vigente hasta nuestros días; la distancia entre un enunciado y su contrastación empírica sería la brecha de constituida de todo “pensamiento ideológico”. Guste o no una aseveración es calificada de ideológica cuando se muestra extemporánea respecto de aquello que se estima como realidad social. Podemos extremar las cosas, un enunciado puede ser rotulado de ideológico si extendemos nuestra comprensión de la empiria y esta última nos y restringe a un estado de cosas, observables y cuantificables, sino a una atmósfera cultural que otorga el campo de verdad para que un conjunto de ideas se sostenga socialmente, sin precisar geométricamente su relación con la realidad social. En este contexto, ideología, para Napoleón es un pensamiento que permanece anquilosado en una especie de escolástica medieval. “vosotros los ideólogos –decía Napoleón- destruís todas las ilusiones, y la era de las ilusiones es, tanto para los individuos como para los pueblos, la era de la felicidad”
Ello, paradojalmente, se contrapone a la intención original de De Tracy, para quién la ideología debía sacar a flote el modo de producción de las ideas y producir una “aritmética del conocimiento”. Esta empresa tenía como gran mérito desplazar la dicotomía entre idealismo y materialismo, pues subrayemos que aquí no estaba en juego en el campo de las ideas y sus efectos en la vida social, sin embargo, se perseguía una explicación racional de estas últimas, especialmente, su vinculación a un modo de producción. De otra forma, aquí queda restituida una cuestión que el proyecto ilustrado pretendía desterrar cuando se propuso desarticular todo viso de pensamiento metafísico.
Podemos sostener, sin temor a equivocarnos, que este vocablo emerge marcado por un ethos del progreso que se expresa, inequívocamente en el sueño ilustrado de una sociedad transparente gobernada por la razón, libre de prejuicios y supersticiones del ancien régimen y en su trayecto histórico, que involucra dos siglos, es capturado como “falsa consciencia” en el siglo XIX (Marx) y ulteriormente es representada como el “cemento social” (Gramsci), o bien, la sociedad no ideológica será ideológica par excellence según Althusser (pequeño siglo XX) hasta una opacidad constitutiva de toda práctica social (Eagleton, Laclau, Žižek y los lacanianos de izquierda) en el plano de la contemporaneidad.
Mauro Salazar J. Observatorio en Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Universidad de la Frontera.
Imagen principal: Cristina Ghetti, Color thinking (Abstract painting), 2020