Tariq Anwar / La destrucción de las máquinas

Política

La paradoja que Andreas Malm señala en su texto –por qué no se sabotean las infraestructuras que incineran el planeta mientras en otras épocas todo cambio real contuvo formas de violencia– esconde una verdad más profunda sobre la sacralización de la propiedad en nuestra época. Hemos llegado a un punto en que la destrucción del mundo es considerada más tolerable que la destrucción de una valla, en que el incendio planetario resulta más aceptable que el incendio de un oleoducto. Esta inversión monstruosa –donde lo que mata es protegido y lo que podría salvar es criminalizado– constituye quizás el síntoma más evidente de una civilización que ha elegido su propia extinción antes que tocar el ídolo de la propiedad privada. Malm recuerda que Jessica Reznicek y Ruby Montoya, las dos mujeres que sabotearon el Dakota Access Pipeline, actuaron con lo que ellas llamaron «manos amorosas y firmes». Hay algo profundamente conmovedor en esta imagen: manos que destruyen por amor, que desmantelan la máquina de muerte con la misma ternura con que se curaría una herida. Es precisamente lo contrario del cinismo de Roy Scranton, quien desde su experiencia como soldado en Irak proyecta sobre el mundo entero su propia incapacidad de imaginar otra cosa que no sea la destrucción. El fatalismo climático –esa nueva forma de estoicismo para ricos que predica aprender a morir mientras continúan volando en jets privados– es quizás la última ideología del capitalismo tardío: ya no promete el paraíso sino que nos enseña a aceptar el infierno.

Pero lo que el movimiento climático no ha comprendido aún –y Ende Gelände en Schwarze Pumpe lo intuyó por un momento– es que romper las vallas que protegen las centrales de carbón no es violencia sino el gesto mínimo de legítima defensa de la especie. Cuando Malm describe la exaltación que sintió al entrar en el perímetro de la planta («nunca sentí una mayor oleada de júbilo»), está describiendo algo que Fanon conocía bien: el momento en que el oprimido descubre que el opresor no es invencible, que sus fortificaciones pueden ser atravesadas, que el hechizo puede romperse. La historia que Malm reconstruye –desde los sufragistas incendiando buzones hasta el MK de Mandela volando torres eléctricas– muestra que nunca hubo transformación sin alguna forma de destrucción creativa de la propiedad. Pero hoy, cuando cada SUV es una pequeña cámara de gas ambulante, cuando cada jet privado es un misil contra el futuro, el movimiento climático ofrece flores a la policía. Como si la cortesía pudiera detener el apocalipsis, como si los buenos modales fueran la respuesta al ecocidio.

El tiempo del que habla Malm –ese tiempo que se agota, que se comprime, que acelera hacia puntos de no retorno– no es el tiempo de la paciencia gandhiana sino el tiempo de la emergencia absoluta. En este tiempo, la verdadera violencia no es destruir un oleoducto sino permitir que siga funcionando; el verdadero crimen no es sabotear una refinería sino dejarla en paz. Cada día que pasa sin que estas infraestructuras sean desmanteladas es un día robado a las generaciones futuras, si es que habrá generaciones futuras.

Quizás ha llegado el momento de comprender que en la época del colapso climático, el sabotaje no es una táctica entre otras sino una forma de oración, el único rito que todavía podría tener algún significado. No para salvar el mundo –que ya está perdido en su forma actual– sino para poder mirar a los ojos a los que vendrán después, si vienen, y decirles: al menos lo intentamos, al menos no fuimos cómplices, al menos supimos distinguir entre las máquinas que dan vida y las máquinas que dan muerte. Y actuamos en consecuencia.

Referencia:

Malm, Andreas. How to Blow Up a Pipeline: Learning to Fight in a World on Fire. London: Verso, 2021.

Imagen principal: Kacper Kowalski, Depth of Winter #7, 2010

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