La paradoja que Andreas Malm señala en su texto –por qué no se sabotean las infraestructuras que incineran el planeta mientras en otras épocas todo cambio real contuvo formas de violencia– esconde una verdad más profunda sobre la sacralización de la propiedad en nuestra época. Hemos llegado a un punto en que la destrucción del mundo es considerada más tolerable que la destrucción de una valla, en que el incendio planetario resulta más aceptable que el incendio de un oleoducto. Esta inversión monstruosa –donde lo que mata es protegido y lo que podría salvar es criminalizado– constituye quizás el síntoma más evidente de una civilización que ha elegido su propia extinción antes que tocar el ídolo de la propiedad privada. Malm recuerda que Jessica Reznicek y Ruby Montoya, las dos mujeres que sabotearon el Dakota Access Pipeline, actuaron con lo que ellas llamaron «manos amorosas y firmes». Hay algo profundamente conmovedor en esta imagen: manos que destruyen por amor, que desmantelan la máquina de muerte con la misma ternura con que se curaría una herida. Es precisamente lo contrario del cinismo de Roy Scranton, quien desde su experiencia como soldado en Irak proyecta sobre el mundo entero su propia incapacidad de imaginar otra cosa que no sea la destrucción. El fatalismo climático –esa nueva forma de estoicismo para ricos que predica aprender a morir mientras continúan volando en jets privados– es quizás la última ideología del capitalismo tardío: ya no promete el paraíso sino que nos enseña a aceptar el infierno.
