En la antigua espiritualidad humana había dos figuras que se contraponían y que, de alguna manera en nuestro tiempo, siguen jugando un rol decisivo. Por un lado, en las vastas zonas rurales habitaban los magos, expertos en la unión de lo divino y lo terrenal, habitantes de una zona intermedia que hacía de quiasmo entre los antiguos ancestros y el destino de los vivos. Carismáticos, los magos eran médicos sanadores e intérpretes de las estrellas. Su poder provenía de un más allá del que su propio cuerpo era medium. Para conocerlos, había que viajar, lo que ya suponía una aventura para dar con el oráculo, el shaman o el hakim. Espacios amplios para un viaje de encuentro con un humano convertido en un istmo bañado por los mares espirituales y materiales. En contrapocisión, las zonas urbanas contaban con una figura más gris, más reglada y estable, el sacerdote. Actor de una performatividad institucional, su espacio de acción son los edificios –templos, bibliotecas, casas– a lo que entra y sale con el permiso especial de la autoridad. El sacerdote es guardián de la tradición, de la repetición y de todas las formas protocolares que han hecho de su lugar uno privilegiado. A diferencia del mago, su cuerpo no tiene nada de divino, pero hace ingresar a la comunidad de la ciudad en la experiencia espiritual a través de ritos, sacrificios y pertenencia a una estructura soberana. Existe, sin embargo una tercera figura que irrumpe de forma más tardía. No es rural, pero habita la ciudad sólo desde los márgenes. No practica ni la magia ni participa de los poderes establecidos. Se trata del profeta.
Más cercano al mago que al sacerdote, el profeta es un lugar de intensidades en el que se vuelva todo el cosmos. Al igual que el primero el profeta es un istmo en el que fluye espiritualidad y materia. Lejos del sacerdocio, el profeta no lleva a cabo su voluntad guiado por una vocación, sino que su voluntad es completamente anulada, sometida a la eternidad del ser. Sus movimientos, sus palabras ya no son suyas y, sin embargo, sin él, sin su boca, sin sus piernas, la divinidad no tendría oportunidad de hablar ni de tocar este mundo. Lejos del aislamiento del mago, al profeta le interesa la ciudad, pero a diferencia del sacerdote, lo suyo no es el rito ni la repetición, sino la fundación. Un profeta señala inquisitivamente el orden de la ciudad y abre, si es escuchado, un nuevo orden de las cosas. Su intención es siempre crear un mundo cuyo origen no se sitúa en él, sino en el propio ser. En este sentido, el profeta está más cerca de las placas tectónicas que de las alturas, porque su ley es la profundidad del movimiento terrestre, las corrientes marítimas y el flujo de los vientos.
A pesar de estar volcado hacia lo más allá de sí, el profeta no usa la magia. Sus fuerzas no son sobrenaturales, sino al contrario, están ancladas en lo cósmico. Por eso su herramienta más poderosa es también la más mundana y ambigua, la palabra. Sólo por medio de la palabra el profeta cambia el mundo, señalizando puntos de fuga allí donde el sacerdocio había creado el culto y la repetición. Sueña con nuevas palabras, despliega nuevas palabras. Y si repite es para diferenciar. Repite el movimiento del mundo, repite la conversación, repite como se puede copiar una carcajada o un ceño fruncido.
Esta es la época en que sacerdotes y magos de diferente calaña proliferan por todo el mundo. Funcionarios o charlatanes han tomado control de sociedades cada vez más inexpresivas. Pero profetas ya no hay hace mucho tiempo. Sacerdotes y magos parecen haber logrado una hegemonía completa sobre la ciudad y el campo. Pero, aún así, el lugar privilegiado del profeta siempre será el sueño. Y nadie sabe qué están soñando hoy los niños.

