A Juan Manuel Garrido, en lo íntimo de las distancias.
Imaginemos la escena.
Pudo haber sucedido ayer o hace algunos años. Podría haber sido en una calle céntrica, desgarrada en medio de la histeria de un lunes por la mañana o bajo la estela de un atardecer cansino. Lo importante es imaginar, es ver la calle. Y más importante aún: lo indispensable consiste en ver a los cuerpos arropados, desplazándose por una vereda extensa y concurrida, pero la cual les permite moverse con soltura, dejando espacio suficientes (¿para qué?) entre ellos. Se dirigen al trabajo o las casas. Se dirigen hacia donde van y desde donde vuelven. La luz es tenue. Las cabezas gachas apuntan hacia los celulares, los autos y las micros se deslizan vestidos de colores pasajeros, las fragancias o hedores no son decisivas ni tampoco, pese al constante ruido de fondo, irrumpen sonidos estruendosos. Pareciera que nada resalta sobre el indiferente conglomerado de un único mar, de una atmósfera inundada por el ritmo monocorde del apremio o la cadencia declinante de la fatiga. Esa es la tonalidad ambiental con que se escriben las mañanas o las tardes en los espacios de tránsito, en las calles. Sin embargo, de golpe, algo deja de suceder: la sucesión se crispa; atraviesa una interrupción. Cada cuerpo cree que su cuerpo es su cuerpo, y sólo gracias y también en contra de tal creencia -aunque en ese momento dicha creencia tan sólo se respire de manera atemática inconsciente, imprecisa e impresionista-, es posible que la continuidad se interrumpa. Al levantar la cabeza para cruzar la calle, unos ojos se encuentran con otros ojos, clavan a otros ojos: un par de ojos tocan a otro par de ojos. Estalla la vergüenza acerca y distancia lo ajeno y lo propio. El encuentro, en realidad, es un golpe. Acto seguido, los ojos huyen girando la cabeza donde sea. No han necesitado buscarse, no han querido verse, ni siquiera ellos mismos sabían que estaban allí. Su propia visibilidad les estaba espontáneamente velada, les era invisible: sólo pudieron saberse ahí en la medida que otros ojos, tan ciegos como ellos mismos, los delataron. Y aún así no se ven. Les es imposible verse a sí mismos. Nada saben de sí.