Hay una foto de ese día. Un autoretrato junto a un columpio. El ministro de fe era un viejo y sabio profesor de un barrio tomecino. Alfonso fue el padrino. La madrina, la abuela del infante. Todos, menos ella, ateos declarados.
— “Te bautizo y recibo en nombre de los hombres de buena voluntad: Darwin Rodríguez”, pronunció el improvisado bautizador. Así el pequeño Darwin, a la sombra de las ruinas de una vieja construcción de adobe, en el cerro Frutillares de Tomé, recibió su nombre y lo ató para siempre a su padrino: Alfonso Alcalde, quien, para inmortalizar el evento, sacó un par de fotografías del niño y una de él mismo, junto a un columpio, la soga alrededor del cuello.
Se había radicado en calle de La Marina, Tomé, tras un largo peregrinar por países y oficios. Lejos había quedado su natal Punta Arenas que había abandonado a los 17 años. Le dio un tarascón a un jurel que salía del horno y lo remojó con un largo chuflai, mirando a su ahijado como interrogante. El aire de la tarde traía olor a mar y se confundía con el pan recién amasado para el bautizo. Recordó la panadería en Buenos Aires. Llegaba al trabajo cuando en las calles los últimos bohemios se iban a la cama. Una nube de polvo de trigo entre sacos y artesas, imaginando que la masa que abrazaba contra su pecho era la muchacha que se le había cruzado apurada la mañana del día anterior cuando ya muerto de sueño rodaba por los adoquines porteños de vuelta su cuarto.
Tal vez por lo mismo ese pan, amasado en el rústico horno de esa escuela abandonada, sabía tan a caminos recorridos. El padre de Darwin, su compadre desde ese día, también recorredor de tierras lo entendía y era confortable empinar el codo celebrando con él el bautizo de su hijo. Esa vida que se iniciaba de una manera misteriosa lo enviaba a las vidas idas cuando vendía atúdes en Venezuela, años ya, cuando recién se lanzaba a patiperrear por la gran América. Porque así es la vida, se decía. Un nacer y volver a nacer. Morirse y renacer. Se podía elegir el lugar donde morir, pero no el del nacimiento. A pesar de todo Tomé fue el lugar elegido. Una galaxia para toparse cada día con la gente de las huertas, de los canastos escamosos que venían del mar, de pipeños dudosos, de huevos y quesos.
Desde la cima se veía el puerto, la fábrica de paños Bellavista con su reloj detenido a las 11:20 como un ojo ciego; el edificio de la FIAP, una gran carie abierta al cielo; los botes de la playa; las casas coloridas, el cementerio carcomido por el viento y la marea. El niño dormía en los brazos de su abuela. La tarde era suavemente cálida, el pan y los jureles animaban la tertulia. Alcalde trató de divisar el pueblo, pero solo podía intuirlo, sus ojos agotados lo atribulaban. Tomé era como la cuerda floja del circo donde pasó un tiempo como ayudante de la mujer de goma.
Un tajo como el de un hachazo hiere Tomé, la falla de Tomé. Una cicatriz geológica que despliega su desnudez descarnada y divide la ciudad en dos exponiéndola a los zangoloteos telúricos más intensos del planeta. Sin embargo, ese fue el lugar donde había decidido volver a nacer. Para llegar al pueblo hay que descender la Cuesta de Caracoles y culebrear curvas tan peligrosas que no son pocos los que terminan 300 metros más abajo despidiéndose de sus deudos. Imaginó un circo despeñándose desde esa cuesta, inflada la carpa a la manera de un gran globo aerostático de colores desteñidos por el sol, incapaz de elevarse con su carga de payasos y leones. Con su tragafuegos, sus acróbatas dando su último salto mortal. Lo fantaseó volando sobre los trenes de Tomé, las barcas meciéndose por la marea, los escombros de los molinos Collén y Rincón Grande. Una función a todo trapo desde los altos hasta el roquerío, para terminar payasos, tragafuegos y leones varándose en la playa como sardinas o corvinas o jureles como los de la celebración que ese día los convocaba. En esos menesteres de la imaginación pastoreaban los personajes del padrino de Darwin, que a esta hora lloraba ahíto de buenas brisas en los brazos de su padre, mientras el profesor daba detalles minuciosos sobre los pesares y avatares de los carpinteros de costa.
—»De lo que te puedo hablar es sobre carpintería en las minas de Potosí, -le dice Alcalde-. Trabajé en los socavones antes de salir a contrabandear caballos a través del Mato Grosso, pero he visto como se hacen los botes acá desde el 66 cuando llegué Tomé. Ya sabes, la vida vivida a la manera tomecina”. La manera tomecina, la manera de la vendedora de machas y ulte, la de las fritanguerías de la caleta.
—¿Y tú manera, Alfonso? ¿Por qué quemaste tú primer libro? Ese… ¿Cómo se llamaba…?
—Balada para la Ciudad Muerta, respondió.
—Hasta Neruda le hizo el prólogo o introducción. ¿Cómo fue?
—Julio Escamez le hizo los dibujos y Neruda escribió un poema a modo de prólogo. Sí. Así fue. A los 15 días de la publicación me di cuenta que no representaba lo que había vivido. Compré dos chuicos, uno de parafina y otro de vino. Invité unos amigos y cuando estábamos ya entonados tiré 499 ejemplares, de los 500 que se impriemieron, a las llamas. Junto con los libros tiré por la ventana la amistad de Neruda.
—¿Más o menos de cuando estaríamos hablando?
—Eso fue el 47, el año 1947. Hace harto rato ya.
—P’ta que la jode usted, Alfonso.
Pero no quería hablar de libros, ni quemados ni lustrosos. Prefería hablar de Alberticio Cárdenas, el carnicero o de Fronilde, la vendedora de ulte; sabedores de sus oficios. Él que sabía de tantos, como contrabandear cadáveres entre Argentina y Brasil, por ejemplo. Viajar sentado junto a un finado cuidadosamente maquillado, hilvanando una conversación imaginaria al cruzar la frontera.
—Pero después escribió otros, entiendo. Me han dicho que ha publicado como treinta libros y que tiene como treinta más por publicarse.
“El Panorama Ante Nosotros, 348 páginas que no son más que el prólogo de un poema épico interminable” hubiese dicho; pero, en realidad, en honor a Darwin prefería alagar los atributos de ese aguardiente con bilz que tan bien sabía esta tarde de bautizo así que haciendo un gesto a los padres del niño prefiririó la opción
—¡Salud!
Lo había escrito en Concepción, donde había llegado de manera totalmente aleatoria. Decía que un día, cansado de vagabundear, tomó el mapa de Chile, cerró los ojos apuntó con el dedo. Cuando los abrió le salió Concepción. Aquí escribió el libro en un delirio lírico y alcohólico.
Sobre piedras, toneles y ladrillos bajo la custodia de la noche escribí tanto como pasos tiene el camino del infierno. Y heme aquí rodeado de las cosechas de estas desventuras que me vaciaron el habla por completo hasta quedar otra vez solitario y errante.
En estos menesteres ocupé loinviernos que llevo sobre mi edad familiarizándome con los antiguos vecinos penquistas teniendo la precaución de conocer los ríos, usos y costumbres y sus desgracias y alegrías asistiendo al traslado de sus ciudades y campanarios, ilustrando la guerra y sus muertes sin fin, bordeando sucesos remotos, atrapando fechas, circunstancias memorables, incorporando al paisaje a estos remiendos y luego haciéndolos navegar en numerosos coros opuestos regresando después al polvo donde fueran expatriados.
Escribe en el prólogo. Porque así no más era. El Panorama es un poema épico sobre Concepción, su gente, su paisaje. Fiel a su concepto de que el escritor debiera escribir sobre lo que ve, sus materiales, su gente, sus valores.
Y mirando al pequeño, ahora acunado en el pecho de su madre, se preguntó ¿De donde viene tu nombre, Darwin? ¿que significa tu nombre? Es un nombre viejo, del inglés antiguo. Se respondió el mismo. Quiere decir “querido amigo” o quizás no. Es posible que venga del celta y signifique “roble” que representa la fuerza, la nobleza y la sabiduría. Pequeño Darwin, que tremenda responsabilidad hemos echado sobre tus hombros. Y no olvidemos a Charles Darwin y su origen de las especies. Toda criatura nos devuelve al origen. Tal vez por eso celebramos tu bautizo con esta trilogía de peces, pan y este chuflai que bien reemplaza al vino. ¿Cierto, vecino?
Toda la concurrencia asintió con otro salud por el inocente, quien sabiamente optó por el pecho de su madre en vez del aguardiente que tanto alegraba a su padrino.
Cada día llegan a beber a la plaza de Tomé, sin que nadie sepa de donde vienen, uno o dos caballos ataviados de amanecer. Sus pezuñas golpeando las baldosas marcan las cinco de la madrugada como el péndulo de un reloj incierto. Desde la pileta saltan a las páginas de Alfonso Alcalde. Por efecto de esa misma magia no es raro que los ataúdes del cementerio se desprendan del acantilado donde fueron instalados y se vayan navegando hasta la Isla Quiriquina y desde allí se endilguen a Singapur o La Malasia.
Durante los años de Allende, Alfonso Alcalde fue director de la Editorial Quimantú y dirigió la colección Nosotros los Chilenos, que nadie conocía mejor que él. Publicó mucho durante esos años, los mejores de su vida. Fue en ese tiempo cuando se entrega, para la admiración de sus lectores, una serie de libros de cuentos. Cuentos en donde pululan personajes populares, payasos, maestros chasquillas, prostitutas, ahumadores de pescado, gente con las que él se encontraba a diario en su recorrer por la zona. Pero también es posible encontrar serpientes, leones, caballos aproblemados, ratones. Como en la poesía de su gran amigo Pablo de Rokha, en sus cuentos y también en sus dramas, abundan los trutos de pollo, los perniles de chancho, las pichangas, los congrios, los peligrosos tritres ahumados. Pero hubo de pagar el precio y con la llegada de la dictadura fue lanzado al exilio.
—48 horas después de producirse el golpe militar, mi casa fue allanada por las tropas paracaidistas y de choque que arrasaron con mi biblioteca y los libros originales de toda mi obra. El trabajo irrecuperable de 25 años quedó reducido a cenizas, en plena vía pública.
Como los ataúdes de sus cuentos, navegó lejos de Chile. En su rumbo pasó por Rumania, recorrió todo el Medio Oriente, España, Canadá.
De vuelta a Tomé hizo su costumbre almorzar en la Peña de Darwin. Por las noches un té con pan. Esta rutina aumentó en él un sentimiento de marginalidad que lo había caracterizado toda su vida. El exilio que lo empujó fuera de Chile, lo empujó también a los márgenes de la marginalidad.
Escribe “La Consagración de la Pobreza”, 1988. Monumental pieza teatral pensada para 36 horas de representación. El Gran Circo teatro la montó reducida a cuatro horas. Es una historia del ambiente circense, que muestra la miseria de un puerto venido a menos: Tomé. El puerto donde había vivido y donde de alguna manera se había exiliado, lejos de la fauna literaria dominante de este país llamado Chile. En este Tomé donde se encerró a escribir la crónica de los presos políticos fugados de una cárcel de alta seguridad. ¿Vas a nombrarlos a todos? Le preguntaron ¿vas a contar como salió el segundo grupo? ¿por qué no salieron todos?
—Voy a contar la verdad, respondió. Ahí fue donde los editores se arrepintieron.
—Bueno amigos, tengo una cita impostergable y debo dejarlos. Querido Darwin, espero que algún día leas lo que he escrito para ti, para tu padre, para tu madre, para usted profesor, para usted comadre. Aquí les dejo mi poesía…
PASAJERO PARTE COMO COHETE A LA GLORIA
Cuando un hombre se muere -vecino-
lo van quemando de a poco,
se va para adelante
enfilado como una lanza
a sentarse en la gloria.
Su estirpe
da tiraje a la chimenea.
Sube un punto la viuda, el otro,
el que sigue:
usan su navaja,
lloran su fotografía
distribuyen su recuerdo
repartiéndolo a domicilio.
Un muerto es un muerto
como quien dice un pan de Dios
alguien que ya no lastima
en su trásito dichoso.
Pero antes de entrar en el patio
de los callados con gran pompa
y sin perder el compás
mucho antes de eso
ya se ha ido
de a poco
todos los días, un gramo,
cada hora, una sombra.
Alfonso Alcalde partió por mano propia el cinco de mayo de 1992 en un pequeño cuarto que arrendaba en su Galaxia de Tomé, sus restos esperan partir desde el Cementerio Municipal a otras galaxias a reunirse con Salustio y Trúbico, Tristán, Montes de Oca. La poesía no muere, solo duerme.

Hermoso relato, muy buena historia
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