Desperté pensando en Las flores del mal. No hay nada que pudiera, al menos de manera consciente, indicarme por qué esta fijación que estuvo ahí desde el primer momento de la madrugada, cuando abrí los ojos a las 4 a.m., me levanté, preparé el café y me puse a escribir. No recuerdo ni que Baudelaire, ni que las flores o que algo malvado se me haya aparecido en algún sueño, o tal vez simplemente no lo recuerdo.
La cuestión es que no pude sacudirme a Baudelaire de la cabeza y lo primero que hice después de mi rutina (a la que me aferro y me salva), es ponerme a leer Las flores del mal, frenéticamente, sin parar, sin dejarme tentar por la torpeza de analizar cada poema; solo sintiendo el navajazo de la palabra; la misma que es estremecida por la desmesura, por el mundo fuera de las prescripciones y el folclor de la época, por la expulsión de toda liturgia. Sobrecogido, claro, por el pálpito de una belleza insondable y condenada que no nos llevaría, en principio y si leemos a Baudelaire en serio, a nada “normal” (“Expón tu alma al peligro y puede que sobrevivas como poeta”, escribió alguna vez Jim Morrison).
Si queremos ser individuos de civilización y no de “barbarie”, de esos que caminan erguidos e insertados en la burocracia del “buen vivir”, pues Baudelaire no es ni será un buen guía; No hay en su poesía un mundo continuo ni el jubileo ceremonial que nos declare confesos, píos. Su simbolismo, sus adelantos estéticos, visionarios y su abandono total a las convenciones sobre la belleza y la cultura que anunciaron la Modernidad, lo transforman en un buscador sonámbulo que se desplaza por la letra con un virtuosismo que, a veces, humilla a quien lo lee (yo), situándose más allá de la ritología categorial, del logos y sus especificaciones, en fin. No por simple capricho Marcel Proust, Walter Benjamin o T.S. Eliot, entre otros, lo reconocen como el principio de una historia no solo poética, sino como una potencia epocal.
El poeta Baudelaire –así Nietzsche, Artaud, Bataille, Safo, Violeta Parra, Clarice Lispector, etc. (un etcétera, se advierte y en este caso, para nada banal)– nos desliza hacia un subsuelo que al decir de Derrida supone siempre otro subsuelo. Nunca dejará de haber algo más allá del que creemos es el último abismo; caer es sin fin. Las terapias, las internaciones, la medicación, los intentos de frenar esa caída interminable, es posible, puedan retenernos por un tiempo, sostenernos transitoriamente en la desesperación, mas, si hay algo así como una “naturaleza” u origen, por inhallable que éste sea en la experiencia de la caída como un despego total del mundo, es el no terminar nunca de fundirse con un vacío ilimitado.
Esto sería –al menos en mi lectura y en el después de un despertar medio maldito que me obligó a escribir, con miedo, sin parar y en el corazón de una madrugada plagada de fantasmas– Baudelaire.
Y pienso en el costo que pagó por la inmortalidad y brillar en el parnaso de los poetas, digamos, revolucionarios; en su consumo patológico de láudano, la pobreza extrema, el alcoholismo, las enfermedades, la soledad feroz, el horror poético que le provocaban las ciudades corruptas, en fin. Entonces aparece el temblor de cara a todo lo que fue esa vida imponderable, pero que sin embargo funda una era, y no puedo sino sentir el espanto insólito, vivo y quemante, que provoca la escritura cuando deja de ser un pastiche y se vuelve intervalo entre la vida y la muerte. Escritura herética, monstruosa, arcana.
El miedo es, igual, a que en mi pequeñez decida algún día tomar su ejemplo y caer, sin condiciones y asumir simplemente la locura de la precipitación; a una que exigiría abandonarlo todo y cubrirse de espanto, de un horror que, no obstante y aunque implique deambular en lo aleatorio de días sin sentido («cada hora cuenta su holocausto», escribía nuevamente Derrida), sigue dando paso a la escritura; escritura que no es la vida, tampoco la muerte, es un entre en el que se sobrevive y en el que también se puede quedar para siempre atrapados; abandonados en la frontera; habitando un destierro y una huida de la que, me temo, no se regresa jamás. Es el miedo a residir en lo suplementario, en el resto, o en aquello que Catherine Malabou llamó “exceso de porvenir”. En su poema “El abismo” escribe –a propósito del miedo–:
Tengo miedo del sueño como se teme un gran túnel,
repleto de vago terror, camino hacia quién sabe dónde;
no veo más que infinito por todas las ventanas,
y mi espíritu, siempre acosado por el vértigo,
envidia la insensibilidad de la nada.
No es una opción ponerse de este lado de la vida o de la muerte, de este “vago terror”. No se elige ni se decide. Baudelaire confiesa su miedo a un destino sin llegada; a una suerte de camino que nunca se le revelará porque su vocación a la nada lo conduce a un infinito. No “al” infinito sino a “un” infinito, uno que no se emparenta con la trascendencia. Un infinito en donde los días transcurren condenando al “infierno de lo mismo”, como lo escribía Baudrillard. El infinito no apertura nada, no ofrece umbrales, sino que –y aquí también la filosofía de Baudelaire– es aquí y ahora. Se vive y padece en una inmanencia insoportable que triza cualquier proyecto, cualquier paso que movilice y nos active más allá de un ahora devastador; del tiempo prisionero de una temporalidad que no tiene ontología. Un espacio vacío de sentido que, sin embargo y en el éxtasis del mundanal caos, se funde con el alma poética. Así lo escribe en su poema “Un Fantasma”:
Por instantes brilla, se extiende, y se exhibe
Un espectro hecho de gracia y de esplendor.
En un soñador paso oriental […]
Esto es, pienso, saber vivir con los fantasmas, convivir con ellos en el tráfago casi cotidiano del poema que siempre se insinúa; poema que se emparenta con el espectro y que pasa por encima del horror, que lo supera incorporándolo. Decir que el fantasma “por instantes brilla”, es recuperar en la zona más despoblada de esperanza un último aliento de vida. El fantasma va siendo al lado del poeta, se muestra y es hermoso. Pero lo es ahí donde la belleza ya no se alinea con ningún canon. El fantasma en este sentido desactiva la tradición respecto de lo bello y nos lleva más bien a la región de lo sublime, del espanto en la contemplación. Esto vendría como “esplendor” (del latín splendor: “que brilla”). Y todo “en un soñador paso oriental”.
Pero ¿cómo interpretar lo oriental? Es intensa y críptica a la vez esta declaración de Baudelaire. Tal vez se trate de abandonar todo lo que sea occidente, de soñar más allá de la “lengua del ser”, como lo escribe François Jullien. Oriente como el hogar del fantasma, su propio jardín en donde las flores no serán ni girasoles, ni claveles, ni rosas, ni tulipanes; son las flores del mal. Pero no del mal como lo contrario del bien, sino del mal como lo desconocido –oriente–; un jardín repleto de maldad por descubrir, sin Dios, sin ley. Uno exuberante de excesos, sin órbita ni hecho a la medida de lo bello. Un jardín del oriente informe en el que, sublimados y maldecidos por negarnos a decir “sí” a la belleza calculada por los patrones clásicos, contemplemos felices y horrorizados “La muerte de los artistas”, “La antorcha viviente”, nuestra “Elevación” siendo, en este teatro indecidible, “El vampiro” y “El veneno” al mismo tiempo.
Todo mientras nos encendemos traicionando a los falsos ídolos, a los dioses denigrados en su perfección…viendo nuestro reflejo en la “Tristeza de la Luna”.
Imagen principal: Chingsum Jessye Luk, Knowledge [Baudelaire Petits Poemes], 2021

