La cesantía no es la falta de horarios. No va de timbrar o no timbrar; no es la organización de tu día o de la desesperación de “no tener nada que hacer”. En ningún caso se trata solo de extrañar el sueldo de fin de mes que veías pasar como una ráfaga de viento frío y que te llevaba, de inmediato, a esperar que el mes termine para que viniera la misma ráfaga y despuntara otra vez el ciclo.
La cesantía no es la “desvinculación” (una de las palabras-fetiche más sediciosas que pueda existir, sobre todo si después le viene el predicado “… por necesidades de la empresa”, haciendo sonreír socarrón al sadismo vestido de santo).
No. La cesantía no es perder un “círculo” de personas con las que te relacionabas diariamente pero que, después de que te sacaron, no puedes sino percibirlos como fantasmas y ni siquiera tienes la certeza de que alguna vez existieron y permanecen ahí, en tu recuerdo, diferidos, envueltos en vapor y en sueños, en medio de la niebla; y sus rostros comienzan a desaparecer y te das cuenta que, de plano, ya no existen más, o al menos tal como lo hacían ahí, en las oficinas, en las reuniones, en algún cigarrillo de patio o en una discusión que no siempre terminaba bien, pero era.
Tampoco la cesantía es la pura falta de dinero porque ya no es cuestión de llegar a fin de mes sino de cómo continuas en el tiempo, en su extensión vacía que es igual delirio; delirio que no es un pórtico a la locura –al menos a esa locura folclórica– sino a la extrema y cruel constatación de la realidad, porque “La conciencia es algo más que la espina, es el puñal en la carne”, como escribía Ciorán.
Entonces la cesantía no es a vida o muerte pero es; y ya no esperas las “ráfagas” del sueldo mensual sino que las anhelas pero de otra forma. Y te das desoladoramente cuenta de que todo lo que quisieras es estar dentro del sistema, que pagarías por ser explotado o auto-explotarte con tal de volver a sentir el viento gélido del capital y sortear, como puedas, la sintética nada que te sostiene (a pesar de ser nada) y que te hace mirar de reojo a tus vecinos cuando salen de sus casas apurados porque tienen que “llegar al trabajo”.
La cesantía no es la falta de esperanza, ni la ausencia de horizonte, no es algo trascendental. Es la angustia de tener que responder casi diariamente al estribillo estigmatizante que lleva la áspera pregunta: “¿y encontraste algo?”; o de preparar en silencio y en secreto esa bella venganza contra los que te pusieron el cuchillo en la yugular pero que, y lo sabes porque al final no tienes venganza en la sangre, nunca la llevarás a cabo y solo te quedará inventarla en algún rincón fantástico de tu mente. La cesantía es estar escribiendo esto porque tu psicólogo te lo sugirió a modo terapéutico y no te queda más que intentarlo, pigmentar tus días con párrafos para que el segundo a segundo se llene de cualquier cosa, para que no se termine de corromper por completo el instante.
Y lo haces público porque en un soplo ególatra crees que te hará sentir mejor. Sin embargo no es posible sacarlo todo, la cesantía no tiene límites en su fuero existencial; es un insoportable cotidiano que no se acaba ahí sino que persiste y te persigue como premio. Es eso, o en eso te transformas, en el premio de la angustia, en su victoria; y escribes sobre todo lo que puede pasar dentro o fuera de ti. Te buscas en cada letra, te consuelas con cada idea que consideras vale la pena y te matriculas en un aquí y un ahora que busca borrar las huellas cuando, ya en tu vida más secreta, sabes que eres un publicitado papiro, un palimpsesto sobre el que se escribe una y otra vez dejando tu presente saturado de huellas; marcas que no se irán, por el contrario, vendrán por ti una y otra vez en espiral incansable a exigirte, sin darte tregua ni nada a cambio, que sigas habitando en la nada porque la nada no está tan mal (lo que es cierto).
La cesantía es la revelación cruda de la alegría hermosa de una hija que no dejará de esperar, siempre, algo de ti y que no te permite hacer del llorar un hábito, aunque las lágrimas y su humedad sean el símbolo de una fuerza. Es la preocupación tierna de tu madre que resiente más que tú, tal vez, la pieza vacía, el mosaico incoloro, la transparencia de lo igual; el celofán por el que se trasluce a modo desfigurado tu pensamiento, el mismo al que no le has permitido pausarse y al que te has aferrado como un condenado a muerte a su recuerdo más feliz antes del fusilamiento. La cesantía es una llamada perdida de esos dos amigos que tienes en la vida.
Y tratas de seguir, ahí, en el mundo, leyendo(te), escribiendo(te), lo que sea. Persistiendo en cada coma, en cada punto aparte o final; martillando con frases, perforando con guiones al destino que desprecias pero al que le das pelea porque el piño del abecedario nunca te dejó solo. Y porque no habrá amor más grande que el ego cuando se transforma en amor por alguien más; no habrá amor más grande que un “yo” resistiendo no para sí mismo sino por lo que ama.
Y sí, respondes a los estribillos y das la cara todos los días al cuestionario del cesante, y aunque siempre sea lo mismo, tediosamente igual en el fondo, y aunque la mayoría de tus “cercanos” hayan desaparecido y devenido espectros, estás tú, contigo en la medianoche, amando en cada suspiro, evitando la última madrugada y mirando directo a los ojos al momento radical, ese que consideras el más traicionero pero que más temprano que tarde dará un paso en falso, entrará en arritmia, se coagulará y entonces la cesantía, aunque persista, será un dichoso pasado, un poema, un tiempo de bello y completo vacío que te habrá dejado algo más que decepciones y los navajazos por la espalda que nunca viste venir.
Tu yo-cesante te dejará la tarde en que caminaste por toda la ciudad sin saber dónde ibas, serpenteando árboles, atravesando diagonales, mirándote en las vitrinas; te dejará la noche en la que tuviste frío y te sentiste arruinado pero lograste conciliar el sueño. Así, con más o menos desapariciones, sin plegarias y solo con la certeza de que fuiste un fantasma, al final de esto y de mucho más, tendrás la dignidad a salvo y verás que no te arrodillaste y que las flores a las que les diste de beber diariamente siguen ahí, vivas y con sus colores para recordarte que eres algo… algo más.
Imagen principal: Shareece Williams, No more tides, 2025

