Aldo Bombardiere Castro / Getzsheim

Literatura

No imaginé que sería así. Mis vacaciones no tendrían por qué haber sido así.

El mar se ondeaba calmo y silencioso, desplazándose como un racimo de nubes al atardecer. La ausencia de autos y edificaciones daba lugar a una soledad irrefutable, la cual, sin embargo, parecía inmediatamente colmada por un magnetismo espectral. Las aves dibujaban su silenciosa aureola en el tapiz del cielo y, mientras caminaba por el borde costero, mis pies yacían acariciados por el terciopelo arenoso. Me hallaba a kilómetros de la zona de casinos y resort que, desde hace años, no deja de proliferar. Yo quería conocer el mundo.

A las afuera de la ciudad, había encontrado a un hombre con apariencia de mendigo; un anciano, con bastón y una pierna de menos, quien se ofreció a traerme hasta allí a través del camino de tierra. él no hablaba hebreo, sino un inglés rudimentario. Desde que arrancamos hasta el final del viaje, fui sentado en la carretilla tirada por el gran burro que él montaba. Si bien guardé silencio buena parte del trayecto, las catastróficas condiciones en que se encontraba la zona contigua al camino, con infinitos escombros de concreto y los más inefables olores, devastó mis ánimos, obligándome a preguntarse acerca de la razón del casi ahí presente. Cruzábamos un espacio apocalíptico, tan invisible a la ciudad como expuesto al mundo, cuestión que, evidentemente, demandaba una razón. Con su voz de suyo carcomida y aún más arañada por el crujir de la carreta, me dijo que toda su familia había nacido y muerto ahí. Quise decir “lo siento”, pero preferí callar. Acto seguido, agregó que hoy todos ellos se disuelven en los escombros de inimaginables construcciones, escombros que, a su vez, no demoran en confundirse con el polvo de un desierto que ya le ha empezado a nublar la vista. Finalmente sentenció que nada de eso es visible desde la ciudad: entre los yates y las palmeras que adornan los casinos y resort, nadie necesita pensar en la voz de los muertos. En ese momento, en mi corazón cruzó un súbito deseo: por un segundo, anhelé con todas mis fuerzas conocer a sus muertos. Es más, por un instante de ese segundo anhelé ser, de una vez y para siempre, uno de sus muertos.

La playa era extensa. Los confines del Mediterráneo no podían ser de otro modo: extensos como su historia. Pero la playa también representaba un paréntesis con respecto a los estruendos de la ciudad, paréntesis que, por desgracia y con toda seguridad, pronto estaría sepultado por nuevos y cada vez más luminosos casinos, resort y palmeras. Bajé de la carreta, di unos dolarscoins al anciano y apreté su mano, una mano tan agrietada como su rostro. Con todo ello buscaba introducir algo de afecto en el abismo de sus pupilas. Pero no requería de mi lástima.

Caminé cientos de metros para acercarme al mar. Como si el tenue verdor de su piel hipnotizara mi voluntad o expresara el sentido último de mi destino, me embargó la sensación de estar respondiendo a un llamado. Y en ese trayecto fueron ocurriendo cosas. Ocurriendo, propia y literalmente, cosas. Mientras me aproximaba a la costa, mis pies se adentraban en una arena ya no aterciopelada, sino cada vez más densa y áspera. Así, poco antes de llegar al mar, la arena me había subido hasta las rodillas. Es cierto, en realidad yo me había hundido hasta esa altura, pero a mí me parecía lo contrario: que, cuan caudal de astillas, la arena no dejaba de subir por mi cuerpo. En ese momento, esta absurda impresión me pareció mucho más que una mera impresión: era una suerte de signo, un símbolo de ignota coloratura, al cual yo mismo estaba siendo adosado, o estaba inmemorialmente ligado, de manera inexplicable. Me detuve antes de continuar la marcha. Sólo varios minutos después, logré calmar esta angustia: me prometí, con una convicción inquebrantable, que inmediatamente tras mi retorno a la ciudad, visitaría la sinagoga dispuesta en el subterráneo del hotel, cuyo Rabino, por lo demás, fue quien nos había invitado a realizar este viaje desde Las Américas Él sabría cómo apartar de mí este cáliz de fuego.

Aunque, en realidad, mi tormento no iba a consistir en tal impresión acerca de mi arenoso hundimiento, pues lo verdaderamente angustiante aún yacía escondido. Cuando creí estar a unos metros de la costa, mis pies dejaron de sentir la aspereza de la arena para, de golpe, topar con una dureza impenetrable. Una ráfaga de electricidad subió por una de mis piernas. Emití un grito agudo, por sí mismo lacerante para cualquier oído, el cual, una vez extinto, dio paso un silencio abismal como los ojos mudos del anciano. Todo ello, tornó imposible mi tarea de acceder al mar. Me quedé ahí, envuelto en un manto compuesto por hebras del dolor, angustia y sobre todo melancolía, como si estuviese varado entre dos dimensiones, estancado entre dos flujos de tierra que, con igual fuerza, se neutralizaran uno a otro para, por fin, develar la conjunta inmovilidad del cosmos: el reposo de la eternidad del espacio en el seno de un paréntesis vaciado de tiempo.

Entonces, tras ese dolor, tan sólo me bastó flectar las rodillas, alargar un brazo y tocar y coger el o los objetos contra los que había chocado. Pero mis ojos se hincharon de pavor ante la infinidad de huesos que extraía cada vez que hundía y levantaba mi mano. Huesos de innumerables formas y tamaños; huesos indeterminados y marfilescos, cada uno matizado con vetas de colores rojizos, rosáceos, verdosos; huesos perfumados por la sangre plateada de los olivos. Más que un cementerio subterráneo, estaba sobre un acantilado de huesos sin sepultura o sin necesidad de sepultura. Huesos confrontados a mis huesos, huesos acunados por mis manos. Durante esos minutos, todo el silencio del universo parecía abrazar al mundo, como en otro tiempo el fervor y el espíritu de la carne abrazó a esos huesos. Tuve la certeza de que yo me encontraba allí para presenciar o ser testigo del testimonio del propio azar: de un enigma del enigma, basado en esa impensada colisión que unía y separaba mis huesos de esos huesos, mi vida de esas muertes, de esas vidas muertas llegando a insinuarse en mi vida. Y los huesos me parecieron piedras preciosas. Gemas intransables; constelaciones marinas o estelares, marinamente estelares, capaces de abrir el imposible acceso a un submundo o a un trasmundo a los cuales se enraizaría este mundo.

Desde ahí sólo pude retroceder.

Cuando volví a la ciudad, no quise hablar con el rabino. Tras un día de cansina y doliente caminata, retorné a la civilización. Durante el trayecto, deseé, con un brío cercano a lo incontrolable, volver a ver al anciano. Fue en vano. Sólo vi a su burro, nuevamente, al borde de la ciudad. Entonces, superando cualquier sentido del ridículo y de la vergüenza propia, le pregunté por él, por su amo, por su amigo. El burro me ignoró, como tenía que ser. Pero tras un segundo, levantó su grisácea cabeza y pude notar la mirada vacía del animal, vacía y sabia a la vez, profunda y mística, como el tapiza del universo. Entonces -no sé muy bien cómo- rescaté de mi memoria una escena olvidada por décadas, una escena que, durante toda mi infancia, representó la ilustración más concreta de la tristeza: la imagen de mi padre y mi madre, en plena mesa familiar, llorando a causa de un mar de niños asesinados. Luego de ese día, mis padres jamás volverían a hablar de tales niños. Y esa fue la única ocasión en que mis hermanos y yo los vimos llorar. Lloraban por muchos, por muchísimos niños muertos, un mar de niños asesinados. Niños como éramos mis hermanos y yo, en ese tiempo; niños sin tiempo, hoy día. Quizás por eso el burro no habló y el anciano no se encontraba allí: porque así tenía que ser. Tiene que ser así: los niños elevando su sonrisa al cielo, dejando sus huesos en la tierra, para reposar, fecundamente alados, para dormir entre los cristales de estrellas prontos a ser roseados sobre los cabellos de la arena y la agitación de los mares. Porque los fantasmas no necesitan existir: los acunamos en nuestras manos, como a nosotros habrán de acunarnos nuestros hijos.

Recuerdo que durante mis primeros años de infancia decían que el lugar donde ocurrió una catástrofe se llamaba Getze o algo así. Quizás tenga que ver con esta Riviera turística en la cual me encuentro ahora, cuyo nombre es Getzsheim, lugar tan similar, según algunos dicen, a nuestras Américas. Como si ambas, Getzsheim y Las Américas, hermanadas en milenarias raíces, aún guardaran el sufrimiento de sus catástrofes unido a las alegrías que les fueron quebradas en cada hueso insepulto. Tal vez los fantasmas no sólo sean el testimonio los testigos de aquellas catástrofes, sino, sobre todo, el testimonio vivo de lo indestructible, de un espíritu infinito e invencible que continúa respirando en cada hueso martirizado. Y desde esta misma habitación del hotel que pronto abandonaré, me encuentro tentado a volver a creer en los fantasmas. Porque los fantasmas, pese no necesitarlo, sí existen: existen porque nosotros los necesitamos.

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