La Noche Vieja y el Año Nuevo han de estar separadas tan sólo por un instante de distancia. Pero en realidad, esa distancia no es tal, pues -ya según Aristóteles- el tiempo no es más que la medida dentro de la continuidad del cambio. Como sea, tras la cuenta regresiva, mientras resuena el estruendo de los corchos y fuegos artificiales, y en medio de una avalancha de abrazos y de buenos deseos ocurridos al calor del encuentro de mejillas, pareciera como si algo nuevo se abriera dentro de la ciclicidad del tiempo. Como si con la fiesta se volviera a manifestar una temporalidad infatigable, la cual buscara sacudirse de la moderna linealidad a la que ha sido sometida. Porque pensar la experiencia temporal del Año Nuevo nada tiene que ver con simple síntesis espiral entre la linealidad y la circularidad (esa figura hegeliana que, dentro de su afán totalizante, tan bien ilustra el movimiento de la superación dialéctica). Más bien, el paso de la Noche Vieja a la Año Nuevo se trata de una manera de vivir que no se ajusta con ningún tiempo y, así y todo, aún se encuentra capturada por el ritmo del capital.
