Manuel Quaranta / Discurso de la victimización

Filosofía, Política

El siguiente ensayo introduce algunos aspectos de lo que denomino discurso de la victimización. Teniendo en cuenta su carácter introductorio el lector deberá comprender que las interpretaciones vertidas adquieren el status de una tentativa, de un tanteo siempre pasible de ser revisado o reinterpretado. Una versión preliminar de este texto fue expuesta en el XIX Congreso Nacional de Filosofía (AFRA), realizado en diciembre del 2019 en  la ciudad de Mar del Plata.

I

Una mujer espera el colectivo (sin duda luego de una extenuante jornada laboral), se la nota incómoda, inquieta, agobiada. Delante de ella, quien la precede en la fila, está siendo interrogado para un canal de Youtube acerca del ajuste, los tarifazos, el desempleo. Corre el año 2018. 17 de abril. Se estaba terminando de gestar o de consolidar el desastre. Las respuestas del interrogado son más o menos las que podría dar cualquier trabajador de la zona sur del Conurbano Bonaerense. Cuenta sus penurias, sus privaciones, sus carencias, aunque las sobrelleva con dignidad. La mini entrevista concluye, como cada una de las entrevistas que viene haciendo ese mismo periodista-militante desde hace dos años, con la pregunta de rigor: si las elecciones fuesen mañana, ¿a quién votarías? Al entrevistado se le ofrecen cuatro nombres, nombres propios ante los cuales vacila, sonríe, no sabe, no contesta. La mujer, a todo esto, sigue con un hartazgo manifiesto el intercambio, lo sigue porque quiere opinar, porque quiere demostrar su desprecio, se muerde la lengua frente a la pronunciación de los apellidos, hasta que no se aguanta: “Voy a vomitar, señor, si sigue haciendo la nota”. El periodista “popular” decide ignorarla. Hace como que no la ve, hace como que no la escucha. El entrevistado mientras tanto trata de explicar que no son sus candidatos, que él es de izquierda, que le gusta el FIT, habla de Myriam Bregman, de Nicolás del Caño; la mujer, en segundo plano, gesticula, bufa, gruñe, necesita compartir su fastidio con alguien. No lo consigue con su compañero de fila, el de atrás, quien aparenta haber llegado recientemente de otro planeta. Al final, entre la insistencia del periodista (con su ridículo: “no vale decir ninguno”) y la demora del entrevistado, ella aprovecha la oportunidad y mete su bocadillo: “A nadie señor, porque lo van a achurar”. 

O sea. Una mujer irritada por la situación general del país y seguramente con el devenir de su propia vida (es, presumiblemente, una de las “perdedoras” de “la década ganada”), para articular su indisimulable malestar utiliza, frente a una cámara de televisión, dos palabras de fuerte contenido simbólico, dos verbos extremos: vomitar y achurar. Ambos exponen acciones violentas. La primera involuntaria, refleja, automática, responde a un proceso independiente de nuestros deseos, de nuestras ganas, vomitar es una reacción adversa a un acto previo (salvo en los casos de los trastornos alimenticios). La segunda es voluntaria, premeditada (salvo en algún caso de emoción violenta), feroz, aunque debido a la construcción sintáctica de la frase, se convierte en una cláusula pasiva: ser achurado.

Pregunto, ¿por qué utilizar semejantes expresiones? Por razones técnicas postergo el análisis del vocablo vomitar para centrarme en achurar. La elección de esa palabra no puede ser gratuita. No es un término que pertenece al repertorio de palabras de uso común y corriente (salvo en el caso de un carnicero). No es cualquier palabra. Ninguna palabra es cualquier palabra, y menos esa. La mujer podría haber dicho, sin concederle un milímetro a su intenso malestar, nos van a robar, nos van a matar, nos van a liquidar, sin embargo dijo: nos van a achurar. El término, según el diccionario de la RAE, significa “herir o matar a tajos a una persona o animal”, y comparte el campo semántico con palabras como carne y sacrificio, palabras relacionadas a la cuestión de la víctima, que por extensión se relaciona con un tema que, desde hace tiempo, me desvela: el discurso de la victimización.

Sabemos cabalmente que el fracaso se inscribe en el horizonte de cualquier exégesis, no obstante esto, acepto el desafío con respecto a la mujer del video. Ella quiso decir algo así: cualquier elección te hará sufrir, elijas quien elijas padecerás tus elecciones. Justamente (dejando de lado connotaciones sartreanas), el estatuto de víctima está ligado al sufrimiento, al sufrimiento del cuerpo, al dolor, al trauma producido por el tormento; achurar supone abrir un cuerpo y despojarlo de sus vísceras, es decir, achurar supone vaciar un cuerpo, supone un cuerpo vacío, vaciado, violentado, la carne a la vista, la llaga humana, la huella inadmisible. En este marco de sentido, resulta apropiada la conjetura de Jean Amery (ensayista austríaco que sobrevivió al más famoso campo de concentración y exterminio), quien define a la víctima como la “transformación de un ser humano en carne”.

II

El mundo actual da la impresión de haberse convertido en un mundo de víctimas. Reales, concretas, imaginarias, potenciales. La amenaza parece inminente. Los peligros acechan. El miedo se democratiza. Tal vez a raíz de esta fragilidad, en la esfera pública y privada predominen los discursos de la victimización, discursos que parasitan las oscuras “ventajas” de la condición de víctima. Necesito aclarar que esta clase de discursos no es patrimonio de un individuo particular, de una persona, de un hombre X, de una mujer Y, de un ser humano Z, sino que circulan socialmente y van moldeando una nueva subjetividad, una nueva percepción, un nuevo sentido común que conquista, atraviesa y modela las vidas de los miembros de una sociedad. 

Lo que en este trabajo me permito examinar es un pasaje, un cambio de eje, un relevo, la pérdida de la preponderancia social de la condición efectiva de víctima en favor de una creciente hegemonía del discurso de la victimización. 

Revisemos, antes de comenzar, el concepto víctima: el origen del concepto contemporáneo remite a delitos perpetrados por el Estado, delitos calificados de lesa humanidad (en principio, del genocidio nazi en adelante). Una de las características fundantes del concepto es el sufrimiento, la víctima se constituye como un cuerpo sufriente, dañado, un cuerpo dolorido, perseguido por un trauma, la víctima es alguien en cuyo cuerpo se inscribió la marca de una violencia. Digamos, ser víctima significa estar marcado/a. De allí que entre los valores centrales del concepto subyace el de la excepcionalidad: a la experiencia de la víctima se le reconoce una singularidad, le sucedió algo inédito, terriblemente inédito, algo que no le sucedió al resto. Así, la víctima queda en un borde, en el borde mismo de la sociedad. Esa precisamente es otra marca, una señal, su cruz. A partir de esta trágica excepcionalidad surge el interés por su testimonio, por la escucha. La víctima tiene algo trascendente para transmitir: lo inenarrable, lo inefable, lo increíble; pero ¿cómo decir lo indecible?, la pregunta complejiza la relación memoria-verdad, al tiempo que resucita el viejo problema de la representación. Un problema estético concomitante a un problema ético: ¿cómo representar (el horror)? Dentro de esta problemática, en el discurso de la víctima sobreviviente se llega a la paradoja de que vale su testimonio por lo que falta, por lo que de él falla. En este sentido, resulta inaceptable objetar el testimonio de la víctima, de la palabra de la víctima no se duda ni se debe dudar, su palabra basta para satisfacer cualquier criterio de verdad. Por último, una cuestión elemental, la responsabilidad: debemos abstenernos de responsabilizar a la víctima de su padecimiento. Sería un nuevo ultraje, un doble castigo.

III

Se viene instalado con vigor un sentido común, destilado por los medios de comunicación (acá la grieta nacional se disuelve), que homologa ciudadanos y víctimas (reales o imaginarias): somos víctimas de políticos corruptos, de sindicalistas inescrupulosos, de pobres que viven (y gozan, sobre todo gozan) a expensas de nuestros esfuerzos, de delincuentes que nos matan, de extranjeros que ocupan nuestros puestos trabajo, de empresarios estafadores, de multinacionales monopólicas, de periodistas fanáticos. Siempre en el medio, nosotros, el ciudadano/a de clase media (en números redondos, según estadísticas de autopercepción de clase, el 80% de la población argentina), se encuentra amenazado desde todos los frentes. Estas múltiples amenazas, siguiendo la metáfora culinaria, son los ingredientes básicos del caldo donde se cocina el discurso de la victimización.

Un discurso de la victimización que sería impensable sin el apuntalamiento de los nuevos canales de comunicación, las redes sociales, los espacios virtuales en donde se alienta la participación de “la gente”. Una cuestión importante radica en que en el discurso de la victimización (a diferencia del de la víctima; distinción por demás de espinosa) no se detecta con facilidad el trauma real, el sufrimiento, la huella de una violencia (en principio, el discurso de la victimización lo hablarían las víctimas potenciales o imaginarias, o sea, quienes no son víctimas pero perciben que están a un paso de serlo).

Esta clase de discurso explotaría para intensificar su circulación el status de verdad otorgado al discurso de la víctima. Presentarse como víctima (aunque más no fuese potencial) implica estar diciendo la verdad y por ende eludir cualquier posible cuestionamiento. Mediante esta torsión se sortearían entonces las múltiples responsabilidades atinentes a nuestro rol de ciudadanos, una irresponsabilidad que acarrearía en su fase extrema, poniéndonos kantianos, un regreso a la minoría de edad, período en el que por “cobardía o pereza” la responsabilidad siempre recaía sobre otro. Asimismo, observo un desplazamiento del testimonio (propio de la víctima) a la queja, el reclamo, la indignación. Un tono quejumbroso tiñe la vida cotidiana de las personas. En la parada de colectivo, en el almacén, en la carnicería. Una indignación permanente ante una realidad amenazante, rebelde, una realidad que se resiste a amoldarse a nuestros deseos, una realidad empeñada en fastidiarnos. En ese sentido, el ideal que subyace en el discurso de la victimización parecería ser un mundo de paz y tranquilidad, un mundo sin violencia ni sobresaltos, sin amenazas ni peligros, un ideal, si se me permite el término, prefreudiano, ideal que viene de la mano de un olvido sintomático: vivimos en sociedad, con sus miserias y sus contradicciones, es decir, somos parte de un conjunto en donde el encuentro con el otro (inevitable, mal que le pese al ideal), imprevisible, incalculable, contingente, dista de ser aséptico y sin padecimientos. Quizás lo explica mejor Elizabeth Roudinesko conversando con Jacques Derrida: “Me parece que nunca se terminará con la pulsión de destrucción porque, lo subraya Freud, es inherente al hombre [y a la mujer]. Por cierto, se requieren interdicciones, sin las cuales ninguna sociedad es posible. Pero, al mismo tiempo que se lucha contra las violencias, hay que saber que nunca se terminará con ella”. 

Ese olvido, familiar directo del tándem indignación–queja, condena a la ineficacia social al discurso de la victimización.

IV

Recuerdo un personaje insólito de Diego Capusotto, el personaje de un indignado crónico, un hombre que frente a cualquier circunstancia (“las ramas se pueden caer”, “la calle está rota”, “el quiosco hace fotocopias”) expresa su indagación con ese tono tan típico del vecino ofuscado frente a las cámaras de televisión que reclama “nadie hace nada” (contracara de la fórmula periodística: “Nosotros los boludos”, especialmente nosotros “los boludos que pagamos los impuestos”, aggiornada a nuestros días bajo el slogan nosotros “los boludos que hacemos la cuarentena”). Indignación que a medida que se exacerba se va volviendo incoherente; su discurso, en un punto crítico, ya no logra hacer sentido; el personaje dice, literalmente, cualquier cosa. Recién en el final del sketch comprenderemos que la condición sine qua non de su carácter quejoso era la presencia de los medios de comunicación. Por eso, la voz en off de Pedro Saborido advierte: “no perdió la oportunidad de convocar a las cámaras primero, buscando de qué indignarse después”.

Existe entonces una comunión entre queja–indignación y medios, incluidas, por supuesto, las redes sociales, que, como una plataforma al alcance de las mayorías, se ponen al servicio de la rabia, la irritación, ¿la saña? Sirven, y en ese gesto servicial, exacerban, excitan. De todas maneras, esta faceta del discurso de la victimización no nació ayer, en el libro La cultura de la queja (1992), Robert Hughes, con los reparos propios del caso, golpea donde más nos duele: “El omnipresente recurso al victimismo culmina la tradicionalmente tan apreciada cultura americana de la terapéutica. Parecer fuerte puede ocultar simplemente un tambaleante andamiaje de ‘negación de la evidencia’, mientras que ser vulnerable es ser invencible. […] De ésta y muchas otras maneras acabamos por crear una infantilizada cultura de la queja, en la que papaíto siempre tiene la culpa y en la que la expansión de los derechos se realiza sin la contrapartida de la otra mitad de lo que constituye la condición de ciudadano: la aceptación de los deberes y las obligaciones. Ser infantil es una manera regresiva de enfrentarse a la tensión de la cultura social: No la toméis conmigo, soy vulnerable”.

Más contemporáneo, el impertérrito Byung Chul Han, en Psicopolítica (2014), actualiza al panorama: “El neoliberalismo convierte al ciudadano en consumidor. La libertad del ciudadano cede ante la pasividad del consumidor. El votante, en cuanto consumidor, no tiene un interés real por la política, por la configuración activa de la comunidad. No está dispuesto ni capacitado para la acción política común. Solo reacciona de forma pasiva a la política, refunfuñando y quejándose, igual que el consumidor ante las mercancías y los servicios que le desagradan”. Y en la misma línea, Agustín Valle, en su artículo “Si nada me conmueve”, perteneciente a la compilación Linchamientos (2014), escribe: “Como señalaba Lewkowicz, el ciudadano –soporte subjetivo del Estado Nación– tenía derechos y obligaciones; el consumidor, en cambio –soporte subjetivo de la era del mercado y el Estado posnacional–, tiene sólo derechos, aunque ninguna garantía. De ahí sus innatas características de quejoso, demandón y, también, miedoso” (del tema también se ocupa Beatriz Sarlo en el capítulo “Un sueño insomne”, incluido en Escenas de la vida posmoderna de 1994).

Finalmente, en Crítica de la víctima (2014), libro imprescindible y del cual nace mi interés por este tema, el filósofo italiano Daniele Giglioli, cita El yo mínimo, de Christopher Lasch: “Al mismo tiempo supervivientes y víctimas, o víctimas potenciales […] La herida más profunda causada por la victimización es precisamente esta: que acabamos afrontando la vida no como sujetos éticos activos, sino solo como víctimas pasivas, y la protesta política degenera entonces en un lloriqueo de autoconmiseración”.

V

¿Responsables o no responsables? Esa es la cuestión. Por un lado, y resumiendo la postura, el manual de neoliberalismo básico reza que somos responsables de nuestros fracasos, de nuestra pobreza, de nuestros padecimientos puesto que no fuimos capaces de adaptarnos a un mundo competitivo en donde triunfa siempre el más apto; la mano invisible del mercado ha señalado al ganador; por otro, y simultáneamente (como Jano, el Dios bifronte) se crea la fantasía de que somos individuos sin responsabilidades civiles, sociales, políticas, ecológicas, como si nuestras acciones fuesen inocuas y no  repercutieran en el prójimo o en el planeta.

Analicemos brevemente tres pasajes de películas que pueden iluminar el asunto.

En Train to Busan (2016), en medio de una invasión zombie, el protagonista del film, un joven y exitoso empresario coreano recibe, mientras viaja en tren para salvar a su hija, una llamada en la que se produce la siguiente conversación: “Somos los que empezamos esto”, dice su empleado, atacado por los nervios, “¡nuestra planta comenzó todo esto!”; y enseguida, desesperado, “por favor dígame…que esto no es nuestra culpa. Nosotros sólo hacíamos nuestro trabajo, ¿cierto?… ¿Es esto culpa mía?”; un segundo de silencio, el jefe reflexiona, y, magnánimo, lo redime, “no es tu culpa”.

En Loi du marché (2015), una antigua empleada de supermercado es acusada de robar unos cupones de descuento; con esa justificación la echan después de treinta años de servicio (será una excusa de la gerencia para reducir costos). Entre tanto abatimiento y tristeza, la mujer se suicida. La noticia corre rápidamente en los pasillos del local, por eso la empresa convoca de urgencia a una reunión e invita al evento al director de RRHH, quien luego de introducir el tema y “aclarar” (tergiversar) algunas cuestiones sobre la vida privada de la ex empleada, le propone al resto del plantel: “Aquí, nadie debe sentirse responsable de nada”.

Por último, la memorable Caché (2005), quizás la mejor película de Michael Haneke, en la que un hombre pacífico, culto, de buen pasar y padre de familia, comienza a recibir unos siniestros videos que muestran el portal de su casa. ¿Quién, quién sería capaz de semejante acoso? El protagonista (Daniel Auteuil) lo ignora, no tiene enemigos, nunca se ha peleado con nadie. Sin embargo, ante los insistentes requerimientos de su esposa (Juliette Binoche), rememora una historia de su infancia, que incluye a un niño argelino llamado Majid, al que sus padres habían decidido adoptar, “…no sé por qué…Se sentían responsables”, y al que él, también niño, acusó falsamente, denuncia que provocó la expulsión del menor y el consecuente envió “a un hospital, o a un hogar para niños, no lo sé…”, anulándole así a su medio hermano la posibilidad de contar con las ventajas económicas y simbólicas gracias a las cuales el llegó a ser quien es. En esa misma conversación le dice a su esposa, “quizás fue una tragedia, no lo sé”, y agrega, “no me siento responsable de ello. ¿Por qué iba a hacerlo?”. Finalmente, luego de de enterarse del reciente suicidio de Majid, el protagonista se ve interpelado por su hijo, a quien le aclara, furioso, “nunca me harás tener mala conciencia porque la vida de tu padre fuera un fracaso. ¡Yo no soy el responsable!”.

(Evoquemos, a modo de digresión, la escena del bar en Vivre sa vie (1962), cuando Nana, la bella y trágica Nana, interpretada por Anna Karina, recita, en un primer plano inolvidable y hoy bastante polémico: “Yo creo que uno es siempre responsable de lo que hace. Y libre… Levanto la mano, soy responsable. Vuelvo la cabeza, soy responsable. Soy desgraciada, soy responsable. Fumo un cigarrillo, soy responsable. Cierro los ojos, soy responsable. Olvido que soy responsable, pero lo soy”).

VI

Las cuestiones acerca de las cuales hemos pretendido reflexionar en este recorrido son en extremo complejas y muchas veces nos instalan en aporías, contradicciones o dilemas que serán tratados en futuros escritos; por el momento, para cerrar, y dejando, claro, el debate abierto, recibo con beneplácito la sugerencia de Daniele Giglioli: “No nos apresuremos a contestar, no disipemos demasiado deprisa la desorientación que es deseable que generen consideraciones como estas. De las víctimas reales a las víctimas imaginarias, el trayecto es largo y accidentado. Que esta desorientación sea más bien nuestro piloto luminoso, por no decir incluso nuestra guía”.

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Imagen principal: Nicholas Crombach, Victim, 2016

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