Publicado el 8 de agosto en Antinomie
Bernard Stiegler nos deja, con sólo sesenta y ocho años.
Aquellos que lo conocieron recordarán su profunda humanidad, combinada con una sorprendente y viva inteligencia. Stiegler sabía cómo ir por la vida sin olvidar nunca la pregunta fundamental: ¿qué es lo que realmente hace que valga la pena vivir la vida? También había dado esta pregunta como título de uno de sus libros, convirtiéndola en una afirmación.
No tuvo miedo de afirmar. No tenía nada de esa falsa modestia típica de la posmodernidad. Creía en el ejercicio crítico del pensamiento y, me atrevo a decir, en la búsqueda de la verdad. Durante casi cuarenta años había tratado de pensar, de manera radical y sin estúpidos tics neoludistas, cómo manejar la “droga” tecnológica, la ambivalencia, tóxica y salvadora, de la tecnología y, en particular, de la web e Internet (que distinguió cuidadosamente). Creía en la posibilidad de un uso de la tecnología capaz de ir más allá de la entropía, más allá de la destrucción del valor de la economía de los datos, hacia una forma de conocimiento compartido, capaz de devolver el sentido a la vida en la tierra.
Stiegler, a través del ambicioso programa de una organología, luchó contra la estupidez funcional y la depresión a la que conduce un mundo, el de la economía de la red, que nos arrastra a cada uno de nosotros, cada uno aislado en una red anónima, hacia la mediocridad del hombre medio, ese sujeto sin rostro que sale de los algoritmos; un sujeto incapaz de excepción y, por tanto, de innovación. No hay ningún cambio, transformación, evolución, nuevos significados si no es a partir de las excepciones, de las singularidades, de lo que hace que cada regla, cada predicción, cada cálculo se convierta en una crisis.
Stiegler creía en el poder de lo imposible y lo inesperado en un mundo donde todo debe ser predecible y posible. Podía escuchar. Creía en la atención como una forma de pensamiento. Era un hombre curioso y sensible; yo diría que dulce.
Los grandes datos, seguramente, ya están procesando su muerte. Nos queda el legado de un pensamiento y la memoria de una persona llena de vida.
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Fuente: Antinomie.it