Aldo Bombardiere Castro / Exactitud

Filosofía

– ¿Exactitud?

– Sí, exactamente: exactitud.

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Impulsada por un irrefrenable principio de exactitud, la implementación técnica de la modernidad logra materializar el mundo a propia imagen y semejanza del sujeto que lo habita. De ahí que no resulte extraño el impulso mismo: borrar la extrañeza, suprimir la conmoción, pronosticar y dominar cualquier evento que ponga en riesgo el programa de la técnica; en suma, consumar el propio deseo de dominio en aquello que, en un solo y mismo acto, está siendo conocido-dominado.

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En ciencias de la ingeniería se suele hacer una diferencia entre exactitud y precisión. Mientras la precisión apela a minimizar el rango de error del instrumento de medición y recolección de datos, la exactitud apela a reducir el rango de error de la magnitud del valor real mismo. En ese sentido, la exacto contiene un rango de error, una suerte de inexactitud originaria, pero la cual queda rápidamente encubierta por el éxito de la investigación: el resultado de la investigación y su consumación técnica ensombrecen toda incertidumbre, envolviéndola de negatividad. Incertidumbre que, por cierto, sigue estando allí. Por lo mismo, podríamos decir que el rumbo hiperproductivo que tomó la ciencia moderna gracias al afán de aplicabilidad técnica se torna presa de su propia obsesión. Por un lado, en la cuantificación de un mundo codificado a partir de lo exclusivamente datable y, por otro lado, el éxito de la concreción de su programa -lo planificado, lo previsto, la confirmación proyectiva de lo hipotetizado- no hace más que reducir el mundo a una imagen: a la imagen y semejanza de lo mensurable y de lo utilizable por el hombre. El hombre como la medida de todas las cosas, el mundo entendido como la construcción de la casa que -desde siempre- calza con el habitar humano: el hombre sólo puede reconocer aquello que él mismo ha puesto allí.

Este problema antropocéntrico se evidencia con nitidez desde Kant. Pero, en un gesto de reacción al espanto, durante gran parte de la modernidad ha buscado conjurarse: he ahí el predominio de la epistemología en el orden de la metafísica moderna (desde la lectura epistemológica de Kant, hecha por la escuela neokantiana, hasta la imposición de la tecnología virtual de hoy). Un conocer que sólo van en búsqueda de lo exacto, incluso siendo capaz de retocar la naturaleza del instrumento de medición (¿qué otra cosa son los algoritmos sino esa adaptación del instrumento del conocimiento a los datos que brinda el objeto que se busca conocer-predecir? La modernidad huye de lo Otro: sólo le ha de interesar (y la palabra interés no es una casualidad aquí) en la medida que pudiese racionalizarlo teóricamente: datificarlo, codificarlo para, en una dimensión primeramente esquemática y luego real, controlarlo.

La ironía de este proceso -y también su, nuestra tragedia- reside en un movimiento demencial -¿e impronosticable?-: la modernidad pasa desde la idea de límite, donde sólo se puede conocer lo cognoscible dado a la experiencia posible, hacia una explotación y devastación éticamente ilimitada, tanto de los cuerpos vivientes como de la naturaleza y su diversidad

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¿Cuánto de la potencia del lenguaje hemos amputado bajo la promesa de la exactitud? ¿Cuántas palabras hemos dejado de invocar e inventar paralizados por el miedo a la pérdida, al extravío, a pensar imaginalmente al borde de lo posible/imposible? ¿Cuántas palabras hemos retenido y asfixiado en el tic de nuestra palma cerrada, buscando hacer de aquella una compañía permanente o, mejor dicho, la supresión de todo riesgo de abandono, la eternización de su presencia? Porque hemos inventado el diccionario, la referencia y el significado, porque seguimos haciendo de la representación una presencia más poderosa que la vida, es por eso que las humanidades son herederas de la exactitud.

¿Cuánto de la potencia del lenguaje hemos sacrificado en pos de restituir el orden -aquel orden que, performativamente, ordena- o el sagrado orden de las razones -aquel otro o mismo orden que, disciplinarmente, también ordena? La univocidad de una lógica que suprima la ambigüedad del lenguaje natural, el deseo de aproximarse al significado exacto de un mensaje pero ignorando el mismo trayecto aproximatorio, la hermenéutica, de tal intento; la respuesta de cuerpos dóciles, cuyas reacciones remiten a palabras que sólo cumplen la función de estímulos; tales dispositivos de mecanización moderna han fundado nuestro horizonte como encadenado a este mundo. De ahí que todo proyecto sea visto a la luz del pronóstico. De ahí, también, que las palabras, al precarizarse a su significado referencial o a lo dictado por el diccionario, han sido sacralizadas en la pureza teológica de lo civilizatorio. Desde una episteme de lo mensurable hasta una gestión de lo gubernamental que disminuye la vida a su mera bio, pareciera que la pretensión matemática anclada en el origen de la primera modernidad (Descartes y Galileo, principalmente), yace coronada en esta última modernidad o posmodernidad.

Sin embargo, debemos reparara en algo, debemos sospechar. Si bien la primera modernidad se obstinó en asentar los cimientos capaces de sostener al edificio del conocimiento, quizás las nociones matemáticas de claridad y distinción introducidas por Descartes no necesariamente impliquen (esto es, no necesariamente determinen) la ambición de conquista del mundo. No podemos asegurar que haya un telos inherente al ego cogito que lo consume o destine a constituirse en un ego conquiro. De hecho, tal lectura sería afín con la restitución de la metafísica antigua y medieval en pleno corazón de la historia moderna, tal cual la metafísica moderna, con su petulancia superatoria, no se opondría a rechazar del todo. Así, tal vez el problema no se trate tanto de las nociones matemáticas de la autoevidencia, la claridad y distinción, aplicadas a nivel fenoménico, sino de su asimilación y colonización por una episteme de la exactitud. He ahí, más bien, donde el ego cogito le ha de ser funcional (histórica y contingentemente funcional) al ego conquiro: en su ansiedad de escapar al solipsismo el ego cogito es arrebatado por el ego conquiro, quien le promete un mundo-a-la-mano, representado a imagen y semejanza del poder colonial eurocéntrico (Dussel).

Sólo con la previa introducción del principio matemático de la exactitud (y no de las nociones, también matemáticas, de la claridad y distinción) se logra una connotación fuerte y totalizante del concepto de representación. Dicha representación operará sobre el mundo, reduciéndolo a un planeta, erradicando su porosidad y aplanando la aspereza de su superficie tocable-intocable, para concebirlo como la homogeneización cartográfica de lo mensurable en cuanto completamente visible. Para devastar al mundo, primero habrá que conocerlo. De ahí que Nietzsche, desde su contexto decimonónico, insinuará sin señalar, insinuará alegóricamente, insinuará sin indicar -pero a la vez manteniendo el dedo índice recto, como si se tratara de una denuncia- el carácter impúdico de la ciencia: la verdad es una mujer. Y resulta impúdico pretender (desear) verla desnuda.

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La estructura representacional que se despliega desde el Siglo XVII, ya no valorará el elemento de la semejanza, el cual tendía a mantener un mínimo espacio de indeterminación. En efecto, gracias a la sustitución de la exactitud por la semejanza, se suprime la conciencia de distancia que separa la representación de lo representado: la exactitud conjura ese último espacio de diferencia -y de posibilidad- que otorgaba la semejanza. Un trabajo de conjuro, un hechizo. Eso es lo que está a la base de la técnica moderna: dilapidar el último residuo de heterogeneidad y vibración, ya en estado decadente, en la noción de semejanza.

Pero la vida y los cuerpos siempre revelan su multiplicidad. Una revelación que es, inexactamente, una rebelión.

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¿Qué hay de cuándo se pregunta -como aquí lo hemos hecho- por el cuánto: cuánta potencia ha perdido el lenguaje? O sea: ¿cuánta potencia, exactamente, ha perdido el lenguaje? ¿Acaso no existe, en el mismo lugar en el que escribo y ustedes leen, un espectro de exactitud atravesando y uniendo los niveles del enunciado y de la comunicación, de la semántica e incluso de la pragmática? Y deser así, ¿de qué tipo de exactitud, exacta o no exactamente, estaríamos hablando? ¿Quizás de una precisión? ¿Quizás de una potencia de diferenciación?

Una autocrítica. Al destacar el uso de la noción de exactitud concebida a partir del quanta por sobre el qualia, de la magnitud por sobre la cualidad, nos olvidamos que la misma exactitud puede ser pensada como cualidad. Así, una posible pregunta fenomenológica-crítica sería: ¿cómo se me ha de presentar la re-presentación de lo exacto, o la experiencia de un objeto exacto, o de la misma y exacta experiencia al momento que pienso en ella? O, ¿acaso no sería esto una especie de tautología más, la parodia que repite el moderno problema de la autoafección? Puede ser. Pero no deja de ser cierto que la visión opuesta, es decir, la que remite a una lógica de la exactitud leída en tanto quanta y no como qualia, reproduce el mismo gesto despótico y unidimensional de la modernidad.

Al parecer, somos hijxs de la modernidad. Lo cual tampoco es exactamente una condena, aunque sí lo represente.

Imagen principal: Yuri Laptev, El mundo en una gota de agua.


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