Federico Ferrari / La imagen, el niño

Estética, Filosofía

Fuente: Antinomie.it

El niño baila, da vueltas, no puede parar. Por otro lado, ¿por qué parar si puedes seguir girando, si el movimiento se te sube a la cabeza? ¿Por qué debería detenerme, si ya no soy yo quien gira, sino que es la habitación, el mundo, el que gira a mi alrededor?

El niño sabe que es observado y ser visto da alegría, tanto como ser visto, tanto como darse a ver. La niña actúa, pero su actuación no tiene distancia: está toda dentro de su papel, toda fuera de sí misma, fuera del centro de gravedad de su identidad. Al igual que la imagen que no tiene interioridad pero es completamente visible, el bebé también está completamente expuesto en su superficie luminosa. El infante es el lugar de la imagen, es su apertura, es el instante en que la imagen infantil (sin palabras) se desprende del mundo para convertirse en otro, otro mundo, mundo al cuadrado.

La imagen del niño no miente. Conmueve porque está despojada de toda pretensión, porque toca la vida misma, la emoción sin sentido que cada uno de nosotros ha sentido y que volvemos a encontrar, cada vez, como si acabara de ser sentida y reapareciera, de repente, en el propio niño atrapado por la imagen, en ese niño que ya no soy y que, sin embargo, es idéntico a mí. Todo sigue ahí en esa vida temprana y en la imagen que, para siempre, mantiene viva esa emoción inicial. Todo sigue ahí en ese niño cuyo presente, pasado y futuro conozco.

El infante no mira la imagen, no se conmueve al verla; el infante es la imagen, es su génesis infinita, precisamente porque no la ve plenamente, la imagen, no sabe que toda imagen es un comienzo, un destino. Y tal vez no lo sepa porque el niño sabe que es, él, un principio, un principio que puede empezar continuamente y volver a empezar sin cesar a girar en torno a sí mismo, a hacer girar su propia vida y a hacer girar el mundo, a hacer que no sea él quien tenga que seguir los movimientos del mundo, sino que sea el mundo el que gire en torno a él. Simultáneamente dentro y fuera de la imagen está la vida infantil.

Del mismo modo, la imagen -si se sabe entrar en su ritmo arremolinado- nos saca del continuo del tiempo y nos devuelve al comienzo de una nueva vida. Esta es la magia que contiene cada imagen: la posibilidad de volver a empezar siempre, incluso cuando todo parece previsible y predecible, incluso cuando todas las historias ya han sido contadas, todas las imágenes ya realizadas. La imagen es la puerta de entrada a la eternidad de un tiempo que está siempre en instancia, siempre en su momento inicial, siempre infantil. La eternidad de la imagen es su capacidad de reabrir el instante a su propio comienzo, a su propio poder inaugural.

La imagen es este desprendimiento del mundo de sí mismo, esta multiplicación del mundo, este vórtice sin fin, este alegre giro del mundo sobre su propio centro de gravedad invisible.

Imagen principal: Asako Shimazaki, Dancing Girls, Tenderloin, San Francisco, 1989


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