Levedad. La luna se refleja, ondulante, sobre la respiración del mar. La oscilación de su destello es el único brillo que atraviesa la noche. Más acá, en la aspereza del mundo, la ciudad extiende su bostezo. A lo lejos, las gargantas de los pájaros recitan virtuosismos en éxtasis. La luna y las aves parecen danzar sobre un único misterio: ¿Cuál? ¿Cuál? En la danza que juegan la imagen y los cánticos, y como si de un enigmático ritual se tratase, la escena nos invita a fantasear con un cierto orden tonal y total, nos seduce a soñar con una voz integradora de disonancias y capaz de modular la impronunciable presencia de un principio superior. ¿Cómo ha de ser posible esa armonía de fondo en el curso de esta bifurcación de sucesos y de excesos? ¿Cómo han de resultar entretejidos el destello de la luna marina con el poseso silbido del ruiseñor al seno de una única experiencia? ¿Qué o quién ha de abrir y tender la mano para que el ojo pueda dibujar el canto recitado en la profundidad del oído? Quizás sólo se trata de esto: de la com-unidad de las formas, de una esencial topología con que los entes expresan su ser. Sí. Milenios antes de concebir el apriorismo sintético entre el concepto y la intuición, participamos en una fascinante y fantasmática com-unidad inmanente a la vida. ¿Participamos? ¿Quiénes? ¿Cuál conjunto de primeras personas participamos en dicha com-unidad sin nombre? Participación común de la vida en la vida, physis expansiva de la física más allá de cualquier mecanicismo, proliferación de especies sujetas a géneros increados y eternos en su organicidad; Kósmos liberado de su arché cuyo orden nunca nos será simplemente caótico ni plenamente determinado. Al fin, el ser siempre se ha dicho de muchas maneras.
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Cuando Aristóteles levantó la cabeza, sus narices se alegraron de volver a respirar aire puro. Debía lavar la ebriedad provocada por un banquete ya extinto. Pero, con la mirada aún perdida en el firmamento, tembló por el terrorífico extrañamiento que acompaña el espectáculo del asombro: supo que la luna no tenía por qué estar allí; supo que él tampoco tenía por qué estar ahí; y, finalmente, sintió que la fragilidad de la vida, que la falta de necesidad de la existencia, que la vulnerabilidad de su propio ser, pese a todo, seguía irradiando un inmortal resplandor, un rayo de perplejidad capaz de atravesar el Universo y digno de ser comunicado a todos los hombres de todos los lugares y de todos los siglos. Se trataba de la incapturable vibración de un reflejo marino y del oceánico delirio que cantan las aves.
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Dispuesto a extender el brillo de las alas y el placer de accidentales deseos, participando en las estrellas o hundido en las concavidades de un pozo, el filósofo nunca deja de habitar aquel pensamiento que lo piensa.

