Al poema obrero.
En un concitado libro, El desacuerdo de Jacques Rancière (1996), tiene lugar una escena de escenas que nos permite escrutar las aporías de la política moderna. Aquí encontramos un momento paradigmático que quizá ilumine nuestro presente. La secuencia reza así:
En 1832 el revolucionario Aguste Blanqui era procesado. Al comparecer ante el presidente del tribunal, este le preguntó por su profesión: Blanqui respondió Proletario. Ante lo cual el Juez replicó de inmediato: esa no es una profesión. A lo cual Blanqui volvió a insistir: es la profesión de 30 millones de franceses que viven de su trabajo y que están privados de derechos políticos. Luego de transcurrido este episodio el Juez acepta que el escribano tome nota de esta nueva profesión.
La erótica que hay en este episodio histórico nos permite escrutar la singularidad del discurso político. Una primera forma de interrogar tal cuestión nos lleva a interrogar el decisionismo que hay tras la persistencia de Blanqui, a saber, quien se erige en nombre de la «humanidad toda», deviene en un particular que muestra la potencia universal. No se trata de un hiato que la representación pueda copar sin más, aquí las cosas van mucho más lejos. Pretender ser, la voz de los sin voz, no involucra un derecho delegado que agota la presencia de un tercero en una identidad plena, sinoun agenciamiento infinito que viene a perturbar los límites de lo posible (realismo). Por ello, tras la ontología de este enunciado, se olvida la representación y tiene lugar una secuencia más bien solipsista. De otro modo, ¿por qué habría Blanqui de arrogarse, cuál custodio, el derecho a establecer los designios de una multitud innombrada? ¿Acaso es posible una representación popular y fronteriza bajo la articulación del todo o nada, desafiando el horizonte burgués?
En suma, cuando este forcejeo de inscripción tiene lugar se estrellan dos totalidades, la del Juez de mármol, que persiste en preservar un «régimen de repartos», y la derogación de Blanqui, él subversivo revolucionario, que mediante un enunciado viene a establecer una nueva cartografía de las diferencias. La radicalidad del Blanquismo salta a la vista cuando asesta un golpe a los estratos del orden y remece el “teatro de las representaciones”. En principio, ambos emplazamientos se niegan recíprocamente; lo que Blanqui quiere inscribir es lo que el Juez se resiste a ingresar en el diccionario de los nombres autorizados. Sin embargo, la ficción de estas recursividades consiste en olvidar que sin otredad (el otro de Blanqui, el otro del juez) no es posible este doble movimiento de la crítica. De un lado, descomponer el diagrama de lo existente es una navaja que lesiona el “hegemon” y, de otro, una voz crítica contra el régimen visual, abrirá nuevas intersecciones con el campo normativo.
La anécdota nos recuerda que la política es, también, un golpe a ciegas cuya imprevisibilidad no puede ser reducida al cálculo -y menos ceder a la vocación prosaica de algunos liberales de nuestra plaza. La política, podemos agregar, se desenvuelve en medio de un «arrojo afirmativo» (se afirma, se sostiene, echando por la borda todo contexto normativo). La apelación a un universal es un acto político par excellence. Una retórica afirmativa debe, necesariamente, enajenarse de sus condiciones materiales de producción, y padecer un extrañamiento temporal. Esto significa que un particular -potencia- se mimetiza con la totalidad cuando se adjudica la emancipación radical. De allí que esta escena de escenas pueda ser concebida como una ontología espectral de la política. Aquí se afirma un nombre que una vez confrontado consagra una alteridad que desestabiliza las palabras y las cosas.
Sin embargo, y pese a la «potencia igualitaria» de Blanqui, no podemos evadir el destino incierto de esta diferencia irrefrenable. Aunque nadie puede adivinar el futuro de una desestabilización, tras la insistencia de Blanqui entran en juego dos formas fundamentales para comprender la teoría política moderna, a saber, lo político como eclosión que desbarata y rearticula una economía de signos -representaciones y repartos simbólicos- y la política en su acepción normativa como el establecimiento de rutinas institucionales y policiales echando mano del propio lenguaje de Rancière.
Conviene poner de relieve aquello que entra en circulación, a saber, un «nombre» («proletariado») que logra ser inscrito al interior del órgano social. En tal inscripción se ejerce la violencia hermenéutica tanto desde la perspectiva de quien da el nombre como de quien está en la escucha (obligada) del mismo y debe soportar el peso de una fractura que desactiva la economía organizacional de los nombres.
Con todo, décadas más tarde, pese a la penetrante inclusión disruptiva, la noción abandonará su contenido subversivo -la institución fordista y el obrero masa- y quedará domiciliada en la empleabilidad del Estado del bienestar. Sin perjuicio de las «teorías del éxodo” la política, comprendida como politicidad, campos de fuerzas, o flujos, no podría escapar al momento de su oligarquización hegemónica.
Y así, la nueva voz comparecerá ante la categoría gestionada feudatariamente. En el futuro, la toma de palabra formará parte de un campo normativo en la división social del trabajo. Quiérase o no, y sin desconocer el imaginario de la resistencia que está en juego, dar el nombre es habilitar al proletariado como una institución en la máquinas de capitalización. Esto nos hace pensar que el destino distópico de toda política moderna consiste en sus efectos de normalización hegemónica. Entonces, cabría repensar cuando el «escribano» toma nota de la nueva profesión. Justo ahí, cuando el nombre deviene categoría ya no es posible cuestionar el momento de fuerza que hace posible su función disruptiva. En el futuro la anotación del escribano será menos el reconocimiento de la diferencia, que la reducción del conflicto a un campo de visibilidad. Amén de lo último, en la integración de un nombre estallidizado se altera una «comunidad de sentidos». Blanqui desplegó la herejía de un nombre que vino a perturbar el régimen visual de las generaciones, habilitando un sinfín de potencias populares que están debidamente inscritas en el petit siglo XIX.
Cabe saludar este hito fundamental, que vino a perturbar las tecnologías de la representación. El acometido fervoroso se cumplió obligando a recomponer una nueva geografía de las semejanzas.
Mauro Salazar J. Doctorado en Comunicación. Universidad de la Frontera.

