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La experiencia del insomnio es, en sí misma, la experiencia de la angustia ante el absurdo. En ella se expresa, como una mueca cruel y trémula, el desfondamiento de cualquier ilusión acerca de la armonía de la existencia y de su sentido. ¿Por qué? Porque el insomnio revela la peor de las tragedias, el más lacerante de los propios males. Al irredento sudor de esas noches, los insomnes flaquean: los hombres, quienes creen ser siempre hombres, dueños de sus pensamientos y gobernantes de sus acciones, siente cómo el vértigo de la nada perfora su pecho hasta vaciarlo por completo, hasta tornarlo un abismo. En efecto, la experiencia del insomnio pareciera, antes que constituir una experiencia límite, tensar y retorcerse sobre todos los límites. En la plaga de inmediatez que padece el insomne, el tiempo se manifiesta de modo contraído, como si hubiese suprimido su naturaleza sucesiva: no hay desesperación por el ayer ni por el mañana, sino por un inhabitable ahora que, lejos de cuajar en presente, aparece como límite y limitación. El caudal de pulsiones atormenta y asedia al insomne, llevándolo a enfrentarse consigo mismo: tal vez sólo en ese estado se pueda responder con total seriedad a la pregunta por el suicidio, aquella pregunta donde se juega el más mínimo sentido o sinsentido de la vida. Pues, cuando nos interpela, el insomnio apela a la contradicción de nuestra voluntad: mientras más queramos dormir, menos podremos hacerlo; mientras más esfuerzo pongamos en dormir, en abandonarnos, más lejos nos encontraremos del sueño, y más cerca de la culpa, de la locura, de la muerte. La serpiente se come la cola, los hombres se suicidan, los atormentados no pueden entregarse al descanso. En medio de esta batalla, sólo vale confiar en que el cuerpo cruce un último límite: tensarse hasta la extenuación, hasta un desvanecimiento que le permita dormir o morir. He ahí la mortal aporía que exhibe el insomnio: envenenarnos con la turbiedad de ese aire interior, enrarecido hasta la psicosis, el cual ya no encuentra poros por donde lograr huir; el cual ya no encuentra poros por donde, dicho mismo aire, logre respirar.
Quizás, quien busque ser salvado, antes de dirigir la vista a Dios, tenga que empezar por derogar aquel «yo» que reina sobre sí-mismo: debe respirar, distender el pecho, disolverse en la angustia; intuir que, sólo tras habernos vaciado absolutamente, podremos disponer de aquel paciente y cansado espacio necesario para acoger al tiempo del alma.
1
La tormenta terminó por cortar la luz. Minutos antes la pantalla del televisor había empezado a parpadear, lo cual le otorgó el tiempo suficiente para coger las velas y los fósforos. No estaba viendo ningún programa en particular. Mantenía el televisor encendido para iluminar su habitación, mientras tomaba los últimos sorbos de leche antes de dormir. Le temía a la oscuridad y al silencio. Aún necesitaba dormir abrazado sobre sí mismo.
2
Desde niño le gustó escuchar el azote de la tormenta contra la ventana. Siempre desde adentro, siempre desde la cama. Lo excitaba imaginar los seguros estragos que el viento y las inundaciones estarían provocando en otros puntos de la ciudad. Sin embargo, sólo desde su adolescencia, y de manera creciente, empezó a sentirse culpable de aquel malsano placer. Invierno tras invierno, sentía asco de sí mismo al pensar en las personas abandonadas, expulsadas de todo techo, en los sufrientes y negados Cristo vagando por las calles, mientras él, así y todo, invocaba a sus dioses para que suspendieran la jornada escolar al día siguiente. Porque su placer, en ese tiempo, sólo cobraba sentido negativamente, en oposición a su mayor aversión: odiaba la escuela tanto como el mundo.
Pero ya no era un niño. Y por eso mismo, porque hacía poco había enterrado a su padre y a su madre, viéndose obligado a asumir la adultez desde el centro del frío departamento familiar, su culpa actual se tornaba más opaca e inconfesable. Las tormentas ya no le otorgaban ese placer motivado por la expectativa de ahorrarse el siguiente día laboral, sino por la apocalíptica profecía que ponía en escena: aquel diluvio de agua negra, de un único golpe, castigaba y lavaba, cuan latigazo de fuego sagrado, toda la carga de miseria humana, de innecesario, cruel y dilatado sufrimiento humano. Pero esto, su afán de fantasear con una lluvia que anegara las calles para ahogar y salvar la insufrible enfermedad de los vagabundos, para limpiar la mendicidad de los mendigos, no se lo podía decir a nadie. Ni a su último psiquiatra ni al sacerdote que, a lo lejos y desde lejos, lo confesaba.
3
Cogió un fósforo y encendió dos velas. Pudo sentir el olor del humo en sus narices. Eran las mismas velas que su madre solía encender durante sus días de agonía. Las disponía frente a la fotografía de matrimonio, mientras esperaba que la muerte la llevase a reunirse con su esposo, a quien -sólo desde muerto- tanto amó. Madre e hijo, envueltos en esos grises días de agonía, también eran un par de velas, dos flamas heridas y dolientes, lamentándose y retorciéndose frente al severo rostro del padre que aún se podía advertir en el retrato: ambos sabían que ese mismo sufrimiento era lo único que les permitiría ser capaces de cargar, hasta el final de sus días, con la cruz que seguía significando la violencia del padre. Saberse víctimas a veces puede ser una fortaleza.
Ahora, el olor de la mecha encendida le hacía evocar intensamente aquella levedad. Se trataba del primer invierno que él afrontaba en solitario. Por un instante, pensó que ambas velas encarnaban a cada uno de sus padres. Pero acto seguido, y como si se tratase de una reacción instintiva, se arropó en la cama, mordió su lengua, ató su garganta y quiso olvidar tan nostálgica y ridícula ocurrencia. No estaba para llorar. No podía llorar. Los antipsicóticos y antidepresivos lo habían transformado en un hombre poco dado a los sentimientos y, por el contrario, demasiado devoto de una culpa siempre en aumento, siempre al alza de la deuda. Su Dios lo había transformado en un hombre culposo; sobre todo, culposo de sus escasos y torturantes placeres.
4
La pesadilla fue horrible. La luz permanecía cortada. Había dejado las velas encendidas, y soñó con eso. Despertó por la madrugada, quizás dos o tres horas luego de haberse dormido. Las velas amenazaban con extinguirse pronto. Por anticipado, maldijo la inminente llegada de ese momento. Sabía que no tenía más, que eran las últimas. Volteó su cuerpo; pasó el tiempo; volteó innumerables veces la almohada; llegó a elevar algunas oraciones. Todo fue en vano: no podía conciliar el sueño. Notó que el sonido de la lluvia se atenuaba y que el viento ya sólo acariciaba al pino recortado sobre su ventana. En un par de horas más debía levantarse para ir al trabajo. Pero eso no le preocupaba demasiado. Tal vez decidiría no levantarse ni vestirse durante todo el día, durante toda la semana o todo el invierno. No quería pensar en eso ahora. No quería decir ni decidir nada. Allí lo vería. Quizás por primera vez después de mucho tiempo, se propuso algo, se fijó una meta tan mínima como absurda: dormir lo más pronto posible, antes de quedar desamparado en la oscuridad. Pero fracasó; fracasó una vez más. Fracasó por su egoísmo: porque mientras más deseaba dormir, mientras más voluntad ponía en conseguir su huida de la vigilia, su abandono al cansancio, menos podía hacerlo, menos podía despojarse de sí mismo, de su culpa, del peso de su culpa -de la culpa de su culpa- en constante y cobarde permanencia y retirada. Entonces ambas velas se consumieron y las sombras nublaron sus pupilas.

