Para Andrés Gordillo,
por la afirmación de la negatividad.
No se trata de quedar anclado a ninguno de los dos polos. No somos ni el sujeto idealista cuya consciencia pretende sostener el mundo, al tiempo que concederle su existencia; ni estamos entregados a la caótica tiranía de un flujo desprovisto de todo concepto, absolutamente inasible y, por ende, tan fatalista como un Cristo barroco desangrado en su cruz. Es decir, no se trata de hablar de(sde) sí mismo, con esa autonomía lingual y bucal entronizada en la virtud de una supuesta persona, ni de dar por sentado la coincidencia o continuidad de la lengua con el concepto, lengua y concepto entre los cuales, ingenuamente, sólo se establecería un contrato de usufructo instrumental. No se trata, tampoco, de cuantificar la parte en nombre del todo para, bajo un mito de hierro fundido, hundiéndonos en la sinécdoque de su espejo, capt(ur)ar la objetividad del objeto, la mensurabilidad de la cosa. Nada de eso. Más bien, habremos de mirar al cielo: la potencia de las constelaciones no reside tanto en las formas que, por libre juego del azar cósmico, dibujan en nuestra imaginación, sino en la irrupción del relámpago, en el derrame de su estela; en fin, la potencia de las constelaciones emana de la redención, sin necesidad de promesa, que ellas portan y riegan, redención en virtud de la cual todxs devendremos constelaciones tan inimaginables como los párpados de ellas mismas. Posibilidad de lo imposible; imposibilidad de un universo cognoscible, natural resistencia frente a lo pronosticado hasta lo pronosticado. Las constelaciones y su relámpago abren el tiempo de la esperanza: mística ya sin mito, Mesías renegado de escatología. No somos ni el sujeto ni el objeto: la mediación entre ellos, es decir, la historia del Universo, continúa irradiando dicha potencia que, cuan agónico momento, los ha conformado. La medicación configura lo que nunca hemos dejado de ser: el siendo, el haber sido, y la potencia de aquello que jamás ha de llegar a ser.
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Quizás, al final, sólo quedaremos rasgados, como esos momentos dispersos que, cuan herida supurando tragedia, necesariamente estamos siendo y no somos. En esa supuración, sin embargo, prolifera la fragancia de lo inagotable: la pestilencia, la inmundicia que no deja de florecer desde el interior de nuestro rythmós, también remite a nosotros. Por esto, agotarnos en la representación de un sujeto devenido objeto, tan sólo recubre de discurso biológico y médico la insuturable experiencia de la herida; la sanación que añora el santo. Lejos de toda mismidad, acoger la irrupción de lo des-identificante, de los hallazgos que, desde la – misma- cotidianeidad, destituyen el cotidiano cansancio de la mirada, implica tejer otra relación con el tiempo. Hablamos de un acontecer casual y a la vez profundo, de una sabiduría oscura pero ineludible, hablamos de una tempestad inclemente -incluso para los grandes señores del capital-. Atravesamos y nos atraviesa ese movimiento errante, extraviado de cualquier senda, y el cual sólo puede ser palpado mientras se araña la arenosa piel de este mundo; pliegue de roquerío, rubor que continúa habitando el hipnótico sopor de lo inmundo. Cuan adolescente en celo, habremos de palparnos por medio de las cosas. He ahí la inagotable potencia cuyo caudal, en eterno retorno aunque nunca en círculo, no dejan de supurar, no dejan de secretar dichas cosas. Durante la supuración de tal secreto, explota la máquina conceptual que ha colgado a tales cosas tras el muestrario de la enciclopedia de objetos. Porque, si retrocedemos ante las luces de neón, cerramos los ojos y, por un segundo, nos detenemos a escuchar este único segundo sin ceder a la tentación de llamarlo “segundo”, si liberamos a este instante de las cadenas con que ha sido atado y nos ata Cronos, entonces, en este segundo que no debemos llamar “segundo”, aquella porosa piel del mundo vuelve a adoptar la forma de la herida y de la arena, materialidad de un surco derramándose entre la certeza de nuestras manos. En ese instante se filtra la eternidad: es la infancia, la des-presión de toda seriedad, la risa del verano o la sal del invierno; es el hombre hundido en su infancia; la mujer tendida en la arena; es la arena lamida por las últimas olas del mar.
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El imperio, el sionismo, la técnica, la civilización colonial de occidente e, incluso, el perverso maridaje entre progreso y el mercado -cuyo hijo ha vuelto a ser el fascismo-, sólo pueden existir en calidad de castillos de arena. Son figuras que, sedimentadas hasta el olvido, han visto arrebatada la tibia porosidad de su materia, han sido reducidas a la más precaria de sus potencias y afectos: al poder de su efecto, a su utilidad en cuanto impacto. Para nosotrxs, volver a tocar la arena de la cual yace esculpido este mundo, significará tocarlo por primera vez, y siempre por primera vez. Cuando ello acontezca, el espacio retornará a los goznes del tiempo; el reloj de arena nunca se habrá invertido. Entonces, el tiempo recobrará el recuerdo de su única y transitoria verdad: los granos de arena son capaces de reflejar el cielo. Y también nuestros ojos.

