Una ciudad es mucho más que una ciudad. Es más que esquinas, semáforos, gentes de todo tipo o bebés naciendo en hospitales públicos o clínicas privadas. Una ciudad va más lejos de sus edificios, de sus plazas; la ciudad no es, bajo ningún punto de vista, un puro cuadriculado de calles perfecto que permite ser transitada y entonces evitar que los automóviles se estrellen unos con otros; una ciudad es más que iglesias, poderes del Estado, cines, bibliotecas, casas de buenas o malas familias o aquel breve radio donde duerme el vagabundo alcohólico.
Una ciudad es mucho más que una ciudad. No es el pacto con la rutina del trabajo ni la anárquica temporalidad del cesante; no es tan solo un lugar para hacer el amor o asesinar, o sobrevivir o, al final, simplemente, estar. Una ciudad no es únicamente el espacio para ser subordinados, o rebeldes o para liberar una idea; para levantar una revolución o para callar de cara a la miseria de su propia devastación. No es posible que una ciudad vaya solo del clima, del turismo y de sus Centros Regionales de Abastecimiento; de vecinos que asedian o de voces bíblicas que perforan a sangre fría. Una ciudad no son saberes, universidades, personas incultas, cultas, aristócratas, vagos, trenes. No es el estrado en el que alguna vez te paraste, miraste de frente y dijiste una que otra verdad considerada, por ti, esencial. No es la zona de los aplausos, la región de los errores, la promesa de una memoria que nunca terminará de escribir su testamento.
Una ciudad es mucho más que una ciudad. No va de pedantes estatuas, de monumentos, de moldes con forma de hombre “criollo” firmando independencias falsas. Una ciudad no eres tú, no soy yo y menos nosotros; una ciudad no son sus radioemisoras, sus vociferaciones, sus consideraciones regionalistas o políticas desde donde hablará, alguna vez, un hombre o una mujer libre en amplitud no modulada; nunca fue el Consejo Nacional del Patrimonio y la Cultura.
Y no es todo esto porque, justo, es todo lo anterior.
Una ciudad es tu imaginario más radical –tu misma imaginación–, el río por donde fluyen tus depresiones y euforias; una suerte de válvula explicativa que te llena de sentido; la ciudad es el contorno existencial en el que la vida se resuelve de cara a toda muerte, a cada segundo, sintiendo el pulso de lo cotidiano y de lo irrefrenablemente incierto que nos lleva a “destinerrar”, también, a cada instante. Es el velo que te recubre, te protege y te traiciona. La ciudad es tu ataque de pánico, el lugar en el que, aunque no sea el que naciste, se te imprimen marcas, así como tú dejas algunas que son importantes para esos tres o cuatros perros que te reconocen cuando vas volviendo a casa y que, después de un tiempo, ya no te ladran.
Una ciudad es mucho más que una ciudad. Es la punta de diamante donde alguna vez besaste a una mujer que, si no te quiso, al menos te miró con ojos populares y fuera de órbita; es tu intimidad de madrugada en la que –y sobre todo en los inviernos– te consolabas feliz escribiendo en la soledad más absoluta pensando algo que, según el delirio, podría cambiar el mundo; en la ciudad podías figurarte un rojo amanecer y el futuro esplendor se te revelaba como encíclica.
Pero también es caos, “barro más cemento”, tumbas escupidas y esculpidas al ritmo de lo que no tiene ritmo y que nos transformaba en diferencia herética. Una ciudad es el escenario del amor, del odio, de la hipocresía. La ciudad es tu llanto y tus plegarias, aunque no haya dioses a la vista ni los cerros tengan virgen alguna.
Una ciudad es donde creíste ser algo, o más que algo. Es justo ahí donde te dejaste llevar y escuchaste “Suzanne” de Leonard Cohen al menos 2 mil veces a las 4 de la mañana mientras el teclado echaba humo y tú te sumabas a la Revuelta y te “fuiste en volá” con Octubre; y la poesía, y la literatura y Borges y Jacques Derrida y Violeta Parra te acompañaron sin desistir nunca hasta que sentiste que, de verdad, escribías y la ciudad, esa que considerabas tuya y en la que por parpadeos de tiempo te sentiste feliz, en un momento, en un terrible y estremecedor momento, ya no la habitabas; no había lógica, ni locura, ni esa necesidad pendenciera de parecer –sin ser– “perfilado”.
Y todo desapareció de “Golpe”, y aquella ciudad de provincia ya nunca más fue ciudad para ti, porque de alguna forma te desterró, aunque esto sea solo una excusa para ocultar al libro santo que te apuñaló por la espalda. Por eso una ciudad nunca será tuya. Siempre estarás de paso. La ciudad es el resorte de la corteza humana, de su piedad y su sadismo.
Y ya confieso lo obvio, esta nunca fue mi ciudad pero sí, y también lo confieso, aquí desperté más de alguna vez sintiendo amor y caminé frías noches por su bella diagonal pensando que se podía ser un “ciudadano”, sintiéndome parte de ella y al revés.
Sin embargo sí, hay una ciudad que será tuya, fatal y hermosamente tuya, la última ciudad en la que vivirás.
(Talca, 20 de marzo 2025)

