Solo un título contiene la palabra “amor” en toda la obra de George Bataille. Se trata de un ensayo corto de 1952 titulado El amor de un ser Mortal (L’amour d’un être mortel). Sin embargo, y no es nada nuevo, el amor es un motivo presente en toda su filosofía y en toda su literatura.
Escribe Bataille en El Erotismo (1957): “El ser amado es para el amante la transparencia del mundo. […] Es, en todo caso, el ser pleno, ilimitado”.
El pasaje es de una gran intensidad filosófica y también poética. No se trataría únicamente de que en el amor sean dos seres los que están puestos en juego en el corazón de un devenir precipitado; tampoco, por cierto, solo de la radicalidad situacional de un yo de cara a una existencia que se le revela a través del otro, ahora, inmensa e inabarcable. Sobre todo, lo que se emplaza, es una transparencia también radical. No se habla de esta o aquella transparencia específica que adecúa nuestras percepciones y nuestra contingencia, sino que una a través de la cual lo que se trasluce es “el” mundo. Aquello que se ama se devela como una zona de tránsito en la que el ser se abre a la infinitud de un mundo en cual el yo entra en desacato con la discontinuidad, sintiendo la plenitud de ese mismo infinito irradiar a través del otro que nos permite acceder por un instante a lo continuo perdido.
Al entender al mundo como una transparencia que se muestra solo a través de lo que se ama, aparece, además, una confusión; una de la cual solo el amor sabría dar noticia. Así lo escribía Bataille en el fabuloso texto de 1945 Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte: “Trascendemos aún la existencia debilitada: pero a condición de perdernos en la inmanencia”.
No sería arriesgado sostener que hay una suerte de vitalismo en Bataille; “un persistir” en la trascendencia. Sin embargo, se asume que esta trascendencia se intuye ahí donde la existencia misma se rinde y es sacudida por la muerte, o por su permanente insinuación. Entonces no podemos sino trascender en un cierto aquí y ahora, entregados a la infinitud de la inmanencia que viene a ser la transparencia del mundo que se recorre a través del ser amado. Pensamos en algo así como una trascendencia intramundana donde el paso por la inmanencia total nos desborda y nos enfrenta a lo maldito, a lo que nos destruye, a la “negatividad sin uso” (Bataille, El culpable, 1944).
Es la extravagancia, también, de una temporalidad sin orden, anárquica en esta perspectiva, y que acude a la experiencia ahí donde la vida está casi disuelta –o por disolverse– cuando el fin se anuncia; temporalidad bizarra que le exige al ser recuperarse en el otro y en toda la inmanencia del mundo. “El amor no es o es en nosotros, como la muerte, un movimiento de pérdida veloz, que se desliza rápidamente a la tragedia y que solo se detiene en la muerte” (Bataille, L’Histoire de l’érotisme, 1976).
Es una doble condición del amor que para Bataille no tiene más que un límite, quizás el límite de todos los límites o el límite más allá del límite; la ruptura del momento adecuado, lo adecuado a sí, lo coincidente y la fractura del espacio conocido. El amor también como un deslizarse por la tragedia con la fluidez de lo inútil, de aquello que viene a ser una estructura fundamental de la existencia para el filósofo, es decir, el estar por fuera de nuestra condena productiva; condena/cadena; cadencia imperturbable del rito cotidiano que nos obliga a la generación de valor. Esto es lo que el amor niega y re-niega, absolutizándose en el margen en donde todo lo que podemos presentir es el abismo de lo no constituido (de lo continuo deviniendo), una grieta por donde se filtra el yo para fundirse con un otro en el no-gasto, en el despilfarro. En este momento el amor, como acontecimiento que fractura (fractura de muerte), adquiere fuerza y significación.
Asimismo el mal, que es interior al amor, se da en el que ama. Como lo escribe Bataille en Le petit, un maravilloso relato corto de 1943 “[…] puedo desearme el mal y hasta afirmarlo en un puro don de mí mismo a los otros por amor”. El yo en nombre del amor firma el mal, es afirmativo respecto de él. Lo consigna y en este “sí” lo que estalla es un darse por completo al otro, en nombre del amor mismo y a pesar del mal. Esta desgarradura es, de nuevo y a nuestro juicio, todo el amor posible: desearse el mal y acogerlo a riesgo de destruirnos para amar poniendo en riesgo la existencia.
Todo esto no estaría eximido de azar; de lo aleatorio que abre hacia lo infinito desde nuestra total entrega a la inmanencia y que es lo que permitiría el amor. Según Bataille “El azar quiere que, a través de él, una vez desaparecida la complejidad del mundo, el amante vislumbre el fondo del ser, la simplicidad del ser” (El Erotismo). Entonces el azar es lo que autoriza o no que el ser se nos revele. No obstante, y como se deja ver, el filósofo ocupa dos palabras en relación al ser que evitan una potencial sutura de esta “categoría” filosófica, estas son “fondo” y “simplicidad”. Así, el ser resulta una profundidad sin forma, sin tiempo ni presencia representable. Más bien el “fondo” es siempre el destiempo del ser, su ausencia de lugar; un fondo insondable que, a pesar de esto, es lo que podemos sentir, resentir tal vez, y amar entonces en la desnuda sencillez del ser nuevamente. Y aquí la otra palabra: “simplicidad”. Pero no una simplicidad asociada a lo fácil, a lo inmediatamente traducible desde su instrucción de uso, no es lo simple de la vida útil; es la simplicidad que despeja el azar una vez que atravesamos la complejidad de lo real.
O la simpleza como resultado de la transparencia del mundo que apertura el amor. El amante entonces, no puede sino mostrarnos otra ontología, otra experiencia del ser a la que llamamos ontología del azar; una en que el amor no ve en el otro ser una posibilidad para la muerte como fin, sino que una ontología en donde el fondo sin fondo del ser y la simplicidad se muestran en un ahora que nunca dejará de insinuarse de cara a la continuidad que alguna vez fuimos y que el azar nos habilita a explorar, aunque aquí radique un imposible.
De esta forma, esta ontología del azar sería lo propio de la vida que se resuelve en cuestiones que parecen triviales pero que en Bataille adquieren siempre una vocación de sabotaje, de alteración, de exceso desregulado al máximo; sabotaje del tiempo y el espacio ordenados, gradados y resueltos en una suerte de esencia de la eficacia. Entonces el filósofo propone lo inútil, lo negativo, la ausencia de valor y el desborde de lo improductivo, de la inutilidad en la que, y a pesar de ella misma, se juzga toda la posibilidad de ser y no ser en el mundo. Siempre con la muerte como testigo, no como fin; no como punto de llegada, sino como comienzo, posibilidad, opción, en fin; alternativa que irá de forma permanente ligada a nuestras decisiones tomadas en el centro, de nuevo, de un mundo que se ama y que se transparenta en el ser amado, pero que, a la vez, nos ata y condena a la ritología de una vida cotidiana marcada y agrietada por la tradición.
En este sentido, la siguiente cita de Bataille contenida en el ensayo de 1948 La felicidad, el erotismo y la literatura, pareciera abreviar la simplicidad del gesto con la desmesura de una exigencia: “[…] somos tironeados sin descanso por el deseo, soberbio o debilitado, de reír y de amar”. Pensamos, así, que no es importante la intensidad del deseo, si es contenido o desmesurado, breve o extensivo, ajustado o desproporcionado, la existencia es una insistencia que nos lleva, indefectiblemente, a reír y amar. Y son dos verbos, tal vez, de los más vitales que podamos encontrar en cualquier lengua. Ambos expresan una exigencia de vida, de ser en el preludio y en el colofón de la existencia misma; habitar, como sea, pero vivos en una vida que nunca habrá estado lejos de la muerte como vía de acceso a la continuidad que alguna vez nos envolvió. Es un “deseo soberbio”, y entendemos este adjetivo como algo sin medida, inconmensurable que deriva, igualmente, en la “evanescencia” (del latín evanescentis: “lo que se evapora”) del instante en que se ríe, ama, siendo de este modo el mundo su propia transparencia.
No obstante, y en un solo gesto, el amor como lo que lleva al extremo la posibilidad del ser es una zona de extrema complejidad que nos mueve a la angustia, justo, por su condición evanescente y fuera de toda utilidad; así lo escribe en El Erotismo “[…] a pesar de las apariencias superficiales, la simplicidad del instante pertenece a aquel que mediante la fascinación inmediata se abre a la angustia”. Entonces la muerte y el amor se reúnen en la nostalgia de una continuidad y una soberanía pasadas; las mismas que se querellan en el centro de lo ceremonial discontinuo que conduce, desde un cierto automatismo, rutinariamente a la eficacia y a la constatación de lo que tiene utilidad y producción.
De esta forma y como se ha insinuado, el amor abre a la muerte, se conecta con ella y en una alquimia indescifrable, de alguna forma, el amor es la muerte.
Imagen principal: Leonardo Marmol, Vestige of Love, 2022

