Cuando me invitan a comentar un libro casi nunca escribo algo. De hecho, hace años que no lo hacía. Pero esta vez, debo decir, la experiencia fue diferente. La escritura llegó de improviso y el proceso de comentar “Persona” de José Carlos Agüero me fue irresistible. Quizás, debamos hablar de lo irresistible, del deseo que nos arrebata en el instante de la escritura, la hendidura y las mil máscaras que sobrevienen en este singular proceso. Se trata de un momento de personificación, digamos, aunque, por cierto, José Carlos me provoca al invitarme a esta sala. Me provoca, ante todo, porque hace años he pretendido destruir literalmente la noción de persona, trazando su genealogía y mordiendo sus problemas teológico-jurídicos en razón de desactivar su máquina y abrir un porvenir. Sin embargo, hoy me veo presentando un libro titulado Persona.
El término griego prosopon designaba la máscara con la que los actores podían irrumpir en la voz, aumentarla para ser escuchado en la audiencia, pasó al latín donde devino un término propiamente jurídico y político: la persona “abstracta” –decía Hegel- enfatizando que, en su forma romana, dicho término carecía del contenido subjetivo que será constituido por el cristianismo. Justamente, fue el trazo cristiano, en particular el de Severino Boecio (siglo VI), donde se sustancializó el término: “Persona est naturae rationalis individua susbtantia.” (“Persona es sustancia individual de naturaleza racional”) -decía. La definición de Boecio atravesó la Edad Media cristiana hasta complementarse bajo Tomás de Aquino quien retoma la definición de Boecio pero circunscribiéndola a su lectura del aristotelismo que contemplará al hombre como un “compuesto” constituido de alma y cuerpo. El “compuesto” aristotélico (esa imbricación ontológica de la forma y la materia, de alma y vida) coincide, según Tomás, con el término “persona”.
Justamente, “persona” deviene en la matriz a partir de la cual la tradición occidental pensará la naturaleza del ser humano concibiéndolo como un sujeto y agente del pensamiento. En otros términos, en cuanto concepto teológico y jurídico “persona” constituirá una matriz antropológica decisiva que designará “alguien que piensa”, y que, como tal, lo puede hacer por voluntad. Dirá Tomás de Aquino, en De la Unidad del Intelecto. Contra averroístas que gracias a la noción de persona el hombre podrá ser considerado el “señor de los actos” inaugurando así una nueva forma de comprensión de la metafísica de la voluntad donde el ser humano es concebido como señor de la Tierra. Es precisamente aquí donde nos encontramos con un asunto crucial que José Carlos problematiza a lo largo de su extraño y bello libro: si por “persona” designamos a este sujeto y agente del pensamiento que tiene la capacidad se dominar la Tierra, entonces es toda la monumentalidad moderna la que cabe aquí, es toda su sacrificialidad la que introyecta la noción de persona desde la cual los modernos podremos concebirnos libres e inteligentes, capaces de dominio, de gobernarnos a nosotros mismos y a los demás. Se trata, por tanto, de que “persona” constituye el índice de un sistema de dominación que antropologiza una relación de obediencia.
Entonces, los proyectos políticos modernos descansan sobre ese término. Ante todo, el Estado –para quien Thomas Hobbes había definido literalmente como persona, aunque recuperando su sentido latino de auctoritas y máscara (no sustancia, pues Hobbes combate a la escolástica). Pero si es el Estado en él deviene dispositivo de neutralización de la guerra civil (así como en Tomás la persona funciona como unidad sintética que impide la fragmentación) en los proyectos políticos revolucionarios que, durante el siglo XX, pretendieron tomarse el poder del Estado, quizás, funcionó la máquina personalista en la medida que no eran más que una mímesis inversa de aquello contra lo que luchaban. La Persona contra sí misma, tratando de dominar a la Persona no hace más que hundirse en la guerra civil ahí donde siempre clama por su prevención.
El crimen salta a la vista, su deriva teológica proveniente de la antigua definición cristiana, irrumpe en la sacrificialidad y la sangre ofrecida, la voluntad de poder se vuelve pan de todos los días y, con ello, necesariamente, la dimensión del mito que el cristianismo –como toda ilustración- pretendía expulsar de su horizonte, termina alimentándolo bajo una nueva fórmula.
“Persona” de José Carlos es un libro que abre una dimensión paradojal de la noción de persona. Ante todo, renuncia a esa completud con la que dicho término ha sido investido por la tradición y critica fuertemente la investidura mítica que no solo constituyó a la violencia revolucionaria de Sendero Luminoso sino a las políticas de la memoria asociadas a nuestro tiempo “post”.
Digamos que José Carlos arremete contra toda estetización de la masacre, contra toda forma de mitologización en la que abunden héroes, líderes o genios que se sacrificaran por cualquier cosa: el pueblo, la patria o el Estado. Podríamos decir que su fórmula es: por cada exterminio en nombre de la “moral” un poeta está esperando para estetizarlo. Sin embargo, el libro irrumpe feroz al subrayar que la masacre es seca, baldía, desértica. No hay poetas para coronar su violencia. Ni siquiera permanece el carnet de identidad, apenas dientes sobrevolados, enterrados en alguna perdida isla. No hay, por tanto, poética del resto ni resto poético alguno. No necesitamos de la poética ni de los poetas –será su afrenta- si acaso éstos ponen en funcionamiento lo que podríamos llamar “máquina mitológica”, aquél dispositivo que hoy apuntala el comercio de las memorias. Porque, de hecho, nos dirá el autor, a veces realmente la misión puede cumplirse, el exterminio puede, efectivamente, consumarse.
No hay interpretación “moral” posible no hay, por tanto, justificación –es decir, relación entre medios y fines que pueda esgrimir un derecho violado que autorice ejercer una forma de exterminio. Digo “justificación” porque la moral fue, al menos, el argumento preferido sobre el cual se definió la “guerra justa”: a causa de la existencia de un derecho violado que autorizaba una determinada “defensa”.
Para José Carlos no puede existir moral alguna que nos provea de heroísmos, justificaciones infinitas que solo cubren de poética un crimen seco, una industria del exterminio, un dolor que siempre es mucho más profundo que los mitos que pretenden contenerlo: “Ojalá alguien encuentre un modo de decir el dolor sin hilvanar santos y pecadores, mártires y cobardes, héroes y villanos, valientes y traidores. Inocentes y culpables. Una historia sin la lengua del orgullo.” –dirá José Carlos, una lengua que ya no sea la de la moral, podríamos decir. “Persona” deviene así, un tratado inmoralista, una escritura que no cabe en los moldes sacrificiales de la moral, un antídoto contra la estetización de las memorias. Sin embargo, para José Carlos no se trata de quedarnos con el dolor a la intemperie. Aquello sería imposible, acaso, insoportable. Más bien, se trataría de una “aceptación” de tal intemperie, aceptación del fragmento, que implica suspender el dispositivo moral y abrirse al pensamiento. Diríamos que el pensamiento juega aquí como la línea de fuga frente a los malos poetas de la industria del exterminio; en cuanto pensamiento y moral juegan por vías distintas, sino antinómicas.
Pero el pensar no renuncia a las historias. Más bien, se nutre de ellas, quizás, sea ésta una antigua enseñanza que vuelve de otro modo, en el texto de José Carlos: encontrar el relato justo, las buenas historias. Historias que nos prevengan del moralismo que, como dirá Averroes comentando a Platón, no inoculen “miedo a la juventud” –miedo a ser traidores, cobardes, culpables y, por tanto, que no introduzcan el sacrificio a ser “mejores”. No. Para José Carlos, se acabó la apuesta por “ser mejores”. El progreso está roto como los cuerpos que desenterramos, como los gritos que apenas escuchamos. El humanismo nos ha traído el crimen y su museificación o, podemos decirlo así: la industria no se detiene. Primero aniquila todo, luego convierte todo lo aniquilado en museo que constituye un estadio diferente de esa misma aniquilación–como si la singularidad de la memoria pudiera ser neutralizada al devenir mercancía, como si su museificación otorgara un descanso a la sequedad del crimen realizado.
Nada –el término se repite. Nada. No queda Nada. No hay restos o, si los hay, su estetización resulta tan tranquilizadora, pero por eso mismo tan falsa, parte de la industria que profundiza esa Nada a partir del efecto del borramiento como violencia exterminadora. Borramiento si se quiere, de lo que José Carlos llamará “persona”. Porque la “Persona” moderna desata el crimen y la monumentalidad sacrificial en la que aparecen los héroes y demases. Pero la “persona” minoritaria, aquella que irriga el texto que nos convoca, la voz de José Carlos, es una instancia curiosa. No es una máscara jurídica, tampoco una sustancia teológica; tan solo máscara de niño que traduce un gesto exactamente contrario al anunciado por su genealogía griega: el silencio: “Porque la persona es el silencio” –dice José Carlos.
La máscara personal no está más para erigir una voz sino para expresar un silencio. Frente al bullicio museístico, y las poéticas de la memoria, la industria cultural, en suma, con su monumentalidad personalista, sus sacerdotes de toda estirpe que santifican o maldicen a quienes pertenecieron a esa historia –esa historia de pasiones necesariamente tristes- “persona” de José Carlos interrumpe con su silencio para “parecernos a los destruidos” volcarnos hacia la “pobreza” antes que a los valientes soldados que destruyeron, cualquiera que hayan sido los valientes soldados.
Sin embargo, el término “silencio” no designa aquí un simple callar. Me atrevería a decir que por “silencio” el texto parece remitir a un no-lugar de la lengua, al punto en el que ésta se advierte como pura posibilidad. Es ahí donde puede advenir el pensamiento, es en ese punto crítico donde podemos arrojarnos a “comprender” –dice el autor. Y justamente, donde tiene lugar el pensamiento no tiene lugar la moral. Digamos que esto es lo que hace de este libro un dispositivo singular: ¿es poesía, es novela, estudios culturales, filosofía? –¡que nos importa a nosotros la división del trabajo! Nos importan los destruidos, aquellos a los que nos parecemos, donde esa persona minoritaria deviene frágil, pobre, y, sobre todo, encuentra en el límite del lenguaje, en el “silencio”, última morada de la persona, antes de su desaparición.
Que los críticos hagan sus cartografías, aquí, en rigor, se juega otra cosa: la aceptación del crimen, de su fuerza desértica, su crudeza que expone a la estética como una operación ideológica. La “estética” –¿como no estetizar si tanto héroe abunda? La apuesta de José Carlos –me atrevería a decirlo- es una apuesta que habita en un lugar complicado, pues para sus letras el “bando” es ya un asunto sacrificial que habría que evitar y donde el silencio parece ofrecer un lugar para habitar, en la medida que se expone como la Tierra de los destruidos y ya no el régimen luminoso con sus senderos igualmente luminosos que se consuman en espectáculo y sus estrategias miméticas de mala poesía y de tan mala memoria.
¿Es el silencio una Tierra? Quisiera preguntar. Ese “no-lugar de la lengua” ¿es el límite del lenguaje, su propio reverso, el lugar de un médium simple, al estilo de lo que Walter Benjamin denominaba “lengua pura”? Acaso, la persona como silencio vuelve a poner de relieve el que la textura de toda lengua revela que nada tiene de misteriosa, que nada tiene de oculta ni indecible, en tanto se presenta como la decibilidad absoluta, la potencia de decir todas las cosas –la Torre de Babel.
¿Es el silencio una Tierra? José Carlos experimenta llega al límite proponiéndonos la pregunta por el dolor, por el padecer que no puede suturarse vía la industria cultural y, por tanto, que permanece intacta como el modo más radical de experimentar el pensamiento. Pero es necesario subrayar: para José Carlos, la distancia entre lo vivo y lo muerto nos ofrece un común. Y en cuanto tal, un mutuo cuidado.
El silencio –es decir, la “persona”- debe ser entendido, entonces, como el singular bullicio del común que solo puede pervivir a partir de la distancia que le atraviesa. El fuego impolítico del silencio aquí ofrecido es clave en la medida que funciona como una línea de fuga respecto de la industria del exterminio; la suspensión, que por un instante nos regala el cuidado de nuestros muertos. A esta luz, “Persona” es la apuesta por un médium, tejer un lugar material en el que se habita el silencio en el que sólo en virtud de su impropio ser común, nos permite plantear las preguntas decisivas. “Persona” de José Carlos Agüero es una de esas preguntas.
José Carlos Agüero, Persona, editorial Atmosféricas, Santiago de Chile, 2025.

