Hay una calle que es como cualquier otra, una que conozco bien y que también me conoce bien. La he caminado tantas veces que sé cuantos son los pasos exactos que hay entre ella y la siguiente; lo que me demoro en atravesarla según sea el apuro, el lugar hacia donde voy, lo que debo hacer, en fin. En ella se repiten una tras otra casas pareadas, antiguas pero no tanto y que, según cuentan los vecinos, fue en principio una calle que le pertenecía al obispado (por eso, ahora entiendo, el barrio en el que está se llama “Seminario”). Al día de hoy esas casas forman un mosaico algo vintage que le dan un aire pequeño burgués. También hay una inmensa mansión estilo Art decó de principios del siglo XX que resalta por su arquitectura tan típica a la vez que impredecible. Altillos largos, ventanas sobresalientes, enormes y redondas. Es verde. Un poco más allá hay un zapatero y más acá una modista.
Los habitantes son de todo tipo, ancianos, parejas jóvenes, hombres solos, adolescentes, profesionales diversos, estudiantes de Institutos Técnicos Profesionales, gente rara. Hay narcos igual, por cierto (es una calle, no un convento). Además, tiene la particularidad de que está al lado de la cárcel de la ciudad, lo que la hace parir con el estruendo de los balazos en la noche, gritos desaforados de los presos en el día, bocinas que indican que alguien se escapó. Cuando eso pasa siempre salgo de mi casa a la calle a ver si tengo la suerte de ver al fugado en acción con la esperanza de decirle algo pero dudo que se detenga para hablar conmigo, aunque no sepa que yo también estoy en fuga.
Esta es una calle como cualquier otra. Aquí se han librado batallas, independencias completas; hay quienes se suicidan y mujeres que abortan en secreto. Es una calle como cualquier otra en donde unos dominan y otros se someten. Casi siempre, de noche, veo llegar al motel negro que está justo en la mitad, autos lujosos de los que se bajan mujeres muy bien vestidas al lado de hombres con un cuchillo en los dientes. Trabajo de madrugada y trato de no perderme el espectáculo. Me escondo tras la cortina.
Esta calle es como cualquier otra y claro, ha habido femicidios y asesinatos. Hace poco una vecina me contaba que un hombre golpeó a su mujer con palo de leña en la cabeza y la mató. Yo no le creí, estuve mal, pero después salió en el diario de la ciudad y era cierto, el muy cabrón le partió el cráneo acabando con ella al instante. Pasó solo a 100 metros de mi casa y yo no lo creí a mi vecina que es una noble mujer de 70 años pero sí a un periódico sensacionalista. Soy un hijo de mi época… y de puta.
Esta es una calle como cualquier otra, la gente bebe, se droga, hace el amor, juega a las cartas y se pasa películas pensando que es la única calle del mundo, las más linda cuando es la peor de las perras.
Al final es una calle como cualquiera, una que no es mía, que nunca lo fue y que por más que me la sepa de memoria y conozca su música y sus trampas, no tengo nada que ver con ella. Más bien la desprecio; me trae malos recuerdos de cuando fui feliz y hoy, aquí, como el caracol en la navaja, debo y estoy obligado a cruzarla para ir a cualquier parte. Es una repetición maldita, una dirección que no puedo evitar, no hay zigzagueo posible. Es como el destino, esta jodida calle. Calle de la desesperación y la soledad; de malos amores y sucios traficantes.
Chilenos y migrantes en un mismo río de miseria humana habitan esta porquería de calle, que es como cualquiera otra. Podría estar en un barrio de Moscú, en un conventillo cubano, ser un tubérculo de la Diagonal Paraguay en Santiago de Chile o en el barrio rojo de Mozambique, da lo mismo. Tiene luces, pocas, más son sus sombras con ojos de pasado. Calle con el perfil de las ánimas, dorso del remordimiento; botillerías multicolores atendidas por sus propios dueños. Siento miedo.
No es mi calle, nunca lo fue, insisto, pero confieso que alguna vez me sintió caminarla orgulloso por sus aceras rumbo al trabajo donde era alguien; la caminaba sin aullar, sin medicamentos, ni tratamientos psiquiátricos, ni malos pensamientos. Alguna vez la amé y hasta soñé con ella, que la besaba y le hacía el amor, sí, la calle era una larga y gris vagina que no dudaba en penetrar con todas mis fuerzas. Una de las peores pesadillas que recuerdo.
Pinche calle de transas y contubernios; calle asediada por la muerte y por la escoria del planeta; sí, toda la inmundicia del planeta cabe en esta calle de vampiros que te persiguen para sustraerte hasta la última gota de sangre que te va quedando –que tampoco es mucha–. Calle que acecha como el lobo oriental que en otra vida fue tuyo.
Maldita calle en la que alguna vez besé, en su punta de diamante, a una mujer que me dijo “te amo” mientras yo le deba la espalda y elegía, se lo imaginarán, caminar por esta calle que es como cualquier otra… calle de los santos genocidios de la memoria.
Imagen principal: Rodrigo Alvarado, Lost and found, 2025

