Anónimo / Hacia una política de la destitución: Núcleos y campo revolucionario

Filosofía, Política

Cada generación debe, en relativa opacidad, descubrir su misión: cumplirla o traicionarla. —Frantz Fanon

Nuestra generación está contra la pared. Y por generación no entendemos la división mainstream por grupos de edad, sino más bien a todos aquellos que, en un momento dado, se hacen las mismas preguntas y enfrentan los mismos problemas. La pared a la que nos enfrentamos es la del sentido. Esto es lo que nos hace huérfanos. Huérfanos políticos; huérfanos de formas, explicaciones y palabras con las que dar sentido a la conflictividad histórica en la que estamos implicados. Como observó Jacques Camatte en 1973,

Los militantes pasan de un grupo a otro y, al hacerlo, “cambian” de ideología, arrastrando cada vez el mismo lastre de intransigencia y sectarismo. Algunos logran trayectorias muy amplias, pasando del leninismo al situacionismo, para redescubrir el neobolchevismo y luego pasar al consejismo. Todos se topan con este muro y son rechazados, más lejos en unos casos que en otros.1

Este efecto de rebote siempre está presente: algunos se vuelven marxistas después de ser rechazados por los fracasos de una lucha territorial, otros se convierten en formalistas rebotando contra las decepciones de la comunidad, y otros más son impulsados al movimientismo por los fracasos de su grupo. Todos buscan en estas diferentes formas las respuestas que iluminarán la situación y les darán los medios para luchar.

El hecho es que nuestro período de experimentación difiere del que caracterizó el ciclo de lucha anterior. Las mismas preguntas ya no tienen las mismas respuestas. Lo que tenían en común las diversas perspectivas revolucionarias del siglo XX era el programatismo. En pocas palabras: la revolución sería provocada por el ascenso del proletariado como clase y su reapropiación de las fuerzas productivas capitalistas. Anarcosindicalista, socialista, trotskista o maoísta, este era el punto de partida de todas las maneras de pensar el derrocamiento de la sociedad capitalista, cada una señalando a esta última como el enemigo a derrotar. Hoy nos encontramos con una capacidad de claridad estratégica mucho más débil que la de quienes nos precedieron. ¿Cómo derribar la pared del sentido contra la que tantos han rebotado en las últimas décadas?

Para nosotros, el sentido ha estado largo tiempo ligado a nuestra experiencia de la política: un rechazo del mundo y una experimentación dentro de ese rechazo, el intento de hacer de ello una comunidad. Una relación común con la política es lo que podríamos llamar una comprensión subjetivista del sentido del compromiso, una relación existencial con la política. Esta manera de pensar, que dice: “Elijo luchar porque es una forma de vivir intensa, plenamente”, se ve contradicha cuando la política aparece redundante más que nueva, cuando la intensidad abandona el terreno de la política, cuando la comunidad se desgarrra. Perseguimos la locura del movimiento en otra parte, en la forma de la pareja, en el trabajo, en el arte, o bien nos abandonamos a nuestra propia locura. Esta manera de pensar se acompaña de una concepción objetivista del sentido, que afirma que “la revolución será el resultado de una subida gradual al poder de las masas”, y que la historia avanza inexorablemente en esa dirección. Esta última se descompone a medida que el movimiento obrero es engullido por el mundo del capital y el lenguaje de la protesta refuerza la construcción política del poder. El énfasis en la determinación histórica de la revolución, dictada por condiciones materiales objetivas, se deshace con movimientos que mueren sin intentar la insurrección y sin construir un contrapoder, al tiempo que los intentos de revolución dan lugar a nuevos gobiernos tan lamentables como los que dejan atrás.

Sin caer en ninguno de estos callejones sin salida, ni negar la fuerza que cada uno porta, decimos: la revolución no es necesaria —como una necesidad inevitable de la historia—, pero sí es realmente posible. Creemos que desarrollar esta posibilidad, y la posibilidad de actuar dentro de ella, como fuerza ética además de política, implica plantear la cuestión de la organización. El problema de la organización concierne al tiempo que separa nuestro presente de una revolución posible. Este tiempo es un tiempo de interrogación y experimentación política, pero también de experimentos éticos que nos ligan a esta apuesta. Pues si la revolución solo es posible, también es posible que no suceda, que el curso catastrófico de los acontecimientos continúe. Por eso debemos seguir reafirmando nuestra elección por ella en toda ocasión que tengamos.

Con esto en mente, el presente texto pretende contribuir, local e internacionalmente, al debate sobre las formas de organización revolucionaria. En el ciclo de lucha que está llegando a su fin, la destitución ha sido una fuerza motriz poderosa. En lugar de cerrar este capítulo negando su importancia, es crucial aprender de él y abrir una nueva fase de experimentación política. Desarrollando ciertas ficciones compartidas —la destitución, el campo revolucionario y el núcleo—, nuestro objetivo es profundizar las intuiciones que se han mostrado correctas, al tiempo que diseccionamos aquellas que nos han desviado. Tales herramientas pueden cambiar nuestra relación con lo que acontece a través de los diversos paisajes políticos que encontramos. No estamos solos en nuestra búsqueda de respuestas. Esto es lo que impulsa a cada uno de nosotros a buscar, pese a las diferencias de lenguaje y pese a la distancia entre nuestras experiencias, lo que nos reúne, e indagar si lo que tenemos en común parece suficiente. Apenas estamos empezando.

Movimientos destituyentes

La destitución se expresó vívidamente con el lema “¡Que se vayan todos!”2, que fue la consigna del movimiento argentino de principios de los 2000. En los años siguientes, el mismo desasosiego se extendió, marcado no solo por un rechazo del mundo tal como es, sino aún más por el rechazo a buscar una salida que clausurara cualquier secuencia política particular. Se trataba de acabar con todas las concepciones de “cambio social” y con la perspectiva de tomar el poder. “Fuck toute”, decían los estudiantes huelguistas en Quebec en 2015. Del mismo modo, hoy sucede algo a escala global: una exacerbación de la violencia política en las calles que no reclama legitimidad, no se basa en ningún sujeto claramente identificable y no se justifica por ningún proyecto social.

En 2008, Mario Tronti exclamó, contra su propia gramática política leninista, que se abría otra historia, una en la que la lógica de la revuelta ya no remite a un proyecto de construcción de algo, sino que consiste enteramente en poner todo lo que hay en crisis; ya no es meramente política, sino ética. Para Tronti, la revuelta ética refleja el estado de crisis en que se encuentra la subjetividad obrera como portadora de un proyecto positivo. Testimonia el colapso del programatismo. Lo que se revela en este tipo de revuelta es precisamente el rechazo de la totalidad del modelo social, que no deja lugar a ninguna exterioridad, irrumpiendo incluso en los aspectos más íntimos de nuestras vidas. La ética aflora así en las revueltas contemporáneas porque da cuenta del agarre totalizante de la dominación, algo que las respuestas políticas clásicas no han logrado hacer. Además, aquello que está en juego y contra lo que se lucha en estas revueltas no es un enemigo que pudiera concebirse como totalmente externo a nosotros, sino también algo que nos atraviesa. No es solo la institución o la mercancía, sino nuestra necesidad de ellas, su dominio sobre nosotros. Son ciertas relaciones con el mundo, modos de pensar, hacer y amar los que están siendo trastocados. La hipótesis destituyente asume, por lo tanto, que otras formas de vida pueden inventarse desde dentro de este rechazo del mundo. Así se descartan ciertos elementos centrales de la tradición revolucionaria clásica: la toma del poder estatal, la declaración de una nueva constitución o el decreto, desde arriba, de nuevas instituciones revolucionarias.

La hipótesis historicista según la cual la destitución es “la dinámica de la era posterior a la derrota del movimiento obrero” es un posible uso del concepto de destitución, uno descriptivo. Aunque interesante, este análisis sigue siendo insuficiente, pues ofrece una visión unilateral de lo que ocurre en las situaciones políticas. De hecho, su realidad es ambivalente. Como afirmó Kiersten Solt en su crítica a Endnotes: “La agitación contemporánea es el lugar de un encuentro conflictivo entre gestos destituyentes y fuerzas constituyentes.”3 Aunque más precisa, esta afirmación tampoco nos convence del todo. El pensamiento político que se deriva de ella sigue siendo limitado. Si necesitamos pensar más allá de la oposición entre gestos destituyentes y fuerza constituyente, es porque no nos permite imaginar lo que podría ser una fuerza destituyente. Nuestro papel como revolucionarios no puede reducirse a la difusión o explicación de ciertos gestos realizados dentro de los movimientos. Esta es la limitación que también han encontrado hipótesis como el meme-con-fuerza o la generalización de gestos como la primera línea o el black bloc. Al otorgar centralidad a formas inventadas en las brechas abiertas por las revueltas, ya ni siquiera es seguro que tal concepción de la destitución sea una concepción de la revolución.

En los debates recientes, se ha escrito mucho sobre la destitución como gesto negativo, y no lo suficiente sobre lo que podría o debería ser una política revolucionaria destituyente. Para nosotros, se trata de saber cómo diferenciar entre una descripción histórica y un gesto de prescripción política. Partir de la constatación de que operan dinámicas destituyentes, sin limitarnos a describirlas, representa para nosotros un primer paso hacia la formulación de una posición destituyente. Desde ese punto, sin embargo, vemos emerger dos caminos: la destitución de la política y la política de la destitución. Nuestro objetivo en este texto es identificar algunos de los atolladeros que vemos en lo que llamamos la destitución de la política y, a continuación, esbozar una política de la destitución.

La destitución de la política

Lo que muestran por encima de todo el movimiento de las plazas, las ZAD, las insurrecciones de los últimos años y los “no-movimientos” en los que la vida se reinventa en la lucha es una brecha insalvable entre las aspiraciones de quienes emprenden la lucha y sus traducciones políticas, incluso por parte de las organizaciones más radicales. La destitución remite a la constatación de que ya no habrá ninguna organización que pueda unificar todas las demandas, al menos ninguna que no sea una estafa dentro de un marco de negociación, ninguna que no beneficie al Estado. Si incluso las organizaciones “revolucionarias” se quedan muy cortas frente a lo que ocurre en todo el planeta al menor signo de insurrección, ¿qué sentido tiene aferrarse a ellas?

En los últimos años, una de las respuestas que ha surgido sostiene que deberíamos centrarnos en compartir estos momentos, ciertas experiencias del mundo y el viraje ético que emerge en situaciones polarizadas. Como sugiere el título de la revista Entêtement, se trata de “mantener una sensibilidad”.

En todas partes de esta época, el “nosotros” representativo [basado en la identidad] es desbordado por el “nosotros” experiencial, tan maleable e inestable pero tan poderoso. El “nosotros” representativo sobre el que se construye esta sociedad no puede comprender este surgimiento histórico de un “nosotros” experiencial. Están literalmente aterrorizados, traumatizados e indignados por ello.4

Una forma de lo que llamamos la destitución de la política afirma que lo que debe crecer es la distancia entre la ética (el “nosotros” experiencial) y la política (el “nosotros” representativo). El desengaño generalizado con la política representativa y la apertura de cuestiones más allá de la lógica del interés ciertamente señalan una abertura en la que necesitamos bucear. Tomar partido por la ética de esta manera, sin embargo, tiende a evacuar la posibilidad de un “nosotros” que no sea ni representativo ni puramente experiencial, sino partidario. Una nueva idea de la política puede surgir del fracaso de su concepto representativo.

Si no están sostenidas por una forma política, las revueltas éticas caen presa de dos tipos de traición. La más obvia es la traición reformista: una revuelta contra el mundo entero (incluida nuestra manera de estar en él) pasa a la historia como un movimiento contra uno de sus aspectos particulares, o como una victoria que da lugar a un sentimiento de progreso y justicia.5 La otra traición es aquella que, reconociendo el carácter total del desafío político, olvida la centralidad de la revuelta en el surgimiento de esta verdad y, desde ahí, se repliega en la ética. Es fácil imaginar la primera: líderes de movimiento convertidos en políticos, presidentes de ONG, profesionales de la izquierda de todo tipo. Los segundos son quienes, habiendo experimentado la revuelta, ven sus vidas trastocadas y, en un intento de secesión respecto de todo, acaban rompiendo con la revuelta misma. Habiendo entrado en los movimientos por la puerta de la política, salen por la puerta de la ética e intentan crear un mundo en el que esta manera de ser pueda florecer. Tras la embriaguez de los movimientos, muchos creen que pueden continuar así.

El intento de formular una orientación basada en el retiro ético tiende demasiado fácilmente a conducir por el camino de lo que llamamos alternativismo. El alternativismo es una de las figuras que asociamos con la destitución de la política. Al centrarse en los proyectos como proyectos, ofrece la posibilidad de agradar a todo el mundo. Para los radicales, el horizonte alternativista es el de una contrasociedad, mientras que para los reformistas, el cambio llegará mediante la difusión gradual de estas prácticas dentro de la economía. En resumen, no hay enfrentamiento frontal con la hegemonía de la economía, no hay pensamiento de ir más allá de “lo que es posible, aquí y ahora”, solo una abdicación ante la lucha que hay que librar. El hecho de que, en lugar de luchar, radicales y reformistas estén defendiendo la proliferación de circuitos cortos de suministro, biorregiones y centros de servicios comunitarios indica más la derrota histórica de los revolucionarios que su victoria ideológica.

En poco tiempo, la infraestructura que se suponía que serviría de apoyo se convierte en un fin en sí misma. Al poner en marcha infraestructuras que no son inmediatamente políticas, esperamos contribuir a una posible situación política, o incluso a una crisis futura. Así, en su forma autónoma, el alternativismo expresa una distancia respecto del tejido insurreccional y sitúa el antagonismo en un tiempo futuro. Llegará un día en que estas tierras alimentarán a los comuneros. ¿Quién puede estar contra la virtud? En cualquier caso, la prefiguración de un mundo posrevolucionario, unida al deseo de construirlo ahora, ha prevalecido sobre la construcción de una fuerza política.

¿Qué formas después de la informalidad?

Hasta hace poco, el énfasis en la revuelta ética iba de la mano con el rechazo de toda forma de organización. Durante un tiempo, el alternativismo pareció ser un camino serio que no traicionaba aquello que le había dado origen. Más ampliamente, aunque la informalidad y la destitución parecían ir de la mano, pronto sentimos sus límites. En muchos sentidos, los últimos años han visto el retorno con fuerza de la cuestión de la organización.

La organización informal, que es la opción implícitamente dominante en el ciclo de lucha actual, se está agotando y recibe críticas de todos lados. La dinámica, que se basaba en la recurrencia de movimientos sociales clásicos en los que las organizaciones reformistas o seudorrevolucionarias podían ser desbordadas, criticadas y combatidas, llegó a su canto del cisne con la pandemia. Tras los últimos estallidos insurreccionales, cualquier posibilidad política fue aplastada por la gestión autoritaria del Covid. La mayoría de los grupos informales preexistentes se redujeron a su implicación en diversos proyectos (comunidad, ayuda mutua, barrio, centro social, negocio, revista), si no a mantener una actitud pesimista, incluso cínica, hacia cualquier intento político. Por supuesto, todavía hay grupos informales que sostienen relaciones políticas participando en tal o cual lucha, pero, como hipótesis, ya no tiene sentido.

El fracaso de la primera fase de experimentación destituyente —que podría definirse como las dos primeras décadas del siglo XXI— produjo así una reacción formalista que se manifiesta en la creación de grupos abiertos. Esta reacción cree que puede remediar la debilidad del movimiento revolucionario mediante soluciones técnicas: estructuras formales de compromiso que permitan ampliar la base organizativa. Algunos han reaccionado así a las fallas evidentes de la informalidad6 vistiéndose con la vieja ropa de la política: oponen al carácter clandestino de la crew grupos formales, públicos, abiertos, orientados a romper el aislamiento de una política condenada como sectaria. Pero, curiosamente, la ropa vieja huele a ropa vieja y el formalismo está volviendo a marcos centrados en categorías sociales, como la clase y otros marcadores objetivos, o (a menudo es ambas cosas) a teorías vanguardistas de la organización.

El péndulo ha oscilado hacia atrás, llevando a antiguos defensores de la informalidad a responder al problema de los números, el compromiso y el aislamiento con estructuras públicas, y a la imposibilidad de expresar claramente su contenido ético y político mediante amplias declaraciones de principios (anticapitalistas, feministas, ecologistas, etc.). Su publicidad, presumida como garantía de expansión y propagación, conduce al final a una sensación de estar demasiado expuestos como para sostener la intensidad deseada, o extraer de ella fuerza a posteriori. Además, en momentos críticos, los espacios abiertos no proporcionan la confianza necesaria para implicarse de verdad, y el vago compartir de identidad o principios no genera compromiso real.

Buscar la solución al problema de la fuerza en un modo de aparecer es plantear la cuestión al revés. La organización pública puede dar momentáneamente una sensación de poder, pero esta se revela engañosa en momentos en que la policía intenta aplastar sistemáticamente lo que brota. A medida que estas organizaciones públicas tienen éxito en su construcción política, son derrotadas por la represión. No contienen las semillas de su superación, sino de su propio aplastamiento. En un tiempo de vigilancia y control propios del tambaleo del orden capitalista global, no puede haber un grupo abiertamente —y verdaderamente— revolucionario en la esfera pública.

Además del problema de la apariencia, volver al uso de ficciones históricas obsoletas o categorías sociológicas derivadas de la nueva crítica no puede dar sentido al conflicto contemporáneo. Estos términos encontraron su fuerza en su capacidad de dar sentido a lo vivido. Eran dispositivos de simplificación, como siempre lo son los conceptos políticos. Hoy, las piruetas retóricas y el arsenal académico necesarios para darles sentido testimonian su fragilidad, no su fuerza. El programatismo no llegó a su fin porque el movimiento obrero fuera derrotado como enemigo, sino porque fue engullido por el mundo del capital. Todo aquello que hizo fuerte al movimiento obrero ha sido integrado en el reino de la economía. Lo que podía verse como la expresión del proletariado, o como dijo Marx, de un “orden que es la disolución de todos los órdenes”, se ha perdido. El movimiento obrero nació en la economía, así que no sorprende que muriera allí.

Para muchos, existe una gran tentación de volver a la lucha de clases como explicación general. Sirve de muleta analítica en su búsqueda del poder que estas hipótesis históricas efectivamente hicieron existir. En lugar de tomar ese camino, nos preguntamos: ¿qué fuerza hizo posible la hipótesis de la lucha de clases?

Aunque la terminología del pasado no puede ayudarnos a captar la complejidad de los acontecimientos que surgen, no deja de ser cierto que la ficción es algo serio. Necesitamos ficción para creer en la realidad de lo que estamos viviendo. La tarea política más urgente es encontrar y compartir los términos que den sentido a nuestras experiencias, a lo que se opone a la dominación, la explotación, la destrucción y todas las formas de poder. El dinero es una ficción, como lo son el Estado y la ley. Debemos oponer nuestras ficciones a las que se nos imponen. Junto con el concepto de destitución, los núcleos y el campo revolucionario permiten recapitular la conflictividad histórica.

Organizar una fuerza destituyente

La destitución implica una “crisis de lo que es”, un rechazo total del mundo. La postura que llamamos “destitución de la política” forma parte de esta negatividad. Sin embargo, debido a su relación ambigua con la conflictividad, no logra participar en el desarrollo de una fuerza revolucionaria —una fuerza capaz de confrontar al poder constituyente, no solo de llamar a desertar de él. Además, la respuesta pública formalista, la renovación del anticapitalismo, necesariamente fracasa en cumplir con las exigencias de clandestinidad impuestas por el poder.

Como dijimos arriba, aunque operan dinámicas destituyentes en los movimientos contemporáneos, con demasiada frecuencia son cubiertas por la pacificación, el orden y el reinado de la normalidad. Para Idris Robinson, la tarea de los revolucionarios es revelar las dinámicas destituyentes para trastocar el orden de las cosas y precipitarlo en un conflicto incontrolable. Más que afirmar que la destitución es inmanente a las revueltas contemporáneas, sostiene que la situación conflictiva ingobernable es de hecho el resultado de la organización de una fuerza destituyente. Por lo tanto, es necesario “organizar un poder capaz de producir un enemigo diametralmente opuesto, provocando así una confrontación tan salvaje que conduzca a una situación totalmente incontrolable, ingobernable e ingobernada.”7

Es obvio que no hay un interruptor que pueda disparar mágicamente una confrontación tan salvaje que llevara a una situación totalmente incontrolable. Lo que es posible es buscar, empujar y revelar los antagonismos contenidos en cada situación. Como mínimo, debemos reconstruir un imaginario de lucha política y buscar a quienes puedan acordar enfoques similares. Si la destitución de la política ha tomado por el momento la forma de rechazos, el contenido de lo que podría ser una política de la destitución sigue por elaborarse. La pregunta, entonces, es cómo desarrollar una fuerza política capaz de reforzar la polaridad revolucionaria dentro de las situaciones, de hacer más fuerte la opción destituyente. ¿Cómo asegurar que “no quede ni uno solo”?

Armar la destitución con una política nos permite imaginar un contenido positivo para los diversos rechazos que implica. La política que intentamos describir aquí concierne a cómo nos mantenemos fieles a las situaciones que trastocan el curso ordinario de las cosas, de manera que lo que se abre en estas situaciones no se cierre de nuevo tan pronto como se reanude la normalidad. Badiou lo expresó acertadamente cuando escribió que “el partido” es lo que organiza la fidelidad al acontecimiento emancipador, llevando sus consecuencias lo más lejos posible.

Lo que se revela entonces, y a lo que debemos permanecer fieles, es la siguiente verdad: la normalidad de la economía no es el único camino concebible; es posible tomar decisiones basadas en otras lógicas. Debemos politizar los rechazos que emergen en la revuelta y que pueden trastocar irreversiblemente nuestras vidas al volverse parte de nosotros. Si las revueltas éticas tienen el poder de irrumpir, el desafío es encontrar las formas políticas que las hagan durar en el tiempo, las enunciaciones que las vuelvan compartibles más allá de la experiencia. Permanecer fieles a esta verdad significa continuar alimentando este vuelco. Esta densidad compartida existe en oposición a la economía y necesariamente impone algo que trasciende nuestras propias vidas. A partir de ahí, la política convoca la idea de un “nosotros” que es una pertenencia pero que debemos tratar siempre de situar dentro de un horizonte, incluso como participantes de un campo.

Una inclinación contemporánea, profundamente liberal, lleva a algunos a concluir que deben evitar involucrarse en cualquier grupo, que “mi vida es mi elección”. En última instancia, sería más interesante navegar la miseria emocional del liberalismo existencial que quedar atrapados en lo que podría convertirse en una deriva sectaria. La crítica del activismo que nosotros mismos difundimos fue, de hecho, demasiado soluble en esta época.8 Para salir de este callejón, creemos necesario formalizar espacios políticos. Formalizar en el sentido de dar forma y poner en palabras, para clarificar los contornos de una posición: quién la comparte, cuán porosa es, cómo nos relacionamos con ella y cómo podemos fortalecerla.

También creemos que es posible formalizar nuestras posiciones sin traicionar nuestra pertenencia a un “nosotros” más amplio, el de los insurgentes, nuestro partido histórico. En otras palabras, necesitamos darnos formas políticas, sabiendo que las situaciones revelarán sus límites y que habrá que superarlas. Nuestros órganos de coordinación partidaria, nuestros núcleos revolucionarios, no deben perder de vista su relación con una conspiración más amplia. El plan sigue siendo el de la revolución en el momento de la insurrección. Todo lo demás no es más que prolegómenos.

Por un lado, el “medio revolucionario”, en gran medida caracterizado por el informalismo y el rechazo al compromiso, claramente no está a la altura. Por miedo a confrontar la pared del sentido, o por una culpable conciencia izquierdista, hemos desarrollado el reflejo de crear espacios para otros —aun cuando eso implique enunciar medias verdades en las que no creemos con la esperanza de aumentar nuestros números. A falta de un espacio en el que poner en juego orientaciones estratégicas —no en términos de luchas sectoriales, sino en términos del horizonte revolucionario—, los intentos organizativos están condenados a producir agitación radical sin futuro. Por otro lado, las respuestas de formalización actuales son insuficientes para reconstruir una fuerza capaz de hacer surgir y crecer la posibilidad revolucionaria. Aquí proponemos delinear los contornos de esta fuerza, a la que nos referimos como el campo revolucionario, y el espacio más restringido desde el cual lo concebimos, el núcleo.

Construir el campo revolucionario

El Partido, que no hace tanto tiempo acogía en su seno a la gran mayoría de las organizaciones revolucionarias, ha sido reemplazado en décadas recientes por el medio. Lo que hoy une a los revolucionarios es esencialmente un conjunto de relaciones interpersonales implícitamente políticas. El medio es una fantasía de organización, un agregado sin horizonte, casi accidental, que se reproduce mediante fechas ritualizadas (ferias del libro, manifestaciones anuales, etc.), en una estética radical o mediante la creación de nuevos proyectos que morirán tan rápido como nacen. Aunque puede concentrar su fuerza durante tal o cual evento, hay que admitir que esta forma no ha producido en la última década la menor clarificación política que vaya más allá de su microcosmos. Nada muy amenazante por el momento.

Sin embargo, sin duda todavía existe algo así como un “partido histórico”, una manera de nombrar a todas las personas y gestos que trabajan activamente para volcar el mundo de la economía y sus gobiernos. Si bien esta manera de ver las cosas nos inspira, creemos que solo es posible formar algo así como un campo si estamos verdaderamente organizados. Necesitamos ficciones —ideas que nos permitan pensarnos y reconocernos— que nos empujen a producir formas. Un plano de consistencia. Para nosotros, el campo revolucionario no es solo un lugar para compartir ideas, sino también para tomar partido activamente por la revolución. Debe servir como espacio de discusión, planificación estratégica y organización entre distintos grupos. El campo es un espacio, no una institución que pueda replicarse con sus códigos y procedimientos. Más bien, es una manera de pensar la conspiración, una forma que empieza a difundirse. El campo revolucionario es por lo tanto tanto una hipótesis como una forma concreta de organización política.

El propósito de un espacio como el campo es, ante todo, remediar la naturaleza dispersa y aislada de las fuerzas revolucionarias. En una situación dada, la coordinación dentro del campo nos lleva a considerar intervenciones más potentes, tanto tácticamente como en términos de discurso. Evitar multiplicar los llamados y la confusión. Si es necesario, pensar los desacuerdos en términos políticos y estratégicos, no en términos de malentendidos o conflictos interpersonales. Fuera del movimiento, cuando las fuerzas tienden a replegarse sobre sí mismas, el campo establece un espacio donde el intercambio permite la resistencia en el tiempo. Del mismo modo, el campo ofrece una distancia estratégica entre las fuerzas que lo componen. En lugar de fusionarlas, permite su juego.

El campo no constituye un punto de enunciación, un nuevo sujeto político capaz de actuar y expresarse. Buscamos organizar la conspiración: encontrar modos de reunir las distintas fuerzas en juego y salir de nuestros atolladeros. Sin embargo, el campo no puede reducirse a un espacio que representa a los elementos que lo componen. Los grupos no deberían abordarlo en el modo de un congreso —donde cada cual busca imponer las posiciones de su unidad política sobre las de los demás— ni en el modo de una asamblea, de la cual deba surgir una decisión por conteo de votos individuales. Las decisiones que se tomen allí se basan en la posibilidad de acuerdos e iniciativas que atraviesan a las fuerzas que lo componen: una nueva situación puede conducir a una iniciativa original que no coincida con la división previa ni con todos los grupos presentes, sino que forme un conjunto nuevo por sí misma. La pertenencia se basa en el encuentro entre diferentes posiciones, y debe actualizarse siempre; pero por ello mismo es más sincera.

Además de una pertenencia lograda por un sentido político común y la elección de un relato compartido, creemos también en el carácter generativo del compromiso. El campo debe proporcionar espacios formales y concretos que tengan una interioridad, que estén ligados a la presencia y la participación activas: espacios de discusión, debate, planificación, debriefing, etc. El grado de formalización, así como las características de los grupos que lo componen, y la cuestión de si puede incluir individuos o solo grupos, quedan por determinar en función de las directrices básicas establecidas por quienes usan este espacio.

Aunque el campo no requiere que todos sus miembros tengan las mismas prioridades, presupone sin embargo un criterio y orientación básicos, que es plantear y dar vida a la cuestión de la revolución: la capacidad de decir “nosotros”, aunque esto cubra necesariamente diferencias. Pero la etiqueta “revolucionario”, aplicada indiscriminadamente, no puede ser garantía de pertenencia. El campo no es un medio ni una red que aglutine todo tipo de tendencias con sus pretensiones de radicalidad. Para las fuerzas que pertenecen al campo, la actividad política debe formar parte de una estrategia que pueda explicarse. A falta de una estrategia, planea el problema de una “caja negra” capaz de transformar mágicamente cualquier forma de implicación reformista en actividad revolucionaria.

Obviamente, es imposible decidir fuera de cualquier situación concreta qué define exactamente una posición revolucionaria. Este ejercicio de discernimiento sigue siendo fundamental; por esta puerta debemos salir un día del túnel de la deconstrucción. No volveremos a dejarnos engañar por el reformismo o la toma del poder estatal. La revolución implica un trastocamiento del orden establecido y de los modos de vida por parte de las masas insurgentes. Todos aquellos que trabajen incansablemente por el advenimiento de este trastocamiento y decidan organizarse sobre esta base participarán del campo revolucionario.

Formar núcleos densos

¿Qué formas políticas se encontrarían dentro del campo revolucionario? Sin duda un poco de todo lo que ya hemos visto: grupos de afinidad, pequeñas células comunistas, grupos de amigos, miembros de organizaciones políticas, pilares del medio, personas que hacen intentos en luchas territoriales, sobre cuestiones sociales o económicas, etc. La composición variaría seguramente según el lugar, el nivel de intensidad y las formas de organización política propias de cada sitio. Sin embargo, la formación de unidades políticas densas y determinadas cambiaría drásticamente la fuerza de un espacio como el campo revolucionario y, más en general, la atmósfera política. Estas unidades son lo que llamamos núcleos revolucionarios.

Una de las limitaciones actuales que vemos es la falta de una posición clara por parte de los grupos organizados. Tanto el grupo de afinidad como la organización formal amplia están afectados por esta carencia. Para formular una posición, un núcleo revolucionario debería hacerse ciertas preguntas: ¿Cuál es nuestro marco de análisis? ¿Cuál es nuestra perspectiva estratégica para los próximos meses y años? ¿Qué vamos a priorizar? ¿Por qué? ¿Qué interpretaciones compartimos de nuestras experiencias comunes? ¿De nuestros fracasos y éxitos? No se trata de producir grandes metarrelatos, explicaciones universales que busquen abarcar todas las experiencias y situaciones. Nuestras interpretaciones deben poder adaptarse a la situación y emanar directamente de ella; una vez que se fijan, nos encierran. Debemos ser capaces de reunirnos en torno a un conjunto de consideraciones articuladas que puedan ser escuchadas y compartidas por otros.

Los núcleos revolucionarios son el tipo de formas políticas capaces de cumplir esta tarea, en tanto constituyen la forma más densa de organización política. No es el número de miembros dentro de un núcleo lo que crea su densidad, sino la posición política decidida por quienes lo componen. Su posición no puede resumirse en principios generales o identidades compartidas. Más bien, constituye un acuerdo político fuerte que tiene consecuencias.

La falta de posicionamiento entre los grupos organizados contribuye a la confusión que hoy reina. Sin propuestas sobre la mesa, es imposible entendernos o situarnos unos respecto de otros salvo mediante efectos de distinción; lo interpersonal prima sobre lo político. Por definición, una posición es tanto una de las coordenadas que permiten situar un objeto en relación con otro como la orientación que ese objeto toma según su horizonte. El núcleo debe ser un punto de enunciación. Tomar posición significa expresar, enunciar y formular, como la postura que uno decide adoptar para ser tomado en cuenta, una lectura del mundo a la cual confluir. Sin embargo, una posición es también la manera en que algo se dispone y organiza. La forma es inseparable del fondo. En el núcleo, el compromiso se basa en la confianza y el entendimiento, que refuerzan los vínculos y mantienen la forma en el tiempo. Este entendimiento se desarrolla mediante un acuerdo mutuo: priorizar algo que afecta a un horizonte mucho más amplio que la vida colectiva del grupo.

Cada núcleo descansa necesariamente sobre una base ética, explícita o no. Para nosotros, el compromiso político implica una profunda transformación de la vida; significa cuestionar nuestra relación con el dinero y el trabajo, experimentar la vida colectiva, compartir no solo lo material —lo que tenemos—, sino también lo que somos, nuestros deseos y las decisiones que tomamos. Abrir el espacio de lo común desafía la lógica de la apropiación y la valorización dentro del grupo. Sin querer reducir la política a la vida misma, creemos que lo que compartimos tiene sentido: creemos que la vida cambia cuando se vive juntos. Es lo que da fuerza y sostiene el compromiso.

Por nuestra experiencia, la falta de clarificación de las formas es uno de los problemas de las crews y los grupos de afinidad. Esta ambigüedad obstaculiza su porosidad y hace arbitrarios sus criterios de pertenencia. Si bien reconocemos como importantes la intensidad de la experimentación colectiva y la opacidad conspirativa que los mueve, la estructura de núcleo ofrece la posibilidad de formalizar procedimientos, clarificar ritmos y problematizar modos de entrada y salida. En este sentido, se parece a una organización formal amplia. Para no estancarse, el núcleo necesariamente busca encontrarse con otros núcleos, hacerse más fuerte y más sabio. Es a través de la pertenencia al núcleo que el compromiso de sus miembros puede mantenerse y clarificarse. Del mismo modo, compartir propuestas y comprometerse con ellas hace posible su expansión.

Los núcleos solo tienen pleno sentido en la medida en que permanecen en diálogo con otros núcleos y con el espacio más amplio del campo revolucionario. Aunque por el momento solo podamos experimentar núcleos de este tipo que involucren a unas pocas decenas de personas, nuestra apuesta es que es posible hacerlo con muchas más. La historia está llena de toda clase de experimentos que, sin traicionar la densidad de sus lazos, pudieron crecer en número.

Espacios de experimentación: comunismo, uso, política

Si un inmenso abismo parece a veces separar a los revolucionarios —el del vocabulario teórico y político—, nuestras inclinaciones apuntan en una dirección común. Como huérfanos políticos, agotados de ser arrojados constantemente contra la pared del sentido, al menos dos cosas nos reúnen. La primera, e inmediata, se revela en lo que buscamos encontrar o provocar en los diversos movimientos sociales o situaciones a los que nos enfrentamos: gestos de ruptura, discursos que eluden la lógica del derecho y la legitimidad, impulsos ingobernables. Es mediante un suplemento de organización, y no mediante la simple participación, que lo que falta en una situación puede ser figurado y llevado hasta el final. La segunda reside en nuestro deseo de confrontar la cuestión revolucionaria a partir de los fracasos del último siglo y de los obstáculos de nuestro presente inmediato. Nuestros caminos apuntan hacia un retiro de la política del poder, pero hasta ahora han estado en tensión con la formulación de nuestra propia política y con el principio de organización. Es en esta tensión donde nos orientamos.

Hablamos de espacios estratégicos como un uso de la política. Pero ¿qué hace posible este uso o, más en general, qué hace posible la política? Apostamos por la dimensión negativa de la política destituyente, porque sabemos que en la destrucción del poder del Estado reside la posibilidad de la comunización. La insurrección, el acontecimiento político por excelencia, es precisamente el momento privilegiado, porque permite abrir la pregunta más general posible al mayor número de personas posible. En ella, cualquier intento prefigurativo o de planificación sería o bien humillado o bien impuesto [impuesto]. Sin embargo, este redepliegue negativo de la política, su desconfianza hacia los fines, nos exige repensar el sentido del comunismo, que ha servido de horizonte en la política del último siglo. El comunismo ha sido entendido de manera desastrosa como la fabricación de un mundo nuevo por parte del Estado. Hoy, en cambio, pensamos el comunismo como la condición de la política destituyente, al menos de dos maneras.

En primer lugar, el comunismo es el nombre dado a una política de enemistad y antagonismo con el capital. Como señala Bernard Aspe, es el nombre dado a una filosofía general del antagonismo, de la irreconciliabilidad con el mundo y de la posibilidad de una exterioridad aquí y ahora. El comunismo es, por lo tanto, el nombre de una posibilidad de política, porque una política solo puede revelarse en relación con otra que le sirva de enemiga a nivel de la totalidad. No momentáneamente, en un proceso de modificación interna, sino por completo. Es específicamente al revelar cómo son posibles decisiones distintas de las relativas al interés que el comunismo se instituye como el nombre de una política contra la economía.

En segundo lugar, el comunismo remite a la condición de la política de otra manera: no podemos imaginar cargar con algo políticamente sin elaboración colectiva. Esto requiere la apertura de un espacio en el que la cuestión de la supervivencia no constituya el asunto central. Más que un arreglo material, el comunismo trasciende nuestra simple capacidad para llegar a fin de mes, y surge cuando los seres dejan de contar y comparten tanto lo que son como lo que tienen. El retiro ético es, al fin y al cabo, solo una de las posibles formas que puede tomar la destitución. Si permitimos que la dimensión existencial del movimiento destituyente se infle indefinidamente, su carga comunista termina neutralizada. No decimos que esta dimensión deba negarse, solo que debe vincularse a la construcción de una fuerza política.

El comunismo es, por lo tanto, una idea que nos guía, algo que buscamos difundir tanto como descubrir en el mundo. Es una relación que nos permite ver en un gesto o un acontecimiento el potencial de división, intensificación o alianza. El comunismo es experimentado por muchos allí donde falla la lógica de la apropiación, como una atmósfera: allí donde se abole la distancia entre quienes deciden y quienes actúan, entre quienes poseen y quienes no, permitiendo que se tomen decisiones, se decidan orientaciones, se adopten o eliminen prácticas. En este sentido, el comunismo solo puede experimentarse a distancia del Estado. El sustrato del que brotan tales experimentos no reside en el placer del combate, ni en ningún conocimiento científico acerca de la posibilidad de que la pesadilla termine, aunque esto pueda alimentarnos. Su caldo de cultivo es la verdad compartida de que la pesadilla puede terminar.

Por supuesto, nuestra participación en tal o cual situación nunca está completamente condicionada; siempre podemos vernos arrastrados por un acontecimiento, independientemente de cualquier espacio que lo preceda o lo sobreviva. Sin embargo, cualquiera que encuentre allí camaradas y decida permanecer fiel al acontecimiento inevitablemente se enfrentará a la pregunta: ¿cómo podría continuar esto? Por útil que sea la distinción entre ética y política, quizá estemos tocando aquí su punto de inseparabilidad.

NOTAS

  1. Jacques Camatte, “Against Domestication” (1973).
  2. “Que se vayan todos” y la segunda parte del eslogan, demasiado a menudo olvidada, “y no quede ni uno solo” (y que no quede ni uno solo), quizá anuncian la tarea de la nueva fase de la destitución que comienza.
  3. Kiersten Solt, “Seven Theses on Destitution”, Ill Will, 12 de febrero de 2021.
  4. Anónimo, Conspiracist Manifesto, trad. Robert Hurley, Semiotexte, 2023, p. 301.
  5. Considérese el ejemplo de la secuencia política de 2012 en Quebec y la forma en que se le puso fin. Muchos meses de protesta encendida se redujeron a la cuestión de las matrículas y a un cambio de gobierno mediante elecciones.
  6. La política informal no ha sido capaz de proporcionar una teoría que vaya más allá de su propia experiencia. Queda confinada al silencio, la melancolía o la investigación.
  7. Idris Robinson, “Introduction to Mario Tronti’s ‘On Destituent Power’”, Ill Will, 22 de mayo de 2022.
  8. El rechazo del activismo clásico, que separa artificialmente las elecciones de vida y las perspectivas políticas, generó confusión acerca de lo que constituye acción política. El rechazo de la política clásica condujo a una tendencia a borrar por completo la distinción entre ética y política, volviendo oscura o ambigua la diferencia entre la organización de la existencia y el desarrollo de formas políticas.

Fuente: Ill Will

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