Pensar es servir. Martin Heidegger
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Pensar no es una facultad humana, igual que llover no es una facultad ni de las nubes ni de los lugares donde cae. Cuando decimos «llueve» a nadie se le ocurre preguntar «¿quién llueve?». Llueve la lluvia, sin más: es un fenómeno natural. Pero cuando decimos «piensa», nos parece extraño decir que «piensa el pensamiento». Se concibe el pensar como una actividad humana, asociada a una facultad que poseemos en tanto que sujetos que pueden decidir si activar o no dicha facultad. Pero basta poner un poco de atención para darse cuenta de que en realidad el pensar no es algo que hacemos sino algo que padecemos: (nos) sucede. Es más: si nos proponemos pensar no logramos hacerlo; lo que podemos hacer, en cambio, es analizar y/o razonar.
La sensación es que los pensamientos son algo que tienen lugar en nuestro cerebro, lo cual lleva a la ilusión de que este es el órgano que los produce. Pero el individuo no piensa: es el propio pensamiento quien lo hace. Ante el pensamiento somos tan pasivos como puedan serlo las nubes donde el agua se condensa. El intelecto del individuo no puede hacer más que acoger y limitar. Lo que hace no es pensar sino ponerle formas, encajarlo en unas palabras, estructuras e imágenes mediante las cuales trata de captar eso que sucede: el pensamiento mismo. Pero este generalmente se le escapa y pasa, sin dejar más que vagas impresiones.
Esto es válido para otros fenómenos, en mayor o en menor medida. Sería ilusorio creer que nuestro «yo» hace la digestión. Decimos: estoy haciendo la digestión, o estoy cansado, o estoy respirando… pero ¿son realmente actos que alguien lleva a cabo? No son, en cualquier caso, acciones que realicemos ejerciendo nuestra voluntad. El ejemplo de la respiración es ilustrativo, pues ahí existe una dinámica que implica el aire, como elemento externo, y los pulmones que lo reciben y lo expulsan. También el pensamiento es suscitado por algo que viene de un afuera y que los sentidos procesan: intuiciones, situaciones, imágenes, palabras…
Fijémonos en ver. ¿Soy «yo» realmente quien «ve»? ¿O acaso el ver es algo que (me) sucede? Pueden ser las dos cosas, pero lo segundo es lo primario. La mayoría de las veces vemos sin realizar el acto de mirar. El ver es un fenómeno de la naturaleza del mismo tipo que el llover, igual que hacer la digestión corresponde a la fotosíntesis y el latir del corazón al ir y al venir de las mareas. Nadie dice: «yo lato mi corazón». Somos seres pasivos con respecto a la mayoría de lo que (nos) sucede, tanto dentro como fuera del lugar donde estamos situados.
Cuando dirigimos conscientemente la mirada suele suceder que proyectamos en lo visto ciertas intenciones que nos han llevado a dicho acto. Cuando simplemente vemos, de forma espontánea, las cosas se nos presentan como son. Aunque quizás estemos entre lo uno y lo otro, inevitablemente; en este caso se trataría de decidir si orientarse hacia el mirar consciente o tratar de dejar que el pensamiento suceda y que lo ente se nos muestre como es, en su desnudez originaria. Pero eso nos exige alcanzar nosotros mismos esa desnudez.
La dicotomía está entre afirmar el ser o dejar ser a lo ente; entre concebirnos como un sujeto libre que ejerce su voluntad sobre el mundo circundante, o entrar en la matriz de la existencia a través de la atención y del cuidado. Quizás exista la posibilidad intermedia: un deseo y una acción que no son afirmativas de nuestra voluntad, sino frutos de la empatía y del amor que reúne a las criaturas en Al-lâh.
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Pensar es diferente de razonar o de aplicar las leyes de la lógica. La razón actúa desde un sujeto soberano que analiza, mide, calcula y somete el mundo a si misma, situando al hombre como señor de la existencia.
Pensar pasa por trascender la dualidad sujeto-objeto. No consiste en imponer criterios humanos, ni doctrinas ni conceptos, sobre una realidad que es anterior al ser humano, sino en permitir que las cosas se nos muestren tal y como son. Pensar las cosas en sí mismas, dejarlas que afloren y lleguen hasta nosotros. Acogerlas sin ejercer sobre ellas ninguna violencia conceptual.
Por eso el pensamiento, cuando supera esta fase narcisista de la racionalidad y de la lógica formal, deviene meditación.
La mayoría de las veces el pensar nos sobreviene, se inicia de forma inesperada. Pero pocas veces nos detenemos a pensarlo, nos demoramos en aquello que ha venido en forma de un pensamiento inesperado. No le prestamos la atención que nos pide.
He estado pensando en mi hija. Algo hizo que me acordase de ella. Este recuerdo se ha alimentado de imágenes vividas y estas han suscitado pensamientos sobre su carácter, sobre nuestra relación, sobre como puede afectarle el que yo sea su padre… Los pensamientos han ido apareciendo de forma natural. Con esto no he llegado a pensar.
La mayoría de las veces el pensar no se transforma en contenidos. Se queda en lo inicial, sin ir más allá de la evocación y del tener en cuenta más primario. Pienso en la sonrisa de la amada. Este pensamiento me llena de ternura, sin llegar a tener ninguna idea sobre ello. De pronto el pensamiento salta de lo particular a lo universal. La evocación de la sonrisa me lleva a considerar el acto humano del sonreír como diferente de reír. Si me dejo llevar por estos pensamientos podría alcanzar la esencia misma del asunto. Pero esto quizás requiera el esfuerzo sobre-humano de la pasividad: la entrega confiada a las ideas que nos guían. Dejarse llevar por el pensamiento hasta su centro.
Esto sucede cuando nos detenemos y meditamos largamente en algo. La meditación suscita reflexiones. Si estas son recurrentes van creciendo y haciéndose cada vez más complejas. Se amplían hacia diversos horizontes y topan con creencias con las que colisionan o con otros pensamientos a los que modifican y completan. Todo ello puede suceder sin caer en el análisis formal y sin perder el carácter meditativo del pensar. Llega un momento en que estas reflexiones piden ser escritas. La escritura permite retener lo pensado, fijarlo para que podamos volver sobre ello. Si lo escrito ha surgido del pensar al volver sobre ello volvemos al pensar. Un pensador es quien hace de esto el centro de su vida. De él se dice que está siempre en las nubes. Lo cual suscita la pregunta clásica: ¿dónde estamos cuando pensamos? Flotando en la matriz de la existencia.
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Ver y pensar no son acciones que lleve a cabo un individuo o un sujeto. No son actividades propias de un sujeto que posee ojos y decide ver o no ver, pensar o no pensar. Son cosas que suceden sin la intervención de la conciencia, sin la afirmación de que yo soy el que ve y yo soy el que piensa. Es una situación ontológica que padecemos. Pero esta queda velada por la consideración del ver y del pensar como capacidades del yo y por los ojos y la mente como órganos que posee un individuo. Hay que volver a lo inicial: una situación previa a toda subjetivación. Esto es válido incluso para los casos en los que sí tengo la voluntad de mirar o de reflexionar. Puedo girar los ojos y dirigirlos, pero lo que veo es algo que está ahí y que reclama la mirada. El abrir los ojos puede ser un acto volitivo, pero no el ver mismo.
Ver es conectar lo visible con lo no visto. Solo lo no visto nos permite ver de un modo entrañable. Solo lo impensado nos permite pensar, hacernos receptivos a lo que viene al pensamiento, a aquello que «se piensa» en nosotros. Y es precisamente aquello que se ve y que se piensa de forma primaria, sin intervención alguna de la voluntad, lo que verdaderamente nos afecta.
¿Por qué esto es así? Bergson decía: «la materia es un conjunto de imágenes en movimiento». Pero estas imágenes –igual que la materia misma– son frutos del amor. Este amor es un impulso o una energía vital que lo permea todo. Esto hace que pueda ser emocionante ver una pared. Da relevancia a las imágenes que nos vienen al encuentro y nos conecta con ellas de un modo entrañable. Todo lo que vemos está lleno de vida. No somos nosotros quienes vemos las imágenes sino que somos penetrados por ellas. Las imágenes surgen de las cosas y entran en nuestra alma, que las acoge instintivamente como si fuesen hijos del amor. El simple hecho de ver nos remite al impulso creador que nos conecta con lo visto. Si somos pasivos es porque estamos inmersos en un marco común que nos precede. Por eso ciertas imágenes nos atraen, nos llevan a ese centro indecible que las hace fulgurar ante los ojos. Se habla entonces de la visión del corazón.
El resultado inmediato es el maravillarse. Las imágenes no serían visibles sin la luz. La luz de Al-lâh lo impregna todo. La imágenes brillan en la luz. La luz de Al-lâh se revela en el brillo de la imagen. Por eso decimos que una imagen es un signo de Al-lâh. Pero esta revelación solo es accesible a aquellos que han rendido su mirada, que se hacen receptivos y se dejan penetrar por las imágenes en su transparencia originaria, no ya como objetos dispuestos para el uso, sino como manifestaciones de la misma fuerza creadora que nos ha creado.
El segundo resultado, cuando interviene la conciencia, es el asombro. Pero tampoco se trata de una intervención de la voluntad sino de otro fruto de una conjunción: la conciencia se deja penetrar por esas imágenes maravillosas y se ve abocada al asombro, como un estado de ánimo que conecta el ver con la conciencia, siendo esto a su vez fruto de la conexión de los ojos con las imágenes que les vienen al encuentro desde las cosas mismas. Podemos entonces concebir un modo de mirar solidario con el pensamiento. Es la contemplación.
El asombro suscita las preguntas: ¿por qué hay mundo? ¿de dónde surge todo esto? ¿cómo explicar esta maravilla? Queremos comprender para poder saborear de forma más profunda estas conexiones que nos constituyen, no ya como sujetos frente al mundo sino como criaturas conectadas por un vínculo profundo con lo que nos rodea. Y esto es lo que suscita el pensamiento. Es algo que sucede cuando permanecemos en estado de receptividad.
Llegamos a la revelación. El pensamiento cristaliza en una forma inesperada, tan radical en sus premisas como coherente, aunque poética y lejana, inaprensible para la razón. Quedamos anonadas por algo que ha sucedido sin que sepamos como. Somos colmados en la medida en que nos hemos vaciado. El pensamiento se desborda en un entramado de asociaciones cada vez más sutiles, hasta el punto de que apenas podemos vislumbrar de ellas un destello. Todo queda englobado en una visión que nos sorprende por su potencia y su belleza. Hablamos entonces de un estado de gracia, que otros llaman beatitud. Son momentos felices en los cuales nos sabemos participes de una sabiduría eterna e increada. ¿Qué quiere decir esto? Que no es una invención humana: es consustancial a la creación desde el principio de los tiempos y, por ello, nos pertenece a todos por igual. Sabemos que esta trasciende cuanto podamos decir o conocer. Pero también que las palabras reveladas aluden a ella de un modo tan preciso como necesario. Se trata de ser fieles a aquello que nos sea revelado, de cara a compartirlo con los otros. No somos creadores sino servidores de un saber que, por su origen en lo común, nos hermana con el resto de las criaturas.
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El ver y el pensar se dan en el mundo y con los otros. Quisiéramos permanecer pasivos en un modo de pensar y de sentir que nos conecta con la matriz, al margen de las dificultades. Pero hay acontecimientos que, de forma patente, nos asaltan: reclaman nuestra atención y nos convocan a la vida, exigiendo una respuesta. No responder a ellos sería una negligencia. Se trata de acontecimientos que requieren que los miremos fijamente y exigen ser pensados. No podemos dejarlos pasar como simples sucesos en el fluir de la existencia.
Se trata entonces de encontrar el punto medio: aprender a pensar y a mirar lo que acontece desde la desnudez originaria. ¿No es esto la teoría? En este caso, la contemplación se opone a la doctrina, como pensamiento fijado en preposiciones que connotan el pensar y lo fuerzan en una dirección determinada. Pensar es poner a un lado toda doctrina sobre el mundo, para dejarse guiar por una verdad que, de forma esencial, desborda lo aprendido.
Tan difícil como aprender a pensar es el mirar. Si el ver es pasivo, el mirar es activo; implica el poner la atención sobre aquello que se mira, a contemplar sus rasgos, combinando con ello los sentidos y la reflexión, tratando de captar su naturaleza. Ese mirar implica el establecimiento de una relación con lo mirado que tiene su sustento en el principio de la simpatía universal: todo está conectado.
A través del pensar meditativo el humano entra en empatía con el mundo. Pensando despierta el ser de su letargo y de su ensimismamiento, para que el ser mismo nos oriente hacia lo indestructible que nos une. Si esto es así, pensar no tiene nada que ver con la lógica ni con el raciocinio. Quien razona no piensa, quien piensa no calcula.
El pensar se distingue del razonar por la reverencia con la que considera lo pensado. No lo toma como algo que pueda (o deba) dominar mediante argumentos y proposiciones. Lo considera como algo digno de ser considerado y de lo que recibe un sentido que no quiere ni puede abarcar. El pensar meditativo es cuidadoso. No avasalla la cosa ni la convierte en un objeto. La deja ser y se aproxima a ella con preguntas.
Por eso solo puede ser pensado aquello que se ama. No hay verdadero pensamiento sin amor, ni hay amor sin cuidado. ¿Quiere esto decir que no se pueden pensar el mal, la muerte o la opresión? Nadie ama la tortura; ¿no puede ser pensada? En este caso el amor está en el odio; el rechazo del mal se funda en el amor al bien. Puede pensarse la injusticia porque se ama la justicia.
A menudo pensamos en la situación del mundo, en la situación política y social, en el hambre y en la alienación, en la corrupción y en la prepotencia con la cual los poderosos desprecian y manipulan a las masas. Por poco que pensemos nos volvemos críticos. Nos vemos abocados a pensar lo negativo. Nos sentimos abrumados por el peso de las cosas. La preocupación se mezcla con la impotencia. El pensamiento llora y el llanto se transforma en grito. De ahí surgen panfletos y denuncias que el pensamiento reconoce como pasiones tristes. Por eso necesita volver a la matriz, no dejarse atrapar por el imperio de lo ente.
El pensar meditativo, por mucho amor que ponga y por muy certera que sea la crítica a la que conduce, no puede nada contra la racionalidad calculadora, que emborracha a los egos y los lleva de una vivencia a otra, alimentando su voluntad de ser y de dominio. Esta se enseñorea sobre el mundo, conduciendo a los entes hacia la trampa que los ciega. Poco puede hacer el pensar frente al imperio de la técnica en la era de las maquinaciones. Pero puede invitar a otros al cuidado.
Pensar cualquier cosa o acontecimiento como un creyente piensa en la divinidad: abriéndose a ella, desde la reverencia y el cuidado, sin pretender dominarla ni cosificarla. Sintiéndose pequeño frente a la grandeza –a menudo terrible– de lo dado.
