Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: Sobre de una deriva ficticia de la literatura latinoamericana

Filosofía, Literatura

Una deriva. Solamente una. Podrían haber muchas. De hecho, las hay: existe una multiplicidad de derivas, reales y potenciales, ignoradas o al borde de quedar expuestas, cada cual con su significación y sus acentos, cada cual recalcando los lamentos de sus caídas o esmerándose en tejer las proyecciones de sus deseos. Hablamos de una deriva, entre muchas otras, sufrida por la literatura latinoamericana.

En efecto, la deriva que abordaremos ostenta un carácter interpretativo, o mejor dicho, doblemente interpretativo. Se trata de una interpretación donde lo interpretado ya constituye, a nivel esencial, una interpretación: la ficción es interpretación que, dichosamente, se ha desprendido de su principio de realidad y de la jactancia enunciativa de la verdad, de una sola verdad. Pero, paradójicamente, en la desenvoltura de tal ficción siempre termina por revelarse la máxima verdad. No la deslavada verdad de los hechos, sino aquella que acompaña e impulsa a vivir a cada ser humano: el deseo de la felicidad, la cual, cargada de angustias, se plasma en imaginación.

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Desde Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez, hito originario y al mismo tiempo cenital del boom latinoamericano, hasta la aparición de la pálida y olvidada novela de Jaime Bayly, La mujer de mi hermano (2002), bien podríamos esbozar la existencia de un trayecto imaginario. Una deriva. Una deriva -entre otras muchas otras- padecida por ciertos regímenes narrativos, por ciertos tipos de regiones, específicamente novelísticas, que integraría ese corpus canónico llamado literatura latinoamericana. Entre esos dos puntos, entre esos 35 años de distancia temporal (distancia temporal que, en sí misma, podría decir mucho y también muy poco), hemos de introducir una hipótesis o, mejor dicho, el simulacro de una hipótesis, esto es, la formulación de una intuición, sin pretensión de validez alguna de verdad, pero disfrazada a la manera de una hipótesis travestida de ficción. En fin, nos referimos a la posibilidad de leer una suerte de metamorfosis interna a la literatura latinoamericana, cuya transformación, no obstante, correría en paralelo al desarrollo de la política y las sociedades del subcontinente durante el último tercio del siglo XX. Así, entre estos dos puntos, García Márquez y Bayly, 1967 y 2002, se abre un espacialidad, un perímetro de ausencia ávido de recibir su forma, una trayecto periférico cuyos pasos concatenados aún no han sido recorridos, sino sólo lejanamente imaginados. Tal abertura interpretativa, en este caso, acoge una ficción: la interpretación de un declive para nada presente, el tránsito de un movimiento tenue y tembloroso, el dibujo de una velocidad manual y gozosa, más rauda que sí misma, más huidiza que sí misma.

Quizás la literatura latinoamericana encuentre su momento originario, su identidad más orgullosa, en el acto creacional y, en sí mismo desfundante, de su propia irrealidad: el realismo mágico. La identidad como descentramiento e imaginación. Y en la indeterminación de un tiempo añorado pero invencible, en el génesis de un acto originario pero disolusor de todo origen, la imaginación adopta la forma de un mundo que se adhiere y traspasa a un continente desprovisto de padre. Cien años de soledad se inicia así: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” (García Márquez, 2018, p.6) El inusitado recuerdo, al borde de la muerte, de una inextinguible permanencia.

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El padre post-europeo que injerta a su hijo huacho (el padre del cual somos hijos huachos, el padre que también es un hijo huacho) en el cuerpo violado de la madre América, desata un trauma iniciático. Pero esa herida irremediable y marca de poderío y humillación, también ha de dejar como herencia, sin quererlo, la espectralidad de su ausencia, la angustiante espacialidad de un síntoma, la supuración extensiva de dicha herida. Tal espacialidad sin territorio, a la vez imaginal y angustiante, gozosa y resentida, será la morada donde la dinastía Buendía podrá dar curso a la justicia e injusticias, a las grandezas y vergüenzas, de su reino, de su propio e inapropiable reino. Sublimación de una herida que retorna, cicatriz nunca del todo consumada, con Cien años de soledad Latinoamérica expone de manera más elocuente la esencial inventiva que acompaña a su dolor, la proliferación infecciosa de una materia imaginal que da, mágicamente, cara al dolor, que, sin necesidad de violar al padre, humilla a la humillación por él provocada.

El viento trágico de Macondo, los diluvios de hojarasca asolando una selva hermanada con el hielo; su genealogía incestuosa como maldición impronunciable; la lengua gitanesca con sus serpientes hechizadas y sus serpenteantes hechizos; fusiles que matan a la muerte; compañías bananeras resquebrajando a los hombres, compañías bananeras resecando el aliento frutal de lascivas mujeres; campanas de iglesia y de guerra, preñadas de batallas perdidas y por perder; generales caídos en su enhiesta desgracia, cuya revolución nunca llega. En fin, Macondo acontece en los Buendía, quienes, ignorándolo, buscan la redención de su amanecer floreado, mientras juegan entre mariposas multicolores y se abandonan al sueño sobre los tersos muslos de primas virginales o de voluptuosas madrastras.

Entonces, en 1967, dio la impresión de que el realismo mágico, además de abrir un mundo, lo abría desde latinoamérica. Testimonio de una resistencia subrepticia y estandarte de una identidad por fin asumida, por fin inventada; residuo y repentina intensificación de imaginación salvaje e indomesticable por aquel lazo oficialista con que los Estados latinoamericanos redujeron la narración decimonónica al funcional juego de cánones e nacionales y discursos patrióticos, el realismo mágico parecía emerger, inusitada y mágicamente, sobre el desierto, la selva, los bosques, mares y el hielo del continente. Apertura de un mundo cuya estética, más que de técnicas narrativas y disciplina lectora, se escribía a sí misma al son de un virtuosismo áspero pero colorido, que se cantaba junto al caleidoscópico vibrato de una trompeta, o que gozaba de sí mientras agonizaba y renacía desde las sobreabundantes caderas de alegres señoritas, con la emergencia de Macondo, la literatura latinoamericana prometía insertarse definitivamente en el escenario mundial y, al mismo tiempo, hacerlo sin ceder ni un ápice de su identidad a la hora de efectuar tal ingreso. Desde la cima de Cien años de soledad, todo lo demás, ya hubiera sido antes o después : Rulfo, Vargas Llosa, Uslar Pietri, Cortázar, Carpentier, Carlos Fuentes, Donoso y más. Porque con Macondo, Latinoamérica encontraba su verdad. Verdad como presunta espontaneidad constructiva y desplegada desde su esencia: en los arreboles de una magia reprimida durante siglos, en la propulsiva exacerbación de una magia por tantos siglos clandestina y solapada, de golpe, el continente quedaba liberado para sí, asistiendo al encuentro con su aurora. Y todo ello, por cierto, se desarrollaba durante los 60 y 70, es decir, en tiempos donde la literatura e identidad resplandecían entre las manos desnudas de otra aurora libertaria: aquella nacida el 59 en Cuba y expandida, por calles, campos, fábricas, hogares, e incluso urnas, hasta el Chile de la Unidad Popular.

Pero tal danza de la imaginación de la narrativa latinoamericana, así como la valentía del puño al viento que, haciéndose cargo de su tarea histórica, lucharon mutuamente, resultaron aniquiladas a punta de golpes de Estado, asesinatos, torturas, usurpaciones, toques de queda, terror militar generalizado y una cada vez más creciente espectacularización y degradación de la vida social.

En paralelo, el escenario canónico de la literatura universal, finalmente, aceptó el ingreso de la narrativa latinoamericana, pero designando de antemano las coordenadas que ésta habría de ocupar: la de la comercialización del exotismo. Así, la danza de la imaginación, una vez desactivadas las luchas políticas con las cuales se aunaba, pronto terminó por reproducir los estandarizados ademanes de una coreografía previamente demarcados, a voluntad de los dictámenes de aquel viejo continente, donde dicha coreografía fue concebida.

Tal vez no exista fórmula más decidora que la siguiente para referir al proceso de captura que padeció el realismo mágico latinoamericano: literatura del boom. La etiqueta de boom deja de referir a la creación literaria, a sus vínculos con una cierta autoconciencia latinoamericana siempre endeble, indecisa y, no obstante, rebosante de erotismo, así como a los procesos político-históricos inalienables a tal despliegue de la imaginación narrativa. Al contrario, el término “boom”, como por arte de magia, remueve la magia de la creación latinoamericana, pues simplemente remite al impacto comercial que el movimiento de escritores asociados al realismo mágico generó en Europa. A partir de un movimiento casi imperceptible que contó con el beneplácito de los escritores, los editores, críticos y lectores no sólo europeos, sino también latinoamericanos, sumado al poderío ideológico de una industria de la cultura de carácter conservador, la narrativa latinoamericana quedó despojada de la autonomía que ostentaba. Así, empezó a hablar otra lengua: la lengua de la comercialización. Todo ello en pleno contexto de una nueva fase, más agresiva y eminentemente espectacularizante, de capitalismo cultural (especialmente tras 1968); así como ad portas de asistir a la intensificación del conjunto de las dinámica de acumulación general del capitalismo, de una desregulación global del mismo, con la aceleración de su hiperproductividad explotadora de las fuerzas productivas y de devastadora de la naturaleza, característico del proceso de subsunción total del mundo a las lógicas de abstracción financieras. Un contexto, por cierto, en el que se empezarán a forjar velozmente las condiciones de posibilidad de la fase neoliberal del capital. En tal horizonte, la literatura latinoamericana resulta sometida a la catalogación anticipada, a la etiqueta del exotismo apolítico, apenas culturalista o, más aún, espectacularizante, esto es, a un fenómeno comercial. Por ello se le llama “boom”: es un estallido, el modo cómo el realismo mágico es recepcionado por Europa (y en menor medida en EEUU), generando el efecto visual de un impacto en la institucionalidad cultural europea, tanto estatal como privada.

Europa ve sólo aquello que desea (y siempre ha deseado) ver: la exotización. Exotización, tal cual ocurre con el orientalismo, enmarcada en las periferias. El primer paso para transformar el realismo mágico latinoamericano en mero boom latinoamericano consta de volver a fantasear con la figura del “buen salvaje” que desde los albores de la modernidad ha motivado las ensoñaciones europeas. Pues, hasta ahí llegaron Defoe con su Robinson Crusoe y Shakespeare con su Próspero en La Tempestad o incluso Rousseau en la idea prístina de un paraíso originario, no necesitado de civilización, desprovisto de propiedad y de contrato social. Ellos llegaron a deleitarse con el erótico riesgo del bon sauvage, de un caníbal de buen corazón, quien, en última instancia, confirmaba a los europeos la supremacía de su propia esencia y, por supuesto, la justificación de su avance a la vanguardia civilizatoria y racional, aunque, como en el caso de Rousseau, se tratara de una civilización desde un comienzo ya caída. El buen salvaje correspondía a un otro dócil y grácil, pero siempre disponible a satisfacer la diversidad de formas que adquiere el deseo eurocéntrico: un otro constituido respecto a la mismidad europea.

La magia del realismo mágico pronto fue conjurada por la fama, el dinero, el poder y de la institucionalidad cultural-comercial europea. De ahí que, después de Cien años de soledad, el exotismo representará el cliché, la más precaria y deformada vibración de un genuino erotismo salvaje latinoamericano. Y de tal cliché no sólo beberá el deseo europeo, sino, aún más, el mismo impulso creativo de los autores latinoamericanos.

Las burlas, los desprecios y silencios del padre europeo jamás dejaron de atormentar ni el corazón de la madre violada, América, ni el inmemorial trauma del huacho que le incrustó por hijo. América es un sueño: un sueño tan equivocado como humillado. No obstante, desde ahí -desde aquí- pensamos: imaginando que imaginamos y sabiendo que no es necesario saber quiénes somos.

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En La mujer de mi hermano, del año 2002, Jaime Bayly nos presenta una historia. Y sí: una historia, nada más que eso. Y, por cierto, el contenido de tal historia adolece de una banalidad absoluta. El entramado, digno de esos centenares de producciones telenovelescas que durante décadas han edulcorado las tardes familiares desde los televisores latinoamericanos, es precario.

Se trata de un triángulo amoroso o, más bien, de alta fogosidad sexual. Zoe, treintañera bellísima y esposa del banquero más importante de la ciudad, siente que su vida, propia de clase enriquecida y de valores tradicionales, ha tocado fondo, precisamente, a raíz de una monotonía permanente. Sin poder tener hijos a causa de la esterilidad de Ignacio, su prematuramente avejentado marido, quien preside con admirable éxito el banco familiar heredado de su padre, Zoe ha de comenzar a alimentar una pasión cada vez más intensa e incontrolable por Gonzalo, hermano menor de Ignacio. Gonzalo, un pintor renombrado pero irresponsable, desprovisto de espíritu artístico y densidad intelectual. Su onerosa vida es costeada gracias a las considerables ganancias que su hermano Ignacio genera administrando el banco familiar, permitiéndole contar con el tiempo necesario para pintar y, sobre todo, para seducir y acostarse con mujeres hermosas, únicas dos cuestiones que le importan en su egoísta existencia. En medio de este triángulo, la ingenua de Zoe representará no sólo el objeto de deseo que motivará la disputa narcisista y patriarcal entre ambos hermanos, sino, al unísono, la llave de acceso que contribuirá a destapar un perverso y traumático conflicto de adolescencia que ha de tensionar subrepticiamente ambos extremos del triángulo. Finalmente, el desenlace narrativo se enfocan en el reforzamiento de la idea de familia tradicional y acomodada, capaz de vencer las obstrucciones que les prepara el destino, y cuyo horizonte futuro, pese a todos los graves y dañinos avatares y humillaciones no deja de guardarles una dulce porción felicidad. Hasta ahí la sinopsis.

Desde una óptica crítica, vale mencionar que la historia se desarrolla en una ciudad anónima, inexistente por sí misma, y, si no fuera por la misma dinámica que va tomando la trama, sin ningún tipo de presencia. El tiempo histórico es irrelevante, solamente presupuesto por la contemporaneidad de la fecha de autoría de la novela, a inicios de los 2000. La construcción del espacio literario resulta superficial, estando descrito por medio de grandes pinceladas, en tono prioritariamente informativo y en dependencia de las acciones de los personajes. Personajes, por supuesto, estructurados sin la más mínima profundidad, absolutamente estereotipados, y los cuales mantienen diálogos consigo mismos que distan de ser refinados soliloquios y menos aún monólogos interiores, lo cual impone una sensación de redundancia y predecibilidad en el lector. En síntesis, la novela asume de suyo una degradación existencial y privatización radical y frívola de la vida, esto es, una omisión de cualquier perspectiva histórica o matices de angustia destinal, así como una ausencia casi burlesca de las dimensiones política, estética y psicológica. Al contrario, en ella se exhibe la complacencia de la clase alta con su abanico de avatares tan elitistas como triviales, tan selectivos como fútiles. Pero tal exposición no llega a constituir propiamente una parodia, sino, a lo sumo, una suerte de modo de presentación indeterminado entre la burla y el guiño interesado a favor de tal clase elitista. En una palabra, se trata de una telenovela en forma literaria: un giro, un sólo giro, espectacularizante al tiempo que banal, tomado por la literatura latinoamericana.

Ahora bien, volviendo al desarrollo de La mujer de mi hermano, el punto de inflexión que funciona como condición de posibilidad desencadenante del desenlace ha de ser la figura ausente del padre de ambos hermanos. En efecto, hombre conservador y ya fallecido, fundador del banco familiar, quien es invocado por el católico de Ignacio para buscar su consejo y, sólo así, recibir la orientación necesaria para recuperar el curso tradicional de los valores familiares. Así, la ausencia del padre potencia el poder de su presencia, de su mandato. Tal vez en señal irónica, el padre muerto, pero sacralizado, se manifiesta desde el fondo de un “más allá” que, en realidad, no es más que un espejismo subliminal del alma del banquero Ignacio, digno hijo suyo, pero culposo por odiar al malnacido de su hermano y a su adúltera esposa. El padre, entonces, transfigurado a la par de la figura de aquel Dios católico al cual Ignacio tantas veces rezó, representa al ángel, al santo y, simultáneamente, al modelo de éxito social, económico y valórico. Simboliza tanto la sombra como el sentido de su vida privada de toda una clase, y, por extensión, de la existencia burguesa en su conjunto. Por ello, hacia el final de la novela, Ignacio, pensando en Zoe, y pese a la traición sexual que ella le ha infligido con su hermano, se dice a sí mismo:

(…) la quiero: es mi sangre, parte de mi tribu, mi familia más íntima, mi compañera en buenas y malas aventuras, y, aunque ella cayese en la comprensible debilidad de desear a otro hombre, que por desgracia era mi hermano, no puedo dejar de quererla, no podría odiarla por el resto de mis días, porque eso, lo sé, me haría condenadamente infeliz, me rebajaría al nivel de miseria moral en que ha caído mi hermano y me haría indigno de ser hijo de papá. (…) Por eso me la llevaré a casa y la cuidaré como si fuera mi hija. Seré padre dos veces al mismo tiempo: de ella y de su bebé. (Bayly, 2002, p. 360)

Ahora bien, acerca de la comparación en torno al padre que puede apreciarse entre ambas novelas habría que señalar lo siguiente. El padre que en Cien años de soledad constituye el clandestino motivo de una inventiva infundante, mágica, en perpetuo y liberado devenir imaginal, y emanada desde la supuración de esa herida que el mismo padre infringió al cuerpo de la madre y a la memoria del vástago huacho, ahora, en La mujer de mi hermano, ha sido angelizado, disolviendo toda problematicidad y sintomaticidad histórica, identitaria, existencial y política. Es decir, estableciéndose en calidad de elemento resolutivo y criterio dirimente de conflictos, el padre ha sido enaltecido al lugar de garante de ley y orden, de modelo de juicio y autoridad, destinado a administrar la calma de una ilusión asentada en la seguridad que brinda el orden de lo siempre preestablecido: con Bayly, el padre se transforma tanto en la huella, el molde a partir de la cual se habrán de medir los hermanos, como en la concavidad donde aquella hermandad hallará resguardo y salvación.

Pues bien, para graficar esta posible deriva de la literatura latinoamericana hemos conectado dos puntos de manera, tal vez, antojadiza. Los elementos, las novelas y los eventos que han asolado a Latinoamérica y al mundo durante estas últimas décadas, aún precisan de ser dilucidados, esto es, introducidos en la espacialidad que, posiblemente, ha de producirse entre estos dos puntos. Tales puntos son marcas de sentido: el giro banal de la vida, la despotenciación de las luchas, la supresión de la política y de la imaginación; en fin, el retroceso de aquella sintomaticidad inmemorial e irredimible, causada por la bestialidad de un padre, y cuyo olvido hoy permite a tantos creer en las ilusiones de éxito, de moral y de orden securitario y clasista pregonadas por la inmemorial, despótica y belicista figura de tal padre.

Todo lo anterior no cuenta con la intención de valer como juicio del conjunto de la producción novelística de Bayly ni de su rol dentro del escenario artístico latinoamericano. No se trata de una biografía intelectual ni de privilegiado ejemplo donde se transparentaría la debacle de un continente. Si bien podría ser abordada en otro momento, la comparación entre estos dos puntos, Cien años de soledad y La mujer de mi hermano, hace caso omiso al tópico autoral, no ficticio (o no tan ficticio) del asunto; aunque sí sería pertinente reparar en ello de cara a nuevas interpretaciones. Mientras García Márquez escribía a favor de la revolución cubana y de los ideales de transformación libertaria con que ella inspiraba a latinoamérica, Bayly continúa realizando programas televisivos desde Miami, donde no escatima en alentar campañas propagandísticas en contra de Venezuela, en particular, y de los movimientos emancipatorios, en general. Otro dato. Mientras el máximo suceso farandulesco protagonizado por García Márquez consistió en una mantenida y soterrada disputa intelectual, medianamente novelística y claramente política con Vargas Llosa (incluso llegando aquél a recibir un gran puñetazo por parte de éste, bajo una fascinante y febril noche de La Habana), Bayly se besaba con un pseudo actor-escritor venezolano, Boris Izaguirre, en un estudio televisivo de Madrid, escena transmitida en directo para la totalidad de España y Latinoamérica; España y Latinoamérica a las cuales, en dicho mismo acto, se les invitaba a superar la homofobia por medio del no menos homofóbico ejercicio de espectacularización y ridiculización de la homosexualidad. ¿Otra broma jugada por el padre?

Sin embargo, dentro de todo este juego de oposiciones, existe una virtud en común, la cual podría ser leído como ingrediente esencial de la literatura latinoamerica. Pese a lo burdo de la novela de Bayly, ella comparte con toda la obra de García Márquez un salvajismo esencial, plasmado a la manera de un doble estilístico, irreductible, quizás, no sólo a la literatura latinoamericana, sino a Latinoamérica misma: la agilidad narrativa y la fuerza posesa de la risa. De manera exacerbada en García Márquez y de modo un tanto irónico en Bayly, ambos parecieran disponer de rasgos salvajes que, resistiéndose a cualquier captura espectacularizante y neoliberal, a la cultura de la banalidad y al extractivismo capitalista, no cesan de florecer y proliferar: son los murmullos propios del pálpito de vida imaginal latinoamericana, capaces de seguir derramándose en cada engranaje que configura la maquinaria de control biopolítica

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En esta deriva de la literatura latinoamericana -una sola deriva entre muchas-, las burlas, los desprecios y silencios del padre post-europeo jamás dejaron de atormentar ni el corazón de la madre violada, América, ni el inmemorial trauma del huacho que le incrustó por hijo. América es un sueño: un sueño tan equivocado como humillado. No obstante, desde ahí -desde aquí- pensamos: imaginando que imaginamos y sabiendo que no es necesario saber quiénes somos. Aún habitamos en el sueño con que Macondo no deja de soñarnos.

Entonces, si la figura del padre opera permanentemente en la ficción narrativa latinoamericana es porque se asienta en la más profunda realidad continental, realidad que esta misma ficción novelística se encarga tanto de sintomatizar y sublimar imaginalmente (García Márquez) como de encubrir y reproducir espectacularmente (Bayly). Porque la ficción, gracias a su potencia imaginal o en desmedro de ésta, siempre termina por develar, cuando no encarnar, lo más real del mundo: el deseo de crear otro mundo desde y en la singularidad de este mundo.

Referencias

Bayly, Jaime (2002): La mujer de mi hermano. Editorial Planeta, Barcelona.

García Márquez, Gabriel (2018): Cien años de soledad. Editorial digital Perseo [epub libre]

Imagen principal: Luisa Rivera, de la edición 50 aniversario de «Cien Años de Soledad»

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