Ed. Sangría, Santiago de Chile 2013.
“(…) la naturaleza del hombre está escindida de manera original, porque la infancia introduce en ella la discontinuidad y la diferencia entre lengua y discurso.”
Giorgio Agamben
Escribir es, a la vez, no escribir, tanto como que en toda superficie se juega una vibración. Lo que vibra por las superficies está siempre por ser un libro. O quizás muchos. Incontables. Lo que vibra por las superficies acaso no sea más que una promesa. Un embarazo sí, pero también el flujo que se graba cada vez que se lee, las superficies exhalan una vibración cada vez que se tocan. Las superficies son aquí irregulares. Montañosas, a-cuáticas, tectónicas, enrevesadas entre diferentes calles, trazos y pasillos. Y todo secreta, ex -carna, rompe los límites de la representación y deja entrever el casi imperceptible temblor de una vibración. Derrames por cada página, lluvias entre cada línea, desiertos por cada espacio, la intensidad de una multitud que emerge en cada línea del texto con sus diferentes figuras y palabras. Como una fenomenología de la vida cotidiana, más precisa que la exactitud estadística, más lúcida que la especulación filosófica, Lo que vibra por las superficies es un libro a tajo abierto.
Digamos –en ese murmullo incesante en el que se anuda lo vivo- que habiendo escrito un libro, Guadalupe Santa Cruz no ha escrito un libro. Más bien, ella ha inventado algo de otro orden. Algo que resulta inescindible de su misma forma. Una cosa extraña en la que vida y escritura parecen coincidir enteramente y que, recordando un póstumo texto de Gilles Deleuze, podríamos denominar un “plano de inmanencia”. Guadalupe Santa Cruz ha abierto dicho plano desde el cual devienen múltiples singularidades. Paisajes desérticos, cuerpos femeninos, pasillos de murmullo, capas subterráneas, historias truncas, genealogías en el plexo de todo nombre. Como tal, Lo que vibra por las superficies no es más que una potencia desde la que todas las formas aletean. Y el mismo artículo “lo” que declara una cierta neutralidad, en rigor, habría que verla como el no-lugar en el que la potencia de la vida redunda en un impersonal. “Lo” que hila con la partícula “se” que acontece en varios de los ensayos que transitan en el libro.
En la partícula “se” la vida irrumpe, quiebra la continuidad de las formas, deshilacha los hilos que los nombres abandonan y desempolva las calles que las ciudades enceguecen. La vida vibra. La vida repta. La vida vibra reptando sobre una superficie, la vida repta vibrando como una superficie, la fuerza de su singularidad –aquello que Deleuze llamó “Una vida…”- reside en ofrecer al hombre una nueva palabra. Lejos de toda tecnología de la comunicación, la vida no es más que la suspensión de una in-fancia. Entre la lengua y el discurso, en el hiato que separa a la palabra y al cuerpo yace, abierta, la in-fancia.
A pesar de su insistencia en la articulación heterotópica de las ciudades, calles o disposiciones varias, en el texto no hay nada de lo que cierto discurso pudiera llamar “profundidad”. Guadalupe Santa Cruz denuncia lo poco profundo de todo discurso acerca de lo profundo. Más bien, la llave reside “en las superficies”. Y subrayaría el plural que el propio título ofrece: “superficies” y no “superficie”. Se trata de “superficies”. En esa trama donde se anuda el “vínculo” que Guadalupe Santa Cruz advierte que, en otro tiempo, Hannah Arendt llamó “mundo”. “Superficies” son también vínculos, lazos, en último término, vida como esa relación ex -carnada a lo otro de sí. “Superficies” designa las singularidades que aquí están en juego. Relaciones sociales concebidas como campos de fuerza, como aquello que alguien como Cornelius Castoriadis podría llamar “magma”. “Superficies” como la inmanencia de esas relaciones sociales en su carácter exento de forma, en el raudo brío de la intemperie que abre, en la potencia común que desencadena. Lo que vibra por las superficies es el sonido, la fuerza, el murmullo. Lo que vibra por las superficies es el lento ejercicio de trabajar con el relámpago. Lo que vibra por las superficies acaso no sea más que un libro que lleva tan sólo la posibilidad de escribirse cada vez.
Guadalupe Santa Cruz no se sitúa desde el lugar de la experticia. No ocupa el lugar de un Dios que vendría a pontificar acerca de la “realidad”. No responde ni al Dios tecnócrata, ni al Dios historiador, ni menos aún, al Dios filósofo. Al contrario de toda la tradición profética, Santa Cruz tampoco habla la palabra de Dios. Y no porque nada tenga que decir, sino, simplemente porque ella no sabe de Dios. Se ríe, lanza su gesto sobre la hiedra. Sabe que por él pasa el tren de la catástrofe al que, sin embargo, ella sobrevive. No importa Dios alguno, sino las huellas, el daño colateral de su decisión.
El Dios tecnócrata experto en comunicaciones, el Dios capital que despliega a la economía, el Dios estatal que ejerce soberanía, el Dios derecho que normativiza a nuestros cuerpos, el Dios familiar que regula los inconscientes. Ningún Dios hay aquí. Todos expulsados de su paraíso. Todos viviendo al borde de la muerte. Todos aferrados a nada más que a “lo que vibra”: en la sinuosidad de los parajes, donde habita lo monstruoso, en el sitio de un “estado de sitio”, en el paraje donde habitan los que nunca supieron del Espíritu Santo, se escuchan, sin embargo, diversas vibraciones. Y la vibración no es más que una vida imposible de cesurar que nunca supo del paraíso ni del infierno.
Como los antiguos combates navales de los submarinos durante la Segunda Guerra Mundial: al más mínimo “vibrar” el sonar del enemigo nos puede apresar con un torpedo. Pero Guadalupe Santa Cruz no piensa en la guerra en sentido universal y formal. En esas bárbaras elucubraciones masculinas de la épica y el himno. Guadalupe Santa Cruz pone en juego aquí estrategias cotidianas. Ya el formato de libro, compuesto de un archipiélago de ensayos, asemeja a un pequeño manual de lucha. Por eso, quizás, más que guerra, guerrilla, trabajo microfísico que, en la inmanencia de sus prácticas, puede deshilachar banderas, inquietar las formas “normales” de nuestra “excepción”, escuchar el vibrar que ningún instrumento telúrico podrá registrar.
La novela más importante de Chile –escribe Santa Cruz- es la Constitución política de 1980. Como tal, lleva consigo los ribetes de toda familia. Sus fantasmas, sus incestos, sus simulacros, las formas en las que sutura el hiato entre palabra y cuerpo para que, en un segundo momento, autorice a los tecnólogos de la comunicación a hablar de lo que no tiene mancha, carece de toda intermitencia y no coloca en tensión nada que pueda violentar la política consensual. Como si la novela de Chile produjera en la política de los consensos malos remedos: la copia (in) feliz del Edén.
El fragmento de lo que la estrechez de un país, en la delgadez de su geografía, pero también en el estreñimiento de su pensamiento y la fineza de su violencia, pusieran en juego con una disciplina feroz en la que palabra y cuerpo intentaran coincidir sin fisura alguna. Se trata, en este sentido, de borrar la in-fancia. Y explícitamente, de borrar la in-fancia de Chile. Una potencia que no brota desde la “profundidad” sino que se anuda en las infinitas superficies que lo constituyen. La in-fancia de Chile, quizás, ha sido el abismo que se ha querido clausurar. La dictadura con sus armas, la democracia con sus palabras. Dos momentos de un mismo pliegue soberano: los dos cuerpos del rey espectrales el uno al otro, frente a la sombra de nuestra sobrevivencia. La soberanía, es decir, el lugar en el que palabra y cuerpo pretenden coincidir enteramente. Exento de fisura, alejado de toda in-fancia, la soberanía aún pende sobre el putre-facto (podrido y fáctico) cuerpo de Pinochet, y quizás, no vaya a ser que queriendo escribir otra novela, terminemos escribiendo la misma. La tesis de Guadalupe Santa Cruz me sugiere la siguiente pregunta: ¿Qué pasa si en vez de escribir una nueva novela escribimos un poema?
Lo que vibra por las superficies abre lo que la soberanía cierra. Abre la in-fancia, vela por la intermitencia de la palabra, insiste en aquello que felizmente desiste. Cuando durante este año se cumplieron cuarenta años del Golpe de Estado, los ensayos de Guadalupe, quizás, nos permitan medir la vibración de nuestra catástrofe: el proyecto que hoy se aferra al trono, consistió en un intento de borrar la in-fancia de Chile. Cerrar la in-fancia en la “copia feliz del Edén”, propender a la sutura que, con la firma de la soberanía, hiciera imposible abrirla nuevamente. Porque no se trataba de prohibirla simplemente, sino de conjurarla al punto de negar su existencia. Y, más aún, que cada uno de nosotros “mire para adelante” y haga caso omiso de ella.
Lo que vibra por las superficies es un relámpago del pasado. El crujido de una estructura que se tenía por imbatible, la fisura que secreta sus secretos y que se fuga incansable de todo destino. La vibración son corrientes eléctricas que atraviesan superficies y abren el terreno de la in-fancia. Más aún, cuando Lo que vibra por las superficies se plantea desde el registro ensayístico: un registro liminar, un lugar paria que jamás cede a las “corazas” de “las obligaciones disciplinarias de cada lenguaje” que pretenden suturar lo que las vibraciones sueltan. Los tornillos de los ingenieros, las leyes de amarre de la derecha, se sueltan por cada vibración. Sobre todo en un país telúrico y volcánico donde las vibraciones adquieren su gradación exponencial: ya sea por la arremetida mapuche, ya sea por la experiencia del terremoto.
Pero no sólo de Chile vive el libro. Guadalupe Santa Cruz extiende sus flujos hacia América Latina –re-bautizada aquí tomando la expresión de Miguel Vicuña como América Ladina– donde aparecen los desiertos de Nazca y la matanza de Tlatelolco. Pero también, una conversación con Guy Debord y el situacionismo. Todo mirado desde la vibración que producen dichas superficies. Superficies talladas con enormes figuras que sólo pueden contemplarse desde el aire, superficies en las que la sangre aún agolpa los espectros de los muertos, superficies que vibran con las derivas de las “derivas” propuestas por Debord y su “psicogeografía”. Sin embargo, en cada una de estas superficies, Guadalupe Santa Cruz atisba un “instante de peligro” en el que súbitamente se desnuda una imagen para ya no permanecer jamás.
Pero si hay una superficie clave que atraviesa varios de los ensayos aquí propuestos es la de la mujer. Mujer volcada hacia el dispositivo familiarista y concebida –diremos sí “concebida”- exclusivamente como una “madre” enteramente “enfamiliada”, así como también respecto de los diversos miembros de la familia: “(…) queda abierta asimismo la pregunta –escribe Santa Cruz- por la dificultad en nuestra cultura no sólo de diferenciar entre mujeres y madres, sino también entre cada integrante de la familia en lo que tienen de propios los deseos, proyectos y derechos; en lo que es la voz de cada cual, en lo que es la voz de las mujeres.” Apuesta por la singularidad: nuestra cultura lleva consigo la dificultad de diferenciar, en espacios extra-familiares, a los lazos que no lo son: la apelación al tío o la tía en el furgón escolar –dice Lupe- pero también respecto de sacerdotes de la Iglesia Católica en los que más de un caso de “abuso” se ha hecho realidad. El entramado familiarista o, como diría el viejo Louis Althusser, la familia como Aparato Ideológico de Estado parece estar en pleno funcionamiento en la sociedad neoliberal, quizás, constituyéndose en el paradigma de la vida social donde ésta ha sido enteramente privatizada y, en sentido estricto, sugeriría, “domesticada”, es decir, puesta al servicio de una “casa” y su ley, una oikos-nómos de la actual economía neoliberal. En este sentido, Guadalupe Santa Cruz nos vuelve a sugerir que, si bien se pueden decir muchas cosas acerca del proyecto neoliberal, hay una que resulta decisiva: la transformación de los cuerpos en cuanto potencia sensible, en dispositivos empresariales. Dicho en el léxico que propone Guadalupe Santa Cruz: el cuerpo se torna “en presa” es decir “empresa”.
Lo que vibra por las superficies resulta un texto imprescindible. Los diversos ensayos que lo componen llevan cada uno, la marca de una singularidad que, a su vez, no puede sino situarse en el flujo que secreta. Trizaduras, costras, marcas en medio de las superficies testimonian diversas intensidades de vibración. Así, los ensayos de Guadalupe Santa Cruz no son más que una topología acerca de nosotros mismos pues indican el lugar en que la mentada “copia feliz” no puede ser “feliz” porque lleva consigo la potencia sensible que define a nuestra in-fancia. La fisura entre lengua y discurso, entre palabra y cuerpo, el trecho que nos vibra por cada superficie. En sus ensayos, Guadalupe Santa Cruz abre la in-fancia de Chile y con ello, escribe un libro que siempre querrá escribirse diferente cada vez. Un libro, una escritura, un plano de inmanencia, que saca chispas, Lo que vibra por las superficies no es nada más pero nada menos que eso: vida.
Diciembre, 2013.