Giorgio Agamben / La Iglesia y el reino

Filosofía

Fuente: Artillería inmanente

El remite de uno de los textos más antiguos de la tradición eclesiástica, la epístola de Clemente a los corintios, empieza con estas palabras: “La Iglesia de Dios en estancia en Roma a la Iglesia de Dios en estancia en Corinto.” La palabra griega paroikousa, que he traducido como “en estancia”, designa la estancia del exiliado, del colono o del extranjero, en oposición a la habitación fija del ciudadano, que en griego se dice katoikein. Quisiera retomar esta fórmula para dirigirme aquí y ahora a la Iglesia de Dios, en estancia o en exilio en París. ¿Por qué elegir esta fórmula? Porque el tema de mi conferencia es el mesías, y paroikein, vivir en estancia, es la definición misma de la habitación del cristiano en el mundo y de su experiencia del tiempo mesiánico.

Se trata de un término técnico, o casi técnico, ya que la primera epístola de Pedro (17) denomina al tiempo de la Iglesia ho chronos tes paroikias, el tiempo de la parroquia, podríamos traducir, si recordamos que parroquia sigue significando aquí “estancia como extranjero”.

El término “estancia” no implica nada en lo que se refiere a su duración cronológica. La estancia de la Iglesia sobre la tierra puede durar —y de hecho ha durado— siglos y milenios, sin que esto cambie en nada la naturaleza particular de su experiencia mesiánica del tiempo. Hago hincapié en esto, contra una opinión que se ve a menudo repetida por los teólogos, a propósito del pretendido “retraso de la parusía”. Según esta opinión, que siempre me ha parecido casi una blasfemia, cuando la comunidad cristiana de los orígenes, que aguardaba el retorno del mesías y el fin de los tiempos como inminentes, se dio cuenta de que había en ello un retraso cuyo término no se veía, habría entonces cambiado su orientación para darse una organización institucional y jurídica estable. Es decir que cesó de paroikein, de estanciar como extranjera, y se dispuso a katoikein, a habitar como ciudadana igual que todas las otras instituciones de este mundo.

Si esto fuera cierto, implicaría que la Iglesia habría perdido la experiencia mesiánica del tiempo que le es consustancial. El tiempo del mesías, lo veremos, no es una duración cronológica, sino, ante todo, una transformación cualitativa del tiempo vivido. Y, en este tiempo, algo así como un retraso cronológico —como se dice de un tren que está retrasado— ni siquiera es concebible. Así como la experiencia del tiempo mesiánico es tal que resulta imposible habitarlo de manera estable, así algo como un retraso no sabría producirse en él. Esto es lo que Pablo recuerda a los tesalonicenses (I, 5, 1-2): “En cuanto a los tiempos y a los momentos, de eso no hace falta que yo les escriba. El día del Señor viene como un ladrón, en la noche.” “Viene (echetai)” está en presente, así como el mesías es llamado en los evangelios ho echomenos, aquel que viene, que no cesa de venir. Un filósofo del siglo XX, que había escuchado la lección de Pablo, lo repite a su modo: “Cada día, cada instante es la pequeña puerta por la que entra el mesías.” Es pues de la estructura de este tiempo, que es el tiempo del mesías, tal como Pablo lo describe, que yo quisiera hablarles. Ahora bien, un primer malentendido que es preciso evitar a este respecto es el de confundir el tiempo, el mensaje mesiánico que concierne al tiempo y el mensaje apocalíptico. Lo apocalíptico se sitúa en el último día, en el día de la cólera: ve el fin de los tiempos y describe lo que ve. El tiempo que vive el apóstol, por el contrario, no es el fin de los tiempos. Si se quisiera expresar con una fórmula la diferencia entre lo mesiánico y lo apocalíptico, creo que habría que decir que lo mesiánico no es el fin del tiempo, sino el tiempo del fin. Mesiánico no es el fin del tiempo, sino la relación de cada instante, de cada kairos, con el fin del tiempo y la eternidad. Así, lo que a Pablo le interesa no es el último día, el instante en el cual el tiempo finaliza, sino el tiempo que se contrae y que comienza a finalizar. O, si lo prefieren, el tiempo que resta entre el tiempo y su fin.

La tradición judía conocía la distinción entre dos tiempos o dos mundos: el olam hazzeh, es decir, el tiempo que va de la creación del mundo hasta su final, y el olam habba, el tiempo que viene después del fin del mundo. Estos dos términos, en su traducción griega, están presentes en el texto de las Epístolas. Pero el tiempo mesiánico, el tiempo que el Apóstol vive y que es el único que le interesa, no es ni el olam hazzeh ni el olam habba, es el tiempo que resta entre estos dos tiempos, cuando se divide el tiempo con la cesura del acontecimiento mesiánico (que, para Pablo, es la resurrección).

¿Cómo podemos representarnos este tiempo? Aparentemente, si lo transponemos geométricamente como un segmento sobre una línea, la definición que acabo de dar —el tiempo que resta entre la resurrección y el fin del tiempo— no da lugar a dificultades. Pero sucede otra cosa si tratamos de pensarlo sobre el plano de la experiencia del tiempo que ella implica. Pues es evidente que vivir en el “tiempo que resta” o vivir el “tiempo del fin” sólo pueden significar una transformación radical de la experiencia y también de la representación habitual del tiempo. No es ya la línea homogénea e infinita del tiempo cronológico profano (representable pero vacío de toda experiencia) ni el instante puntual e igualmente impensable de su fin. Tampoco es un simple segmento retenido sobre el tiempo cronológico y que iría de la resurrección al fin del tiempo. Es un tiempo que crece en el interior del tiempo cronológico, que lo trabaja y lo transforma desde el interior. Es, por un lado, el tiempo que el tiempo pone para finalizar, pero por el otro, el tiempo que nos resta, el tiempo que necesitamos para hacer finalizar el tiempo del tiempo, para llegar al límite, para liberarnos de nuestra representación ordinaria del tiempo. Mientras que ésta, como tiempo en el cual creemos estar, nos separa de lo que somos y nos transforma en espectadores impotentes de nosotros mismos, el tiempo del mesías, al contrario, como tiempo operativo (kairos) en el cual captamos por primera vez el tiempo (el chronos), es el tiempo que somos nosotros mismos. Está claro que este tiempo no es un tiempo distinto, que tendría su lugar en un lugar distinto improbable y por venir. Es, al contrario, el único tiempo real, el único tiempo que tenemos. Y hacer la experiencia de este tiempo implica una transformación integral de nosotros mismos y de nuestro modo de vivir.

Es lo que Pablo dice en un pasaje extraordinario, que tal vez sea la más bella definición que él dio de la vida mesiánica (1Co 7): “Se los digo, mis hermanos, el tiempo se ha contraído (ho kairos synestalmenos esti, el verbo systello indica tanto el hecho de arrollar las velas de un barco como la manera en que un animal se encoge sobre sí mismo para saltar); lo que resta es que los que tienen mujeres sean como no teniéndolas, y los que se lamentan como no lamentadores y los que se regocijan como no regocijantes y los que compran como no poseedores, y los que hacen uso del mundo como no abusando de él.”

Algunas líneas después, Pablo había dicho, a propósito de la vocación mesiánica: “Que cada uno permanezca en la vocación a la cual ha sido llamado. ¿Eras esclavo en el momento del llamado? No te preocupes; haz más bien uso de ello.” El hos me, el “como no”, nos dice ahora que el sentido último de la vocación mesiánica está en ser la revocación de toda vocación. Así como el tiempo mesiánico transforma desde el interior el tiempo cronológico, así la vocación mesiánica, gracias al hos me, al “como no”, es la revocación de toda vocación, que cambia y vacía desde el interior toda experiencia y toda condición factual para abrirlas a un nuevo uso.

Se trata de un punto importante, ya que nos permite pensar correctamente la relación entre las cosas últimas y las cosas anteúltimas que define a la condición mesiánica. ¿Un cristiano puede acaso vivir únicamente cosas últimas? Un gran teólogo protestante, Dietrich Bonhoeffer, denunció la falsa alternativa entre radicalismo y compromiso, que consiste en ambos casos en separar netamente las realidades últimas y las realidades anteúltimas, es decir, aquellas que definen nuestra condición social y humana de todos los días. Ahora bien, como el tiempo mesiánico no es un tiempo distinto, sino una transformación del tiempo cronológico, de igual modo vivir las cosas últimas es ante todo vivir de un modo distinto las cosas anteúltimas. La escatología verdadera es sólo, tal vez, una transformación de la experiencia de las cosas anteúltimas. En cuanto realidades últimas tienen primeramente lugar en las penúltimas, éstas —contra todo radicalismo— no sabrían ser negadas impunemente; pero —por la misma razón y contra toda posibilidad de compromiso— las cosas anteúltimas no sabrían ser invocadas contra las últimas. Con el verbo katargein —que no quiere decir “destruir”, sino volver inoperante, literalmente “des-obrar”— Pablo expresa la relación entre lo que es último y lo que no lo es. La realidad última desactiva, suspende y transforma la realidad anteúltima, pero, no obstante, es en ésta que aquélla se pone enteramente en juego.

Esto es lo que permite comprender la situación propia del Reino en Pablo. Contra la representación corriente de la escatología, hace falta recordar que el tiempo del mesías sería imposible que fuera para él un tiempo futuro. La expresión con la que él designa este tiempo es siempre: ho nyn kairos, el tiempo de ahora. Como escribe en 2Co 6, 2: “idou nyn, he aquí ahora el momento de captar, he aquí ahora el día de la salvación.” Paroikia y parousia, estancia como extranjero y presencia del mesías, tienen la misma estructura que queda expresada en griego con la preposición para: la de una presencia que estira el tiempo, de un ya que es también un todavía no, de una demora que no es un aplazamiento, sino un intervalo y una disyunción en el interior del presente, que nos permite captar el tiempo.

Ustedes ven perfectamente que la experiencia de este tiempo no es, por tanto, algo que la Iglesia podría elegir hacer o no hacer. No hay Iglesia más que en este tiempo y por este tiempo.

¿Qué es hoy de esta experiencia del tiempo del mesías en la Iglesia? Tal es la pregunta que he venido a plantear aquí y ahora a la Iglesia de Dios en estancia en París. Pues la referencia a las cosas últimas parece a tal punto desaparecida del discurso de la Iglesia, que es posible decir no sin ironía que la Iglesia de Roma había cerrado su Oficina escatológica. Y es por una ironía sin duda todavía más amarga que un teólogo francés pudo escribir: “Se esperaba el Reino y es la Iglesia lo que vino.” Ésta es una fórmula llamativa, en la cual les ruego reflexionar.

Después de lo que he dicho sobre la estructura del tiempo mesiánico, está claro que no se trata de reprochar a la Iglesia el compromiso en nombre del radicalismo. No se trata tampoco, como lo hizo el mayor teólogo ortodoxo del siglo XIX, Fiódor Dostoyevski, de presentar la Iglesia de Roma bajo la figura del Gran Inquisidor.

Se trata de otra cosa, es decir, de la capacidad de la Iglesia de captar lo que Mateo 16, 3 llama los signos del tiempo, ta semeia ton kairon. ¿Cuáles son esos signos, que el Evangelio opone al vano deseo de conocer los aspectos del cielo? Si la historia es penúltima en relación al Reino, éste —hemos visto— tiene su lugar primero y ante todo en la historia. Vivir en el tiempo del mesías exige por tanto la capacidad de leer los signos de su presencia en la historia, de reconocer en su curso la signatura de la economía de la salvación. A los ojos de los Padres —pero también para todos los filósofos que han reflexionado sobre la filosofía de la historia, que es y sigue siendo (incluso en Marx) una disciplina esencialmente cristiana— la historia se presentaba de este modo como un campo de tensiones, recorrido por dos corrientes opuestas: la primera —que Pablo, en un célebre y enigmático pasaje de la segunda carta a los tesalonicenses, denomina to catechon— retiene y aplaza sin cesar el fin del mundo a lo largo de la línea del tiempo cronológico, infinito y homogéneo; la otra que, poniendo en tensión el origen y el fin, no cesa de interrumpir y de acabar el tiempo. Llamemos Ley o Estado a la primera polaridad, consagrada a la economía, es decir, al gobierno infinito del mundo; y llamemos Mesías o Iglesia a la segunda, cuya economía —la economía de la salvación— es esencialmente finita.

Una comunidad humana sólo puede sobrevivir si estas dos polaridades están co-presentes, si una tensión y una relación dialéctica permanece entre ellas.

Ahora bien, es justamente esta tensión la que hoy está rota. A medida que la percepción de la economía de la salvación en el tiempo histórico se atenúa en la Iglesia, se ve a la economía extender su dominación ciega e irrisoria sobre todos los aspectos de la vida social.

De igual modo, la exigencia escatológica que la Iglesia ha abandonado, vuelve bajo una forma secularizada y paródica en los saberes profanos, que parecen rivalizar en lo que se refiere a profetizar en todos los dominios unas catástrofes irreversibles. El estado de crisis y de excepción permanente que los gobiernos del mundo proclaman hoy en día es perfectamente la parodia secularizada del aplazamiento perpetuo del Juicio Final en la historia de la Iglesia. Al eclipse de la experiencia mesiánica del cumplimiento de la ley y del tiempo, corresponde una hipertrofia inaudita del derecho, que pretende legislar sobre todo, pero que traiciona con un exceso de legalidad la pérdida de toda legitimidad verdadera. Lo digo aquí y ahora midiendo mis palabras: hoy no hay ya sobre la tierra ningún poder legítimo y las potencias del mundo son todas convictas de ilegitimidad. La juridización y la economización integral de las relaciones humanas, la confusión entre lo que podemos creer, esperar, amar y lo que estamos obligados a hacer o no hacer, a decir o no decir, marca no sólo la crisis del derecho y de los Estados, sino también y sobre todo la de la Iglesia. Pues la Iglesia no puede vivir más que manteniéndose, en cuanto institución, en relación inmediata con el fin de la Iglesia. Y —no hay que olvidarlo— en teología cristiana no hay más que una sola institución que no conocerá fin o desocupación: es el infierno. Aquí se ve bien, me parece, que el modelo de la política de hoy en día que pretende una economía infinita del mundo es propiamente infernal. Y si la Iglesia rompe su relación original con la paroikia, no puede más que perderse en el tiempo.

Es por esto que la pregunta que he venido a plantear aquí, sin tener por supuesto ninguna autoridad para hacerlo a no ser una costumbre obstinada de leer los signos del tiempo, se resume en ésta: ¿la Iglesia se decidirá a captar su oportunidad histórica y a reconciliarse con su vocación mesiánica? Porque el riesgo radica en que ella misma sea arrastrada a la ruina que amenaza a todos los gobiernos y a todas las instituciones de la tierra.


“L’église et le royaume”, conferencia impartida el 8 de marzo de 2009 en el ciclo Saint Paul. Juif et apôtre des nations, en la mesa “Jésus, Messie d’Israël ?”, con sede en la catedral de Notre Dame de París.
Imagen principal: Matthias Grünewald, The Mocking of Christ, 1503,

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