Me gusta tanto cómo cantan las cosas.
Yo las toco: están quietas, son mudas.
Vosotros me matáis todas las cosas.
R. M. Rilke, Poemas juveniles.
Heidegger definía la modernidad como la “época de la imagen del mundo”. Lo moderno consistiría en hacer del mundo justamente una imagen. Desde este punto de vista, no cabría hablar de una cosmovisión medieval, pues sólo a partir de la Edad Moderna ha podido devenir el mundo una imagen para el hombre. Esto significa que el mundo no es más que una “representación” y el hombre moderno una especie de homo videns. Pero la modernidad es también la época de la secularización, o por decirlo otra vez con Heidegger, la era de la “desdivinización o pérdida de dioses”. Ahora bien, frente a los tiempos modernos, la Edad Media se nos presentaría como una época que no necesita sensu stricto de una concepción cristiana para poder “leer” el mundo como siendo de alguna manera simbólico.
Lo que hemos perdido los modernos es la capacidad de entender los símbolos. La decadencia del simbolismo y la pérdida del pensamiento simbólico es una de las consecuencias de la “época de la imagen del mundo”. Así, la otra cara del culto moderno de la imagen es la destrucción de la imagen cultual. Según Corominas, la palabra ‘imagen’, procedente del latín imago, tendió pronto a popularizarse como término religioso. Este sentido se conservaba aún en la palabra imaginaria, que no es más que el centinela que se ponía en los cuarteles para guardar por la noche el cuarto donde estaban las imágenes religiosas. Sartori ha hablado de una atrofia del proceso del pensamiento abstracto cuando el homo sapiens es sustituido por el homo videns. Pero esta atrofia no sólo tiene que ver con la pérdida de la capacidad para leer cualquier texto medianamente complejo, sino con la propia capacidad de saber ver del ser humano.
El homo videns es en realidad un homo caecus. En efecto, de nada sirve ver imágenes si éstas no saben interpretarse. Pues una imagen no deja de ser un “texto” que necesita ser leído para poder ser entendido. Pero sin un arte de la interpretación toda imagen es ciega. El mundo moderno ha regresado a la caverna de Platón, ese espacio donde la realidad se hace espectáculo y las cosas se convierten en simulacros de sí mismas. Sin clave de lectura que penetre su sentido, las imágenes se suceden sin solución de continuidad tras unas pantallas que no nos abren ninguna ventana al mundo. Como los prisioneros de la alegoría, carecemos de la ciencia necesaria para llegar a una inteligencia adecuada de los signos que nos rodean. Voraces consumidores de iconos, los hombres de nuestro tiempo no son ya capaces de comprender la semántica profunda del símbolo ni su dimensión sacramental.
Las páginas del libro del mundo no están vacías para el hombre contemporáneo, sino saturadas de signos que ya no connotan espiritualmente nada para él. En uno de los pasajes cargados de mayor fuerza poética de El Cuento del Grial, la novela inacabada de Chrétien de Troyes, puede apreciarse el misterioso simbolismo que preside la vida del hombre medieval. La sangre de una oca blanca sobre la nieve se convierte para Perceval en un motivo de honda contemplación. Se trata del momento en que el rey Arturo ha salido en busca del muchacho tras enterarse de sus muchas hazañas. “Perceval se levantó al clarear, como era su costumbre, deseando buscar caballería y aventura; y se dirigió todo derecho hacia la helada y nevada pradera donde había acampado la hueste del rey. Pero, antes de que llegara a las tiendas, pasó volando una bandada de ocas deslumbradas por la nieve. Las vio y oyó, porque iban chillando a causa de un halcón que venía acosándolas de cerca y a gran velocidad, hasta que tuvo aislada a una que se había salido de la bandada, y la acometió e hirió de tal modo que la abatió a tierra; pero era tan temprano que se fue, sin querer juntarse ni enzarzarse con ella. Y Perceval picó su caballo hacia donde había visto el vuelo. La oca estaba herida en el cuello, del que manaron tres gotas de sangre que se esparcieron sobre lo blanco, dando la impresión de un color natural. La oca no sufría tanto daño ni dolor que la retuviera en el suelo, y mientras él llegaba, ella ya se había echado a volar. Cuando Perceval vio la nieve hollada, donde había yacido la oca, y la sangre que apareció alrededor, se apoyó en su lanza para mirar aquel parecido: y es que la sangre y la nieve juntas le recuerdan el fresco color del rostro de su amiga, y piensa tanto que se olvida, porque en su faz el bermejo estaba colocado sobre el blanco del mismo modo que las tres gotas de sangre que resaltaban sobre la blanca nieve. Y su contemplación le resultaba tan gozosa porque le parecía estar viendo el joven color del rostro de su hermosa amiga. Perceval se abstrae en las gotas durante todo el amanecer, hasta que de las tiendas salieron escuderos que al verlo tan absorto pensaron que dormitaba”.
Si atendemos a la etimología del verbo ‘meditar’, del latín meditari, éste deriva probablemente de mederi, “cuidar”. Al apoyarse en su lanza para abstraerse en la contemplación de aquella imagen que le recuerda a su amada, Perceval nos enseña el sentido de la meditación como cuidado del significado oculto que encierran las cosas. Lo que Perceval “ve” en la nieve es nada menos que una imagen, un retrato, de su amada Blancaflor. Este pasaje cargado de simbolismo, como todo El Cuento del Grial, constituye un magnífico ejemplo de ese idealismo platónico, por lo demás, tan congruente con el llamado “realismo” medieval. El caballero se halla, pues, más cerca de la vita contemplativa de lo que en un principio pudiera parecer. “Y piensa tanto que se olvida” (et panse tant que il s’oblie), he ahí el verdadero significado del ensimismamiento contemplativo. ¿De qué se olvida Perceval? Se olvida del propósito con el que se había levantado esa mañana –“buscar caballería y aventura”-, se olvida de la realidad en ese momento presente –los escuderos del rey Arturo que salen a su encuentro-, pero sobre todo se olvida de sí mismo para no perderse más que en una imagen, la imagen del rostro de la amada. Lo que el pensamiento simbólico comprende aquí es que la nieve y la sangre no son sólo nieve y sangre, sino que remiten a un significado fundado en la comunidad de los caracteres esenciales de las cosas.
¿Cuáles son esos caracteres? La belleza, la blancura y pureza de la nieve, pero también la rojez de la sangre es parecida al “color natural” del rostro de las doncellas y de las damas. ¿Pero se acaba ahí la analogía o hay que buscar tras los signos un arcano mayor? Perceval se había caracterizado hasta el día en que contempla la sangre de la oca blanca por ser un muchacho noble al que no le falta valor, pero carente de toda instrucción e inteligencia. Así, ve a su madre desmayarse cuando decide hacerse caballero y se marcha, pero no comprende la gravedad del suceso. Del mismo modo, cuando observa por primera vez el Grial en el castillo del Rey Pescador, deja de conocer su significación por no saber romper su torpe silencio y hacer las preguntas salvadoras. ¿Qué es lo que comprende Perceval al mirar la sangre de la oca blanca sobre la nieve? ¿Es el rostro de su amada lo que ve o se trata de la contemplación misma de la divinidad? En tal caso, el semblante de la mujer aparecería aquí como espejo de Dios, y así lo corrobora algunos siglos más tarde Nicolás de Cusa: Mulier pulchra ad admirationem pulchritudinis infinitae incitat.
El mundo medieval se configura como un sistema de símbolos que remite últimamente a Dios. Sin embargo, no debemos pretender agotar el poder evocador de las imágenes. La fuerza poética del pasaje radica en su ambigüedad. El significado de la imagen es posiblemente lo de menos. Lo que importa es que ésta nos dé que pensar. Pero justo esto es de lo que están privadas las imágenes mediáticas de nuestro tiempo. El homo informaticus consume imágenes, pero estas imágenes ya no simbolizan nada espiritual, pues a duras penas logran “representar” a algún ente. ¿Cómo podrían tener, pues, un sentido sacro? Las imágenes de hoy han sido privadas de su “aura” y, por ende, completamente profanadas. El dios se ha visto obligado a huir de la imagen para esconderse de la procaz mirada del hombre contemporáneo. ¿Qué vemos, en cambio, tras la sucesión vertiginosa de imágenes que nos rodean? Lo que vemos no es más que un reflejo de nuestro propio vacío espiritual.
Narciso es la imagen que mejor expresa la condición del homo videns. Éste es el menos pensante de los hombres porque no sabe escuchar la música callada de las cosas. Enamorado de su propia efigie, Narciso se ahoga en la angustia de no poder ser correspondido por sí mismo. Existe una lujuria de los ojos como existe una lujuria del conocimiento. Esta lujuria se expresa en la avidez con la que vemos sin mirar realmente nada. El Narciso contemporáneo es un idiota para quien no hay nada más grande que el propio culto de su yo autista. Como canta Ovidio, “lo inaudito de la locura” (novitasque furoris) de Narciso es amar “una esperanza sin cuerpo” (spem sine corpore). Lo que anhelan hoy los hombres es, en efecto, una nada que se alimenta del sueño de una sombra: el reflejo de un deseo eternamente insatisfecho. El adivino Tiresias predijo que Narciso alcanzaría la vejez si no llegaba a conocerse a sí mismo. Pero lo que es dudoso es que aquel bello joven pudiera conocerse alguna vez. La lección profunda de este mito quizá consista en la imposibilidad de cumplir esa antiquísima exigencia de la sabiduría griega que los latinos expresaban en la máxima nosce te ipsum, “conócete a ti mismo”, pues sin salir de nosotros mismos es imposible siquiera reconocerse. El conocimiento de uno mismo pasa necesariamente por reconocernos en el rostro del otro. Homo homini homo: el hombre es un hombre para el hombre.Esto es lo que no ve el Narciso consumidor de imágenes sin alma de nuestros días en su “inaudita locura” de seguir amando la “esperanza sin cuerpo” de una pasión tan triste como inútil.
Imagen principal: roamcouch, ‘Ruined Sign’ (w/Jeff Gillette), 2021