Ávido de una comprensión que ventile el reservorio de ideas supuestamente anidadas en el texto que provoca mi lectura, abrigo el denodado empeño de precaverme de incurrir en ese filisteismo de la interpretación que acusaba Susan Sontag en su obra primeriza. Ese filisteismo plasmado en todo intento de amagar el talante prospectivo, el asomo en ristre del arte ( y, por supuesto, de la literatura) sobre el tapete cultural, filisteismo enderezado a la comprensión interpretativa y a radice del todo impertinente de cara a los fueros de lo incomprensible que arte y literatura comportan, a lo menos en cuanto excesivos o subvertidores de los esquemas de lo previsible por consuetudinario. Se entiende que Sontag suprematiza las capacidades creadoras como fuente de dimensiones artísticas insólitas e inesperadas, sindicando a la interpretación parasitaria que las desvirtúa conforme a la intromisión de un intelecto a caza de trasfondos y contenidos, trasfondos y contenidos por desocultar bajo las formas de su sensible apariencia. Se comprende, entonces, que Sontag proclame la superfluidad, la extemporaneidad y la nocividad de la hermenéutica de la obra, focalizada en unos recónditos y solapados contenidos en menosprecio de los superficiales esplendores del arte y la literatura.
¿Qué ha de esgrimir esta humilde persona que soy para no enlodar el mayestático porte de arte y literatura, entregado al ejercicio de la crítica sin hacer mella en su desbordamiento compulsivamente insurreccional por olvido o desatención de lo patente y enrumbado hacia una perniciosa deriva en pos de sus tétricas profundidades?
En una salida de perplejo aún no entregado a la dimisión y llevando una buena cuota de agua a mi molino, asumo (discipularmente, por de pronto) la célebre sentencia “el mensaje es el medio” de Marshall McLuhan en vistas a un abordaje descomprometido y aséptico del poemario en cuestión: “País de las hojas” de Aldo González Vilches. Me propongo, de esta suerte, no sin un adarme de importunidad y de herejía, encarar esta obra poética guiado por el designio de prescindir, en una actitud fenomenológica sui generis, del substrato semántico o del espectro de contenidos si se quiere decirlo en fórmula más pedestre.
Mi enfoque maclujiano de esta obra poética (relativamente maclujiano, como se verá) se traduce en una interrogación apegada o ceñida a lo puesto u ofrecido más directamente ante los ojos, en una indagatoria sin ulteriores ni mayores trascendencias:
¿Qué trazas, qué señas de identidad comunica o transmite el poeta bajo el recurso al texto en cuanto texto?
Este “País de las hojas” o más bien sus escorzos o perfiles: sus poemas, comparece a la lectura presidido por la omisión de un contexto o preámbulo textual, por la ausencia de un horizonte y de una aureola correlativa o copresente a las emisiones verbales. Nos asaltan en este libro abruptos e inopinados textos, vertiginosos en su cariz más ostensible y fulgurante, vertiginosos a la postre, por efecto o consecuencia y no sencillamente por su preñez de intrínseca vertiginosidad. Quiero decir con ello que cada poema asoma como una indefectible seguidilla o un recurrente florilegio de frases, todas ellas felices, satinadas, iridiscentes, y, a la par, todas ellas de sintaxis menoscabada o casi del todo abolida. Símil del súbito fuego de un emboscado francotirador, estas frases acometen y apedrean los oídos con una andanada de enumeraciones por lo común triádicas o trinitarias y sin palmario o a lo menos perceptible hilo conductor.
Rizando el rizo, sostengo que se trata de frases heteróclitas, signadas de parquedad no obstante su iridiscencia, de emisiones tornasoladas y sentenciosas, frases rotundamente sonoras y sonoramente rotundas. Sin embargo, elementos o módulos lingûísticos discretos, no constitutivos de felicidad discursiva, en última instancia, porque disgregados y atomizados en un hacinamiento que sindica la ausencia de hilvanadura o de ilación escritural evidentes. De ahí que los poemas asomen como totalidades gratuitas o caprichosas, como lábiles o lúbricos plexos de alusiones en rapsodia. Suelo infirme, por lo demás, que contamina de incomodante vértigo a todo amago de lectura.
A otro propósito, lo antes señalado predetermina que en los textos en cuestión no se encuentre rastro alguno de fluencia, de incoercible y caudalosa espontaneidad en el proferimiento del discurso. Campea, pues,
en ellos, la exigüidad, patente de toda evidencia en la espiga que describe la cascada de brevísimos y ceñidos versículos a modo de gráfica efigie del territorio nacional. Desmembrado archipiélago de palabras, totalidad esquiva y, a lo que parece, mera aglutinación de trazos o segmentos con aire de apunte, de pura y simple pincelada, desposeído radicalmente de tenor discursivo, de cierta dinámica escritural, el núcleo de todos y cada uno de los poemas reside en una enumeración que es un tartajeo o un tartajeo que es una enumeración, si se quiere, una letanía peleada a muerte con las uniformidades y las imbricaciones. Me pregunto abruptamente: ¿He ahí los textos como las huellas indesmentibles de cierta inopia y parvedad?
De cierto, “País de las hojas” frustra el declarado designio de constituir un libro tópico o temático, precisamente porque rapsódico y balbuciente (en cierto sentido, abdica de la sintaxis y esto es balbucir, a la postre). Cruzado, en el plano estrictamente formal, de la discreción o la discontinuidad anteriormente señalada, “País de las hojas”, si bien se focaliza en conseguir una precisión constructiva o arquitectónica, hablo de una arquitectura de índole verbal por supuesto, se erige con un cariz de asunto vagaroso y, al mismo tiempo, impreciso.
Imprimiendo un súbito giro a esta presentación, me deslizaré a las cuestiones de fondo, a la raigambre semántica o nocional, en procura de cierta matización de los asertos precedentes. Y, de entrada, acuso un hecho sintomático y por demás gravitante: a la íntegra luz de estos poemas, el “país de las hojas” en alusión bajo el título de esta obra (obra desnuda de hilaridad y de erotismo, dicho sea a la pasada) viene a revelarse como el país sencillamente innombrable, porque a todas luces el nombre de Chile no se menciona ni siquiera en una solitaria página. Claro está que el autor interpela a este país para bautizarlo o rebautizarlo como el “chillido de ave” que esgrime la hipótesis etimológica de todos conocida, estableciendo el derrotero alusivo de una tan impenitente como inomitible tangencialidad. ¿Insinúo, así, que Aldo González no tematiza ni dilucida categóricamente a este país de las hojas cuyo nombre consabido pareciera que le está vedado pronunciar?
Si el autor acomete o no y en forma categórica este asunto que más de alguna vez ha puesto en vilo a empresarios y a hombres públicos de toda laya y ralea es una cuestión que responderé con sus bemoles y matices. Digo ello porque, por más que en “País de las hojas” no se busque explicar, explanar o esclarecer este país en sentido fuerte y convocando palabras netamente develadoras, es plausible la conjetura de que cada verso de este libro acude como un proferimiento sacramental, como una sibilina o numinosa nominación diríase acunada en el regazo de alguien ebrio de sí mismo, insularizado y ensimismado por efecto del placebo que su misma palabra le proporciona. De donde la índole paradojal de alguien consumado esplendor para sí mismo y media luz o semisombra para otros, para sus espectadores, sus lectores o testigos.
“Un ojo es la sobra” dice por ahí el autor de este libro de mística apariencia para beneplácito de tuertos y de bizcos y, a la verdad, los ojos le resultan entorpecedores o accesorios en su condición de enceguecido y exultante ensimismado. En “País de las hojas” nada transparece, nada se exhibe ni concurre a una cita con sus ávidos lectores. Rosario o, mejor, seguidilla de simples pavesas de fórmulas encantantorias, discurso autológico y shamánico fluido desde un trance que apenas se reduce a un embriagado balbuceo, este libro no sindica al poeta González como un artífice de meras engañifas (figura literaria o autoral nunca ausente en el país innombrable de marras). Lo sindica, sí, como un poeta lastrado de un todoinvasor hermetismo, pero no arrojemos por la borda la especulación de que quizá mañana (y así fuera pasado mañana a la postre) terminemos por descubrir que ese su pavoroso y por demás disuasivo hermetismo era sencillamente el nuestro.
¿Ha de colegirse de todo lo antedicho que el poeta en comentario toca la por hoy socorrida cuerda o la indefectible tesitura del solipsismo poético, al menos conforme a los datos de la causa en la escena de la lírica nacional?
Sentado, como es de toda lógica, que el designio temático o el arresto de tematizar no cuadran o resultan incompatibles con cualesquiera solipsismos, ¿ha de extraerse la conclusión irrevocable de que, en el poeta en cuestión, la inmanencia del texto comporta una clausura irreversible a toda suerte de trascendencia extratextual?
Una conclusión de esa especie no se podrá eludir mientras se constriña uno a visualizar el texto como meras palabras (o simples hojas en el árbol del lenguaje) de unas miras estrictamente referenciales: es de toda evidencia que en el libro del poeta en cuestión no se escribe sobre el país o en torno al país (al modo de la Mistral), que su texto no termina escrito o tatuado en el territorio chileno (a la manera de Zurita), que no enrostra ni esgrime el país como variopinta asuntología (al modo de Juvencio Valle, de Neruda u Óscar Castro). A contrapelo de éste y aquél, como escamoteado de todo uso y costumbre, Aldo González procura que el país comparezca intratextualmente, patentizado –vástago vegetativo- desde lo inexpreso en las virtualidades denotativas o connotativas de las palabras.
Sobre el libro: Aldo González, País de las hojas, Santiago, Editorial Desbordes, 2018.