Migrar sin someterse a prefijo: no in-migrar ni e-migrar. Las migraciones, pensadas radicalmente, parecieran constituir más que un simple fenómeno derivado de factores económicos, políticos o humanitarios. No sólo pertenecen al reino de lo explicable. En ellas, más bien, se insinuaría un sobresentido y una estructura (quizás también móvil) ontológica de la historia y del movimiento natural. A la sombra de la faz óntica, donde los fenómenos se desenvuelven y reproducen bajo determinaciones causales, voluntarias, perceptibles y codificables, la historia tatuada sobre el rostro migrante permite entrever una realidad liberada de todo marco explicativo: el devenir deviniente de la vida.
Si, desde tiempos de Heráclito, existe una pretensión de verdad filosófica obsesionada con, al menos, acariciar el flujo de la realidad, aquella noción sólo puede expresarse fielmente en la misma expresividad de su devenir: la diferencia identitaria se dramatiza en las experiencias migrantes.
Por ello, pensar la migración como problema filosófico, implica encarar la tensión propia de todo ente que transita, que se encamina, que va de camino. Ente, tal vez, desgarrado de un ser del cual ya no participa ni al cual actualiza. Quien se ve forzado a partir, levanta los pies de su tierra, pero nunca puede asentarse dejando totalmente atrás su tierra. Viajero empecinadamente inactual, su rechazo o acogida no depende de él, sino de la mirada que busca integrarlo reduciéndolo a un “nosotros”. Dinámica de inclusión/exclusión, por un lado; aunque, por otro, también dinámica del dinamismo: devenir. En la migración se despliega, en tono dramático y humano, la ontología de la realidad: el movimiento en tanto devenir plural y polirrítmico. A quienes les acontece tal devenir realizan, en un acto ontológico abierto, la experiencia del siendo. Movimiento no-destinal ni profético, movimiento de lo transitorio que desea cobijo, repleto de dolores y de anhelos, embriagado por la circularidad del retorno al paraíso extraviado o absorto en la utopía de la esperanza desesperada, movimiento inconcluso y en vertiginosa huída.
No es que las experiencias migratorias nieguen la estabilidad de la tierra originaria, del suelo materno y su retórica comunitaria-inmunitaria, sino que la problematizan como parte de una contradicción doliente, como sangre de una carne afligida por el cansancio. En clave hegeliana, esa contradicción dialéctica consistiría en un suprimir conservando pero, claro está, carente de superación; en clave anti-hegeliana, podríamos llamarla apertura hacia lo imposible, hacia un horizonte anti-teo-teleo-lógico. Ya no se trata de la defensa, de la lucha, del conatus, ni de la bandera del nomos enarbolada desde y para el mismo nomos. Es el nomos, sí, pero descorporalizado, melancolizado o embellecido, dibujándose en la memoria o en medio de las heridas que lo des-habitan hasta disolverlo. Nomos de inmerso en la imaginación reproductiva, aunque también dando pie a su propia tachadura, a su olvido, a su negación. Como si se tratara de una estela en decadencia, en las experiencias migrantes la tierra originaria se ve reducida a la familia y a las amistades, a la supervivencia y a las remesas, a los sueño de coyotes o nadadores del Mediterráneo, a cuerpos hechos polvo en el polvo del desierto. Nadie migra en la seguridad de un destino estable; quien lo hace, más que migrante, es un viajero que sobrevuela el abismo.
El origen o la identidad que intenta resistir en cuanto mismidad, inevitablemente se desvanece, se parte. Lxs migrantes parten. En un inicio parten. Pero, en realidad, ya habían partido mucho antes, pues nunca, al menos en la periferia del sistema-mundo moderno, lxs migrantes han estado en paz. Cuando emprenden la marcha, una leve epifanía acontece, tan leve que, en comparación con la incertidumbre angustiante de la travesía, bien pasa desapercibida: la verdad ontológica del movimiento aparece, ahora, en las experiencias de lxs migrantes, dotada de historia y sentido vital, de narraciones y recuerdos, de deseos y confusión. Por eso, tras un breve segundo de iniciado el tránsito, también se inicia el trance. En tal tránsito-trance se constata, como la irrupción de una revelación musitada al oído, que nunca hemos (todxs y no sólo lxs migrantes) terminado de llegar; que nunca habremos terminado ni llegado a ser. En esa perplejidad, estamos siendo: migrando o deviniendo devenir.
Incluso abordado el problema desde una perspectiva global, la extensión universalista de la ciudadanía mundial, regida bajo el imaginario de un cosmopolitismo liberal y bien intencionado, propio de la matriz comercial y de la hospitalidad del derecho de gents, es decir, tal cual la pensó Kant (2012) en La paz perpetua, tampoco dirige el sentido de quienes migran. No hay ciudadanos del mundo porque, justamente, la autonomía subjetiva y el deber moral nunca es un punto de partida ni menos un destino: hay mundos y formas de vidas. Como ha señalado Dussel (2000), la operación que Kant promueve consiste en un acto de mundialización sinecdóquico: la complejidad del todo concebible (las diversidad inabarcable de formas de vida humana) es signado en función de una –solo una- de sus partes (la fantasía racionalista de la Europa moderna). Los valores abstractos de una provincia, Europa, transmutan en normatividad mundial. O sea, el ideal de ser humano universal, en tanto sujeto autónomo y regido por un deber moral incondicionado, cuya voluntad es capaz de testearse en la fórmula del imperativo categórico, representa la exacerbación o hipertrofia formal y apriorística de los valores y prácticas racionalistas de la Europa ilustrada (principalmente el comercio, el conjuro de la guerra y los procesos de individualización social).
Por ende, mientras se intente concebir las migraciones como un paso transitorio de un proceso ya definido, esto es, en cuanto se entienda contenida en un proceso cuyo horizonte ya está dibujado de antemano, léase el orden de la ciudadanía mundial euro, logo y antropocéntrica, nunca podremos liberar su potencia, manteniéndola sometida al acto a cuyo fin tendería. Ello implica, en términos simples, que en plena globalización multicultural, paradójicamente, nos encontramos impedidos de hacer la experiencia de la alteridad, del extrañamiento de sí y de la acogida del exceso. En suma, aún clausurados en la atmósfera monocromática de un nosotros hiperbolizado, la pluralidad de formas de vida que las migraciones abren, proponen, deponen y conflictúan son capturadas por lógicas de gobernabilidad, de gestión o de integración dominadas por el gran capital financiero. Así, la densidad de mundos que invitan a recuperar los testimonios, deseos y experiencias migrantes se posicionan como una insubordinación contra los poderes del neoliberalismo actual (y actualizante), en plena época de des-mundanización, digitalización y homogeneización del planeta (Karmy, 2020), provocando la degradación del mundo a su mera imagen de mundo.
Pensar radicalmente las migraciones significa afrontar la encrucijada entre el partir y el llegar: la primacía de un devenir, de un ser distentido hasta la crisis o derramado hasta la derogación de su identidad. Derramarse en un mundo con el cual, desde un comienzo, yacemos entretejido. En última instancia, significa pensar la afección y la alteración asumiendo el dolor (de lo) errante. Fragilidad y pasibilidad. También convicción y resistencia. Mil modos, todos distintos, de poner en curso la imaginación. Imaginación que, a primera vista y en términos kantianos, sólo sería reproductiva; pero la cual, al transparentar la fuerza ontológica de su acontecer encarnado en el devenir de las experiencias migrantes, bien podría tornarse imaginación productiva.
Lejanas a la identidades nacionalistas, pero, al mismo tiempo, acusando recibo de la nostalgia que conlleva su pérdida, las experiencias migratorias suelen pensarse como desprendimiento o emanación a partir de la ruptura con un ser inmutable y esencialista. Estado-Nación, patria, comunidad; Ser, Dios, Bien. El fantasme de la razón metafísica (o una razón demasiado lógica) acosa los pasillos del teatro posmoderno. Idea de unidad sin unicidad y –por qué no decirlo- aspiración a regenerar una totalidad mítica. El desgarro de la unidad originaria siempre intenta ser explicado desde la unidad misma: para intentar acceder a la unidad ya preconcebimos la unidad, al menos formalmente. Como si en el comienzo (¿sucesivo?, ¿cronológico?, ¿causal?) residiera el principio, creemos que, reconstruyendo sus pasos o desmontando sus marcas, rastrearemos los sucesivos temblores que la remecieron hasta fragmentarla; fragmentos y grietas en donde, desde esta realidad herida, vivimos y nos movemos. Así, buscamos infatigablemente el evento que hizo estallar el origen (del cosmos y de nuestra historia, del átomo y de la evolución natural, de Dios); buscamos el origen del origen, el fundamento en cuyos códices se inscribe la ley por la cual vivimos cómo vivimos. El sentido existencial–si es que lo hay- deseamos encontrarlo en lo que no sentimos ni vivimos, en lo que rebasa toda experiencia fenoménica. Creemos –ilusos pasajeros- que en el comienzo está el origen, y que en el origen fundamental yace, replegado y abreviado, el sentido de la trama que estamos desarrollando. Sin embargo, como si el movimiento no fuese más que potencia o medio puro, en rebelión contra la inaceptable transposición de una maquinaria teo-teleológica –donde la finalidad ya está incubada desde un comienzo- la irrupción de las experiencias migratorias exceden cualquier reterritorialización. Y por ello, tampoco resisten ser representadas ni se arrogan el derecho de constituirse en representantes de otra cosa que no sea la facticidad ontológica de lo real: sin buscar ser imágenes armónicas ni paradigmas teóricos, cada migración es la medida, en su propia desmesura dramática, del “devenir devenir” de la vida. Por ello, lxs migrantes nunca pertenecen a un país, sino a la impertinencia, a la subversión que atestigua la estructura más profunda de la realidad, y que en ellos se vuelve epifanía.
El drama del movimiento encarnado, es decir, de las migraciones con sus afectos, historias y silencios, con sus orgullos y vergüenzas, podrían expresar el sino trágico de una tragedia sin destino. Esto, por supuesto, se trata, tal cual el sentido de la historia (por lo menos para el juicio reflexionante de Kant), de una hipótesis sin demostración: las migraciones, como la historia, sólo es mostración, pero nada la puede demostrar justamente debido a la pluralidad de sus sentidos y sentires. En ello, tal vez, también reside su autoevidencia.
Remitámonos, muy ligeramente, a algunos casos históricos.
En la Grecia Clásica, uno de los peores castigos consistía en el ostracismo. La migración, más que un derecho humanitario, era sinónimo de la degradación de la condición política y humana: la barbarie. El clivaje de fondo, propio de un contexto filosófico dualista, era el de “nosotros-ellos”. Desde allí en adelante, dicho clivaje rondará, en distintos grados, la valoración de lo migratorio.
Durante buena parte del Medioevo, la experiencias migrantes respondieron a concepciones religiosas. Metáfora de una existencia humana desprendida (caída) de Dios, cuyo destino se halla irrevocablemente unido a su tumba, la noción del Homo Viator, el hombre como viajero con destino a su tumba, permeó fuertemente un sinfín de manifestaciones culturales. El peregrinaje a la tumba, por cierto, no representaba, sin embargo, el fin del camino, sino la finalidad alquímica de éste: la lápida bien podía transformarse en puerta de entrada al paraíso o al infierno. A través del trayecto de la existencia se ponía en juego toda una lógica de la mismidad: quien migró de Dios sólo habrá de volver a su seno paradisíaco si, en su vida terrenal, sus actos estuvieron regidos por los preceptos promulgados por ese mismo Dios; quien migró sólo habrá de volver a Dios si, en realidad, nunca migró, es decir, si actuó conforme a los dictámenes de la Iglesia. No hay posibilidad alguna de salvación para quien se aleja del camino. A partir del intercambio entre una serie de analogías y un sistema míticos, de versículos y bestiarios, de profecías y jerarquías eclesiales, el migrante medieval, fuera donde fuera, permanecía enclaustrado en el feudo de su Señor-Dios. La exterioridad era condenación. Y una vez condenado, la única salvación era la Inquisición.
De ahí que con las cruzadas, en un comienzo, y con las exploraciones coloniales, después, la concepción del Homo Viator adquiriera un despliegue geográfico, susceptible, no obstante, de mantener bloqueada su dimensión interior, esto es, de manifestar una inmunidad identitaria. El otro, el africano, el musulmán, o el indígena en el caso de América, no sólo eran los infieles anti-cristianos, sino que despertaban la duda de su condición de seres humanos. La humanidad, así, remitía exclusivamente al cristianismo, esto es, a aquellos seres que mantenían un lazo metafísico, de imagen y semejanza, con Dios; las criaturas de una creatio ex nihilo. Migrar, en ese contexto, significaba era un acto de santidad: conquistar por Dios y para Dios.
Y como toda violencia descansa sobre un discurso de poder que a veces no sólo la justifica, sino que también la anima, el mercantilismo y el extractivismo colonial clavaron la cruz como en América a modo de expiación de sus propios pecados. La salvación religiosa, tras un paulatino proceso de secularización, pasó a llamarse luz y razón: civilización. Para la historiografía liberal, por ejemplo, los migrantes llegados a América fueron los fundadores de este continente. Novomundismo siempre basado, claro está, en lograr satisfacer los apetitos y ambiciones del Viejo Mundo. La modernidad se cimentó gracias a la funcionalidad con que ejecutó el ideal ilustrado: civilización para la liberación-domesticación ante el oscurantismo, en tanto reaplicación de la dicotomía griega nosotros- ellos: civilización-barbarie. Así, tras el velo civilizatorio se pudo consolidar, discursivamente, la estructura del sistema-mundo (Wallerstein), con sus dinámicas de explotación del centro-metropolitano (industrial) sobre la periferia-satélite (extractivista). Migrar, en este escenario, poseía una sola connotación: conquistar, ir desde el centro hacia la periferia para asentar el centro (hegemónico) en la periferia (dependiente).
¿Y antes? ¿Qué hubo antes?
Según las investigaciones arqueológicas más tradicionales, América se pobló de norte a sur. A paso firme desde el Estrecho de Bering hasta la Patagonia. Pero también, según otras investigaciones más recientes, lo hizo en oleadas constantes desde la polinesia y las islas del Pacífico. Un bello matiz se expresa entre estos dos modos de migrar, de habitar moviéndose, de habitar sin habituación. Entre el paso seguro de la tierra y la navegación amenazante por el Pacífico, una diferencia irreductible se hace presente: la apertura hacia lo otro, la posibilidad de recepcionar lo imposible, de estar siendo otro. Experiencias plurales y diversas que sólo llegan realmente a encontrarse sobre un mismo continente en cuanto su identidad deja de estar contenida, en cuanto su experiencia está siendo expresada y alterada, expuesta. Quizás por esa alter-ación, el origen siempre ha estado perdido.
Así, vacilante sobre la inadecuación de aquello que inacabadamente se expresa como siendo, las experiencias migrantes abren un lugar para pensar el movimiento desencadenado de cualquier teleología (ya sea intencional-subjetiva o filosófica-histórica), así como desprendido de la simple ligereza (instintiva y amoral) de la espontaneidad. Derecho a la libre movilidad, sí. Pero más: necesidad de movimiento; verdad ontológica del movimiento en clave dramática.
Exposición, fragilidad y desposesión. Las migraciones son un malestar des-atado que reconoce en el desgarro su angustiante atadura: la búsqueda de un descanso, la esperanza de una sábana limpia donde dormir un sueño que, en este caso, no es hermano de la muerte, sino la más pura expresión de lo ilimitado de la vida.
Bibliografía
Dussel, Enrique (2000): “Europa, modernidad y eurocentrismo” en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, pp. 41- 53. Buenos Aires: CLACSO.
Kant, Immanuel (2012): Sobre la paz perpetua. Madrid: Ediciones Akal.
Karmy, Rodrigo (2020): “6 tesis destituyentes” columna en La voz de los que sobran, 12 de Junio, 2020. Sitio web: https://lavozdelosquesobran.cl/6-tesis-destituyentes/