Aldo Bombardiere Castro / Diálogo radical: erotizar el simulacro

Filosofía, Política

El reciente triunfo electoral de Boric fue fruto de una alianza amplia. Sin duda, el holgado resultado excedió con creces la figura de su liderazgo político. Aunque se deba destacar su virtud para movilizarse tanto hacia al centro de la política institucionalizada, lo cual queda reflejado en el apoyo de Bachelet y el mundo concertacionista, como hacia los frentes no institucionales y provenientes de la revuelta popular, principalmente simbolizado por Fabiola Campillay, este mismo hecho denota que se trató de una articulación no sólo de las fuerzas transformadoras, sino también de las antifascistas.

La positividad de la esperanza -más allá del slogan electoral de su campaña- estará vinculada a transformaciones estructurales, con un acento puesto en la defensa de los derechos sociales en relación a la colonización neoliberal, así como en la perspectiva de género que adoptará su gobierno. Para ello, será indispensable que Boric expanda sus fuerzas, al menos, en dos frentes, uno tradicionalmente ignorado para los gobernantes y otro históricamente inédito: 1) el apoyo popular expresado en la calle (como ya lo ha señalado Camila Vallejo), capaz de defender los procesos transformadores que se iniciarán en 2) la Convención Constitucional, cuyo foco debe ponerse, más que en la redacción de un mero texto jurídico, en la experiencia que ella misma ha simbolizado, esto es, abrir el campo de participación política a una diversidad de sectores endémicamente marginados y criminalizados (pueblos originarios, clases sociales precarizadas, movimientos feministas, activistas ambientales; cada cual con sus respectivas, pero también transversales, demandas: de plurinacionalidad e interculturalidad, redistribución económica y dignidad en el acceso a los bienes comunes, igualdad y cuestionamiento de los roles de género socialmente asignados, y finalmente el resguardo del ecosistema y el cuidado de la casa común).

Por otro lado, hay que reconocer que las reacciones de gran parte de la clase política, incluida la derecha más recalcitrante, han tenido por “estrategia” congeniar con Boric, esperando que éste modere su discurso y avance lo más paulatina y moderadamente posible, en un reformismo al sistema. Es en esa clave que pueden ser interpretadas innumerables declaraciones y acciones de personeros no sólo chilenos, sino también extranjeros: los consejos económicos que le otorga Sebastián Edwards; la invitación brindada por Piñera para acompañarlo en su gira; los saludos de Macron, profusamente difundidos en cadenas internacionales, que dan por sentado que Chile se moverá en dirección a una democracia (liberal) a la europea; lo anterior sólo por nombrar algunos casos.

En suma, lo más probable es que tendremos un gobierno tensionado tanto desde su interior como desde su exterior. Por ende, y con tal de mantener abierta la grieta octubrista, tomará una especial relevancia la potencia que se entronque y redirija, que se exprese e imagine, en la experiencia del diálogo. Diálogo, valga recalcarlo, resignificado a partir, justamente, de su potencia imaginal. Es decir, un diálogo capaz de traslucir posiciones situadas, con toda la conflictividad que ellas contienen, así como de vivenciar el ejercicio de la imaginación productiva: producir sentidos nuevos a partir de la fricción dada entre formas-de-vida negadas en los 200 años de República. Sólo un diálogo radical podrá heredarnos un nuevo porvenir.

Para ahondar un poco en esto, quisiera trabajar a partir de una cita de Vattimo, contenida en El pensamiento débil. Luego de interpretarla (violentarla), enfatizando la importancia del diálogo radical y la caída de los soportes metafísicos de la modernidad, intentaré contrastar críticamente esta interpretación con la noción de diálogo predominante en la visión habermasiana de su ética discursiva. Finalmente, buscaré “justificar” por qué la experiencia del diálogo radical, y la carga de vitalidad nietzscheana que ella porta, sería un modalidad de expresión de aquella potencia popular abierta con la revuelta de octubre, eso sí, ahora en un registro distinto, como el del habitus conflictivo entre lo ins-cons-titucional y lo imaginal.

Diálogo radical y simulacro

En El pensamiento débil, Vattimo afirma:

“No se trata de la idea de construir (por fin) una sociedad justa, o sea, conforme al modelo verdadero que era ya el sueño de Platón; sino, si se quiere, una sociedad abierta, que puede ser tal sólo si, en primer lugar, liquida todos los tabúes metafísicos (los Valores, los Principios, las Verdades) que han servido a los privilegiados para mantener y reforzar sus privilegios, y se abre al diálogo entre personas y grupos.” (Vattimo, 2006)

Afrontar la radicalidad del pensamiento débil implica encarar repercusiones tanto políticas como ontológicas. Derrocar los Valores, los Principios y las Verdades -armas teóricas y dispositivos de poder funcionales a la conservación y reproducción de un orden social establecido-, antes que aproximarnos a la barbarie del nihilismo pre-social, sería un gesto que liberaría a la razón y a la voluntad de sus tabúes, buscando arrojarla a nuevas estéticas y eróticas, o -en clave nietzschena- haciendo temblar la palabra con el asombro ligero de un niño que hunde sus pies en la orilla del río. La disolución de los pilares metafísicos (problema ontológico), justificaciones trascendentales serviciales a los discursos que han legitimado la explotación humana y la devastación natural durante gran parte de la historia (problema político), lejos de condenarnos al vacío nihilista, nos invita a danzar al ritmo de un diálogo político imaginativo, abismal, vertiginoso. Y, a su vez, revela una afirmación de la epocalidad técnica y digital, cuyos mecanismos de virtualización (reducción del mundo a globo, esto es, primacía de la imagen-de-mundo, y manipulación sobre la atención pre-consciente) y control epistémico-social (procesos de algoritmización, codificación de datos y predicción de conductas) hallarían un contrapeso sin necesariamente salir de ellos. Dicho en una palabra, la cuestión consistiría en moverse dentro de la máquina neoliberal del simulacro, para contaminarla y buscar corroer sus engranajes.

Hoy, luego de una elección presidencial desgastante y primordialmente desenvuelta en la re-territorialización del simulacro, la tarea no podría consistir en recomponer o adecuar los criterios del clivaje verdad/falsedad, tan propios de las democracias liberales o de los principios de una racionalidad cientificista.  Ya que habitamos -y somos– una sociedad del espectáculo, ya que nos regocijamos y asfixiamos en ella, al tiempo que nos identificamos y decaemos en su misma ingravidez, nada habría más reaccionario que volver a plantear las categorías binarias de lo verdadero y lo falso como ilusa salida de escape. Más que encarnar un punto de fuga, el reciclar dicho binomio sería la repetición caprichosa -y en formato paródico, por cierto- del agotamiento de la matriz liberal que antecedió al fascismo neoliberal. Un agujero negro más. Si el fascismo neoliberal opera como una máquina que, regida por mecánicas instrumentales, mercantiliza las acciones y relaciones comunes, tornándolas en valores medibles, apropiables y económicamente transables, a la vez que se esmera en reducir la potencia inconmensurable de la vida a simples afectos superficiales, el dispositivo del simulacro brinda un principio de exhibición visual y espectacularidad emocional a la dimensión social que robustece el carácter totalizante del sistema. Esto, junto con generar una especie de “sentido común” neoliberal y neofascista, también produce un modo de subjetivización: la de auto-representar la propia identidad subjetiva bajo las reglas de la espectacularidad insertadas por el simulacro. En ese sentido, por medio del dispositivo del simulacro y su escenario espectacular se pone en ejecución un modo de subjetivización neoliberal capaz de hacer de lo público no sólo un recinto de banalidad, sino también de vanidad: desear ser deseado por el espectáculo; desear ser parte del espectáculo con que yo mismo -en secreto incluso para mi- me deseo. Crearme a mi imagen y semejanza; ser amado a mi imagen y semejanza. Lxs otrxs, así, sólo responden a lo que mi deseo individual-individualizado ya prefigura: son espectadores que reafirman mi sed exhibicionista, sin nunca llegar a saciarla, en la medida que me re-conocen o desean como yo mismo me deseo (aquí resuena, de manera degradada, la parte inicial de la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel). De ahí que competencia, exhibicionismo e individualismo, parecieran estar a la base de los modos de cohesión social, pues, precisamente, buscan instalar un discurso que, engañosamente, se funda en la premisa liberal de la “autonomía” autárquica del yo individual, en tanto única “verdad” asible.

Para decirlo acorde con la cita de Vattimo: la caída de los tabúes metafísicos (los Valores, los Principios y las Verdades), antes que atizar la hermosa deriva (o divagación) del pensamiento débil, lo ha hecho consumirse en la debilidad del pensamiento: en su des-potenciación gracias al dulzor del deseo en tanto percepción visible, atención inmediata y emoción epidérmica. Sin duda, en esta subjetivización neoliberal, así como en su flexibilidad de adaptación a todo contexto, se asienta uno de los modos de intensificación neofascista a nivel molecular.

Contrastemos brevemente esa configuración de la sociedad como espectáculo, y la omnipresencia del simulacro, con uno de sus antecedentes: la visión de la democracia liberal, principalmente centrada en la relevancia del diálogo deliberativo y de la razón comunicativa.

Discurso, opinión pública y simulacro

Según Habermas, la opinión pública, entendida como el ejercicio desarrollado en esa esfera, sería el lugar donde la verdad se construiría consensualmente a partir de ciertos valores universales muy generales. Es decir, gracias a una racionalidad comunicativa y deliberativa basada en virtudes judicativas (leáse el término “juicio” doblemente a partir de Kant: de manera epistemológica, en cuanto capacidad racional de elaborar una proposición lógica susceptible de verdad/falsedad; pero sobre todo en cuanto a la facultad de juzgar, esto es, la capacidad de discernir en un ámbito práctico-subjetivo), podría llegar a edificarse una “verdad” altamentente aceptada (legitimada) en la medida que un gran porcentaje de la ciudadanía participara en la discusión y deliberación pública. Para que este diálogo pueda ser serio es necesario que existan condiciones:

“Nadie puede entrar en serio en una argumentación si no presupone una situación de diálogo que garantice en principio la publicidad del acceso, iguales derechos de participación, la veracidad de los participantes, la ausencia de coerción en las posiciones que se tomen, etc. Los participantes sólo pueden pretender convencerse unos a otros si pragmáticamente presuponen que sus síes o sus noes únicamente van a venir determinados por la coerción del mejor argumento.” (Habermas, 2000, p.117)

No obstante, si bien esta manera de concebir el proceso constructivo de la verdad la subordina a lo político, sin embargo, implica un prejuicio ilustrado: la de reducir la política a “juicios” y discursos enunciables y (de)mostrables en calidad de “mejor argumento” en el campo de la opinión pública. Así, el lugar de enunciación o la posición desde la cual lo enunciado se enuncia, solamente es considerado en la medida que se logra incorporar a lo enunciado mismo. Extremando la imagen: nunca habría pragma, contexto, voz ni carne; sólo habría significado en la medida que éste se consumase semánticamente en cuanto enunciado argumentativo.

La fase actual del capitalismo, un neoliberalismo neo-fascista marcado por la explotación y devastación de las diversas formas-de-vida, humanas y naturales, corresponde a una deriva histórica ya germinalmente contenida en el liberalismo y en los procesos de acumulación de capital dados en las sociedades de bienestar del siglo XX (por lo mismo, como lo ha señalado Segio Villalobos-Ruminott, habría que considerar al fascismo y sus mutaciones, antes que una excepción histórica en el curso de las democracias liberales, una especie de necesidad onto-teo-teleo-lógica ya contenido en ellas).  En ese sentido, hoy día el ideal de una “sociedad abierta” en clave liberal, parece simplemente un moralismo retrógrado o ingenuo. Pero, más allá de su impertinencia contextual, el problema parece ser otro: la instrumentalización que hace del diálogo, el de la neutralización de la dimensión erótica e imaginal del lenguaje.

En efecto, utilizar el diálogo como una herramienta predestinada a llegar a acuerdos, antes que como una experiencia de uso que, en sí misma, abre mundos y horizontes insospechados, no-destinales, ad-mirables, ya plantea un conjuro sobre la complejidad expresiva y polimorfa de las formas-de-vida. El prejuicio ilustrado, a la hora de abordar el diálogo siempre al servicio de lo que está siendo referido argumentativamente en el discurso, amputaría las experiencias creativas, expresivas, estilística y eróticas que hace posible el lenguaje, degradándolo ya sea a un ente intramundano más (lenguaje objeto) o haciéndolo desaparecer como tal y condenándolo a reproducir, a como un simple flatus vocis,  los mismos entes a los cuales remite: herramienta de poder y apropiación de la potencia, de un lado; condena a la re-presentación y duplicación tautológica de lo ya dado, por otro.

Así, en la precipitación del “llegar a acuerdo” se revela, desde un inicio, un acuerdo tácito que ha empobrecido la potencia de la vida, representando al lenguaje como instrumento funcional y siempre disponible a la pre-potencia y ansiedad deliberativa que busca domesticar la conflictividad de la existencia motivado por la impaciencia de los acuerdos. No resulta extraño, por ello, que desde tal visión el diálogo se conciba a la manera de una negociación persuasiva.

Si bien ya resulta un cliché plantear que en la actualidad los límites entre lo público y lo privado se han disuelto, no lo es consignar algunos de los fenómenos que acuden a dicha disolución. Sin duda, la concepción de una ciudadanía global y virtual en crisis se ha evidenciado durante los últimos años. Dicha crisis yace caracterizada por el acelerado predominio de las fake news en redes sociales, por la dictadura de las imágenes, la inmediatez perceptiva y la reducción del abanico de la experiencia, sin mencionar la concentración de los medios de información de masas, con su nula pluralidad editorial y precaria ética profesional (pues, recordémoslo, bajo el mismo paradigma democrático-liberal, la libertad de prensa sería un bien subordinado al derecho social a la información y, como tal, parte de un derecho de la sociedad en su conjunto antes que de cada medio privado en su particularidad). En tal marco, el diálogo entendido como discurso argumentativo desplegable en la esfera pública resulta una ingenuidad. Lo que se ha impuesto es el simulacro más allá de cualquier binomio dominado por lógicas (muy lógicas, por cierto) de verdad/falsedad.

Cuerpo y destitución del fundamento: erotizar el simulacro

Si hemos derogado los valores metafísicos señalados por Vattimo, ¿qué nos queda? Si ya no nos interesa -y quizás nunca nos debió haber interesado- el contemplar el paraíso perdido de los Valores, el regirnos por la incondicionalidad de los Principios ni el aspirar a develar la Verdad, ya sea dada o construida, ¿qué nos queda? Tal vez sólo nos quede entrar en escena: besar el simulacro (¿para escupirlo?), erotizar la ubicuidad del constructo (¿para sodomizarla?) danzar dentro del espectáculo, y nunca olvidar el cuerpo. No nos pensemos sin sangre; no hablemos sin sangre. La osadía, la insurrección, la radicalidad quizás esté en devenir algo nuevo, incluso cuando la máquina del neoliberalismo digital no cesa de buscar reducir el mundo a planeta, la experiencia a imagen, la singularidad a mismidad. Asumir el simulacro también implica resignificar el cuerpo y erotizar el lenguaje. Nietzsche -pensador muy admirado por Vattimo- lo intuyó: El Mundo-verdad ha quedado abolido, ¿qué mundo nos queda? ¿El mundo de las apariencias? ¡Pero no; con el Mundo-verdad hemos abolido el mundo de las apariencias! (Mediodía, momento en que es más breve la sombra, fin del error más delatado, punto culminante de la humanidad: INCIPIT ZARATHUSTRA).” (Nietzsche, 1973, p.36)

Tal atrevimiento, apunta a estimular una erótica de la palabra capaz de inundar de sentido estético la esterilidad de los hechos (“no existen hechos, sino sólo interpretaciones”, también escribió Nietzsche). La radicalidad de la voluntad de juego y la recepción del asombro son expresiones de vida que, en un conatus existencial sin medida ni previsión, se esmeran en destituir al imperio de la racionalidad fría y calculadora, transgrediendo y rebosando de fascinación esa palabra muerta, técnica, reproductiva, unívoca, que junto con caprturar el mundo también instrumentaliza a los seres humanos: los hacía eso, hombres, nada más que hombres, con la vida muerta al alcance de su vista.

 

Tal vez la manera más hermosa de erotizar el simulacro ha sido la que algunos movimientos feministas, principalmente aquellos influenciados por la teoría queer, han llevado ha cabo. Arrojarse a la potencia de los cuerpos, deslindar los flujos de energía, hacer del deseo una plurificación crítica, hacer de la crítica el cuerpo del deseo y no su objeto, transgredir la estática del saber esencialista, de la biología y mostrar cómo en el fondo de los cuerpos no hay fondo ni sexo, no existe fundamento, no reside un falo del cual aferrarse, todo ese trabajo imaginal capaz de abrir el cuerpo al cruce de la contrariedad y la complejidad, la hibridez y la caricia, el éxtasis y el abrazo, todo ese trabajo imaginal -que en realidad no es un trabajo, sino liberación de cualquier moral del trabajo: una potencia en movimiento- lo ha erotizado la teoría queer, justamente, extremando el simulacro. Lo ha hecho desplazándose a través del campo enemigo, y no restituyendo, de manera esencialista, la lógica binaria de lo verdaderamente masculino y lo verdaderamente femenino. Mucho tenemos que aprender sobre ello.

Así, erotizar el simulacro, lejos de perpetuar la dictadura neofascista del espectáculo y las lógicas totalizantes del neoliberalismo, expresa la potencia de la vida, su irreductibilidad y emergencia, incluso, allí donde todo parecía perdido o clausurado. Erotizar la palabra, tener puesta la esperanza en un horizonte transformador que haga de los afectos una erótica común, “sentido común afirmativo” y no una reacción (un nihilismo reactivo) o una simple emoción individual procedente de un yo escindido de lo social (como ocurre en las redes sociales), abre el lenguaje a su fulgor y fluir común, a su devenir otrx que (nunca) nos permite ser unx mismx. Allí donde se debilita toda autoridad y permanencia, la palabra vuelve a asombrar-nos porque en ella se asume el riesgo originario: la pérdida del fundamento (muerte de Dios y de sus tabúes metafísicos: Valores, Principios, Verdades) y la voluntad de devenir o discurrir sentido (dia-logos). Sólo así podemos contar con esperanza y entrever un porvenir: afirmando el asombro; diciéndole sí a la vida en el presente. No hay vida desnuda; toda vida ya porta su forma-de-vida: asumir lo situado de la posición -los cuerpos que oculta el discurso argumentativo, pero que potencia el diálogo radical-, es, al mismo tiempo, asumir la contingencia de tal posición: asumir la posibilidad que esa posición pueda llegar a ser otra, que pueda ser destituida, deviniendo impensada (o incluso impensable), como lo han hecho lxs teóricxs queer. Estamos atravesados por una diversidad de tiempos y de fuerzas: he ahí el tiempo y la potencia conflictiva de la complejidad vital, del carácter in-fundante de lo ya destituido, pues aquello tornaría susceptible al diálogo radical de ins-cons-tituirse en otra modalidad de la revuelta.

Seguimos

Si la homogeneización del tono y del discurso pretende reducir la esperanza a lo esperado, el temor y vértigo del asombro a la seguridad de los parajes ya conocidos, hoy, una vez electo Boric, aun palpitando la potencia del octubrismo y disminuido el asedio sobre la Convención Constitucional, resulta imperativo afrontar el concepto de transformación como una erótica antes que como una retórica. Esto significa asumir la complejidad y conflictividad de la vida, dejando de entender la política como un simple espacio de conjuro ante tal complejidad y conflictividad. De no atrevernos a eso es muy probable que, en unos años más, la fractura que se ha abierto sea susceptible de convertirse en una farsa: la parodia de la Concertación. Si algo ha significado el triunfo de Boric es la polarización de las posibilidades: la condición de posibilidad de avance hacia transformaciones estructurales, de un lado, pero también la posible imposibilidad de tal avance, en la medida que se hallaría acosado por la moderación socialdemócrata, esto es, por el deseo de represión-repetición concertacionista. Mantener abierta la fractura octubrista por donde se vislumbre un porvenir no tiene sinónimos ni consejos, no permite la simplicidad de los manuales ni la pedagogía hegemónica de los pastores; tan sólo puede hacerse en cuanto estemos dispuestos a ello. ¿A qué? A vivir. A jugar. A devenir otrx: a oír, imaginar y bailar en común. Con el cuerpo y en las palabras.

 


NOTAS

-Habermas, J. (2000): Aclaraciones a la ética del discurso. Madrid: Trotta.

-Nietzsche, F. (1973): El crepúsculo de los ídolos. México D.F: Editores Mexicanos Unidos.

-Vallejo, C (2021): Entrevista “Camila Vallejo (PC): “Hay que empujar los cambios desde el gobierno y la calle” en La Tercera, 24 de diciembre, 2021. Disponible en: https://www.latercera.com/la-tercera-sabado/noticia/camila-vallejo-pc-hay-que-empujar-los-cambios-desde-el-gobierno-y-la-calle/AYZ3W4SYONHHNMVMH5QNOG7DMU/

-Vattimo, G y Rovatti, P. (Edit.). (2006): El pensamiento débil. Madrid: Cátedra. Versión digital A parte Rei. Revista de Filosofía. N°54, noviembre, 2007, Monográfico Gianni Vattimo, disponible en: http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/debiles54a.pdf

– Villalobos-Ruminott, S. (2021): Asedios al fascismo. Del gobierno neoliberal a la revuelta popular. Santiago de Chile: DobleAEditores.

 

 

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