Sobre Molina, de Guillermo Enrique Fernández, Editorial Desbordes, Santiago, 2022.
Habérselas con “Molina, la literatura chilena soy yo” de Guillermo Enrique Fernández es habérselas con un poema cíclico, signado por un asunto indefectible en una seguidilla de fragmentos o segmentos sobrada y compulsivamente discursivos, esto es, que se configuran al
modo de una peroración o una textualización de cariz raciocinante. El mega/asunto que recorre el rosario de fragmentos aglutinados en esta obra es un personajillo sui generis que los escritores de la generación del 50, entre otros, sindican devocionalmente como un gurú y un admirable adalid. Se trata de Eduardo Molina Ventura, lector voraz e impenitente, de monstruosa erudición, según indican sus testigos y secuaces. Por lo demás, un dandy dedicado sin restricción al diletantismo y al entrometimiento en todo ámbito de la cultura. Últimamente, un hombre de letras hasta el tuétano, al parecer insuflado de una irrestricta disponibilidad de ocio, hablantín comensal y contertulio hechizante de la vinosa y mítica bohemia de la generación ya mencionada.
Si bien coetáneos y próximos de Eduardo Molina Ventura –para ellos el legendario chico Molina– lo sindican como un escritor y poeta por antonomasia, en el hecho se reduce, ulteriormente, a un autor presunto de obras bombásticamente anunciadas pero jamás publicadas. Quede en manos de filólogos y eruditos dirimir la autoría o la condición apócrifa de un menguado amasijo de sus versos que un acólito de su ocaso introdujo en la escena para disipación de las dudas…
A partir de estas pocas luces, parece insoslayable afirmar que Molina transitó por este mundo exclusivamente ad maiorem gloriam literaturae. ¿Fue exactamente así? Esa exclusividad de enfrascarse, de encapsularse en la lectura, de fagocitar una montaña de libros, con un criterio selectivo, un olfato estético infalible y todo lo que se quiera, ¿es suficiente para encaramarse a la encarecida cumbre de la escritura? Concedamos, ustedes y yo, que la socialización literaria: los torneos críticos de café, los coloquios bajo el tilo proverbial, los devaneos y deslumbramientos a impulso de locuaces visitadores de la cultura europea, no constituyeron maniobras distractivas o amenidades dilatorias en el ascenso a la ambicionada escritura, en el caso de Molina y, a fortiori, en el séquito embelesado de los Lafourcade, Lihn, Jodorowsky, Edwards, Teillier, Giaconi, Stella Díaz Varín etc. Aun concedido lo que antecede, ¿no fue este absorto y empecinado lector, por más que excediera o sobrepasara a todos los amigos suyos y de la pluma en fervor y vastedad de bagaje, sencillamente un individuo monocorde armado hasta los dientes de literatura y nada más?
Es sintomático que todas las dotes que la admirativa narración de sus andanzas y desventuras le atribuye son pertinentes, en sentido estricto, a su condición de lector privilegiado y, lo que es una secuela casi ineludible, a su condición de crítico vitriólico, corrosivo, de acidez irrebasable. Ciertamente dicha narración da crédito a la hipotética producción escritural de Molina, crédito presumiblemente bien cimentado en la enormidad de su cultura literaria. Se trataría a la postre, de un escritor de nicho o de retrete, un inédito opcional, un autófago y un ágrafo de puertas afuera. Para mí y para ustedes, supongo, un enigma de inasequible desciframiento.
Presumo en el ejercicio de la nostalgia a pretexto de Molina una desatención a la primacía de los autores –que por autores constituyen autoridad. Una desatención del carácter ancilar y subalterno de los críticos y los comentaristas, aunque estén armados hasta los dientes.
Considérese, por lo demás, que, en sentido etimológico, la cultura es cultivo y, en rigor, asunto de los cultivadores y, sólo en seguida, de los consumidores de la cultura.
Más de alguien dirá que, la desposesión de obras propias contantes y sonantes en Molina no es un mentís definitivo de un genio (o capacidad productiva) inexpreso y tácito, latente en él, desatendiendo un célebre locus de “El ser y la nada”, donde Sartre, a propósito de ciertos dualismos que la fenomenología de Husserl desbarata, alude al genio de Proust como restricto a “En busca del tiempo perdido”, a la obra en acto, sin residuo o remanente alguno en un trasfondo de potencialidades sicológicas.
A lo que parece, el escritor aspiracional es un no escritor, un presumido “escritor”, un escritor estéril o impotente. Acaso, un parto de los montes:
De parto estaban los montes y dieron a la luz un ridículo ratón, una obra de un Molina cualquiera, podría decirse.
Abandonando –todavía a tiempo, supongo- mi visualización de Molina y en homenaje a esa primacía del autor que a la pasada mencioné, digo que Guillermo Enrique Fernández, el sonriente autor de esta obra brevísima y excepcionalmente incitadora, se esfuma, se escurre por el foro o el exit, regala, al parecer, el escenario todo a este redivivo Molina retornado prodigiosamente de ultratumba. Quien escribe, Fernández, como en una letanía, en los primeros acápites del texto: “Yo soy el chico Molina”, es uno decidido a no transparecer, uno que emite esa frase medio ritual, subentendiendo que ese yo quiere decir Molina y no Fernández, Molina el que escribe y no su amanuense Fernández. Escribiendo Fernández, ¿escribe Molina o, dicho de otra manera, es Molina quien escribe, conforme al raro intento, al insólito designio de Fernández? ¿Puede el autor ponerse entre paréntesis, estilar una epojé sobre sí mismo, en una omisión de su hipóstasis, la sustancia primera que es, en beneficio de la persona de otro que lo sustituya y que no meramente lo solape o enmascare?
¿Hay en Fernández algo así como una hipóstasis tránsfuga que se transfigura en Molina? Si ello es un imposible, un absurdo, ¿no es Fernández, en su intento, en cuanto el que escribe, sencillamente un impostor, el sorpresivo agente de una impostura? ¿Curioso intento el de Fernández: corporizar, hacer tangible por la vía de su intangibilización, a un conjeturalmente sobredimensionado o inflacionado Molina, dicha sea la cosa con uno que otro neologismo?
Las respuestas a ese cúmulo de preguntas asoman en el texto mismo de Fernández: de entrada, es de fácil advertencia que Fernández transparece (o se trasluce, si ustedes quieren decirlo así) en un sinnúmero de alusiones a tópicos de la filosofía inverosímiles en la persona de Molina. Por otro lado, Fernández imprime a su discurso poético una parquedad y una opacidad que coquetean con una prosa de sesgo funcional, como si se hubiese vedado el impulso a seducir, en una automitigación de su escritura de ascética raigambre, todo lo cual colisiona con esa pingûe dosis de megalomanía que reviste el personajillo de ribetes deificantes, el crístico y mesiánico Molina. Otrosí: la iteración al modo de un mantra de la frase “Yo soy Eduardo Molina Ventura, el chico Molina” por el mismo Molina que supuestamente la profiere se me asoma como un plausible despropósito y se me figura más bien una locución ejecutiva o performativa, conforme al cartabón del filósofo oxoniense J. L. Austin. He ahí, me digo, a Fernández autoconvenciéndose de esa postiza identidad a fuerza de repetir la susodicha frase hasta el cansancio. En resumidas cuentas, transparece Fernández a contrapelo de su intento, inexorablemente fallido, de encarnar al escritor de la no escritura irreductible.
Y no sólo transparece Fernández sino que preside como una presencia tutelar, al modo de Platón en los parlamentos dialécticos de Sócrates, conduciendo sin aviso a Molina hasta sus últimos supuestos teoréticos, fórmula por medio de la cual procuro transmitir que el Molina meditador y tematizador esgrimido en el poema homónimo es, a todas luces, un Molina mediatizado o reconfigurado por la comparecencia esclarecedora de Fernández. He ahí a Fernández en sigilosa figura de alma mater o de patrocinador clandestino de una que otra categoría inhallable en las arcas intelectuales de Molina.
Abordaré, sumariamente, un par de esas categorías que Fernández desliza en el tapete de su texto:
La primera es la categoría de obra en la paradoja de ser, conceptualización de la ambivalencia ontológica de los productos literarios de Molina, de su existencia lábil, hesitante, lúbrica.
La otra categoría es la de el deseo por la escritura, conceptualización de la voluntad meramente pasiva (aunque enfervorizada) a resultas de los atractivos de este objeto deseable, en contraposición al deseo de la escritura, deseo de índole ostensiblemente activa, deseo tangencial a su inmanencia, a su órbita, esto es, exorbitante, desquiciante. He ahí, si quieren ustedes una metáfora, puestos en una dicotomía, el deseo del recatado versus el deseo del seductor.
Sindico, a la postre, una injerencia meliorativa o, al menos, un acicalamiento de ribetes filosóficos adventicio en el poeta legendario por obra y gracia de este profesional de la filosofía que es Fernández. Y voy más allá, pues sostengo que, de esta suerte, Fernández arriesga una legitimación teórica del intento estético/literario molinista de la no escritura, vector de un viraje insólito, según avizora su talvez alter ego, en la literatura chilena por venir. Una arista más, acaso, de un nihilismo estético que aún no acaba de asentarse en nuestro horizonte cultural, pero que nos ha ofrecido, por de pronto, indubitables primicias.
Son datos de la causa, para mí, la catadura pequeño burguesa del mítico Molina, su adscripción a las ínfulas arribistas de su nicho estamental, su proclividad delirante a los vestigios nobiliarios y aristocráticos, su genuflexión ante la servidumbre consuetudinaria a los paradigmas culturales, su obsecuencia a la subalternidad de nuestras letras.
Conforme a un diagnóstico mío de estas últimas, he acusado más de una vez, en las producciones recientes y no tan recientes de los poetas chilenos una lastimosa degradación de la discursividad y las virtualidades retóricas de la escritura poética o pretendidamente poética. Dicho lisa y llanamente, eso que antaño se llamaba hilvanar el discurso se ha desaprendido, otorgándole carta de ciudadanía al escribir de espontaneidad desbocada, al escribir gobernado (o desgobernado más bien) por la incuria y la desaprensión. De ahí dimana la escritura contrahecha, rítmicamente floja, insólida en mérito a superposiciones y yuxtaposiciones que imposibilitan un hilo conductor semántico y un proferimiento estéticamente lúcido de las palabras. Esto, añadida la inopia o escasez del léxico, la puerilidad o la ramplonería de la sintaxis y un cúmulo de otros desaguisados que generosamente omito, constituyen el vestíbulo de una verdadera cruzada contra el idioma español, un perfil primicial entre otros perfiles de ese nihilismo estético y literario que se columbra en el horizonte.
Guillermo Enrique Fernández, ya desde la rítmica mención de sus nombres, irrumpe como un poeta en buena medida reticente o reacio a ese impulso letal y autodestructivo. Quiero decir que en él nos las habemos con el caso de un poeta discordante eximido de esos patentes estropicios en la erección o la arquitectura de un discurso poético. Su obra “Molina, la literatura chilena soy yo” es, indudablemente, un poema muy bien amalgamado, sólido dentro de su economía y laconismo, atravesado por la inclinación a una bien tramada y rotunda totalidad. Como deslicé más arriba, sucumbe, eso sí, en algunos pasajes, a la tentación de abandonar el centro poético para merodear el suburbio de la prosa.
Se inscribe así en una tradición de larga data que aglutina obras tan notables como “De rerum natura” del magnífico Lucrecio o “An essay on man” de Alexander Pope, el bardo inglés de recurrente mención en la prosa de Jorge Luis Borges. Por cierto caben éstas bajo el rótulo de poesía discursiva (discursiva, agrego, en el más laxo de los sentidos) y caben, con mayor razón, los fragmentos de Parménides y, en general, los escritos de los filósofos presocráticos. Se inscribe el poema de Fernández en este exiguo dominio de la poesía discursiva que ya exhibe, en el ámbito local, obras como “Futurologías” de José Miguel Ibáñez Langlois y “Prédicas y sermones del Cristo de Elqui” de Nicanor Parra, entre otras (“Tolo Nei” de Gustavo Adolfo Becerra, por ejemplo). Como pueden advertir, escribo de prisa y a brochazos (o a plumazos) ajeno a la mayúscula ambición de zambullirme en vertiginosas profundidades. Consigno, por último lo atingente o lo pertinente de entreverar en la clásica relación de pareja de lo épico y lo lírico el tercer término de la inadvertida discursividad.
No me cabe la menor duda de que el decurso venidero como poeta de Guillermo Enrique Fernández incluirá una contribución decisiva a robustecer la poesía de Chile conforme a esta su figura menos invocada o socorrida. Para ello, lo veo serenamente armado hasta los dientes.