Dionisio Espejo Paredes / Apología del sujeto escénico desde la obscenidad: una mirada barroca

Filosofía, Política

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Hace tiempo que los límites de lo privado se perdieron, hace tiempo que “publicar” se convirtió, en redes sociales, en un gesto banal. Somos espectáculo. No solo como sociedad, sino como individuos, al nivel de la subjetividad, hemos conquistado la escena espectacular mientras abandonábamos la escena política a otros “escénicos”. Las gentes han convertido su vida en un escaparate sometido al eventual “aplauso” de sus amigos virtuales, o supuestos suscriptores. Hacia finales del siglo XX se apuntaba a una era neobarroca, era una forma de declarar el cierre de la “modernidad”, de los viejos proyectos éticos y políticos ilustrados, pero también de caracterizar esa pulsión escénica, escenográfica, que quería presentarse como una novedad frente a los viejos relatos. El fin de la historia, el principio de una nueva era se saludaba con optimismo, nunca antes los divos, grandes personajes escénicos, habían actuado como referentes éticos. Ellos son los que acumulan millones de likes en Twiter o Facebook o Instagram, y ese es el verdadero objeto de deseo, y los que lo han logrado, destacándose, elevándose, por encima de las masas son dioses auténticos. Seguramente la secularización ilustrada, el hecho de que hayamos estado faltos de mitos religiosos, sea una de las razones por las que los fetiches culturales, viejos o nuevos, hayan inundado nuestras representaciones. Y esto se configuraba lejos de la clásica concepción escénica del ritual religioso. De modo que, allí donde hay un Dios trascendente, insustituible, en el moderno ritual, todos son potenciales figuras míticas. La cultura de masas, la que se unió a los mass media, transmitía esa “democrática” imagen de sus rituales. Es bien sabido que el espectador no solo adoraba al escénico, sino que se añoraba esa posición, el lugar, todo individuo soñaba con su propia escenificación, con su tiempo de éxito. Esa convicción fetichista creaba una multitud de obscenos (ob- el que está fuera de escena), los que estando fuera anhelan el aplauso que ellos mismos conceden a los otros, los famosos. La obscenidad misma era el mayor soporte del sistema escénico. El final lo escénico era solo una proyección de deseo de un montón de obscenos. La multiplicación de posibilidades de publicar en redes sociales ha multiplicado las tentativas de salir (imaginariamente) desde la obscenidad multitudinaria hacia la escena. En eso consiste la ilusión de la nueva esfera pública: devenir escénico.

Ya no somos modernos, aunque hemos transformado muchas aspiraciones en derechos a lo largo de dos siglos, también hemos descubierto que la cultura no garantiza el respeto ni la justicia. Y, a pesar de todos los fracasos, no hemos perdido la pulsión escénica, más bien se ha multiplicado con los nuevos medios. Aquí se trata de destacar ese elemento fetichista y mistificado, como una pulsión que tiene unos antecedentes que son los que caracterizan el fundamento de nuestra cultura occidental, una cultura que ha renovado constantemente sus mitos y sigue renovándolos. A lo largo de los siglos se han ido creando diversas tecnologías que han ido produciendo sus propios mitos a la vez que creaban sus propios públicos. Esa es nuestra historia, nuestro pasado, pero parece que también es nuestro futuro. Quizá la novedad parece ser que el propio medio se ha independizado de los sistemas de producción tradicionales y ha comenzado a crear sus propios fetiches, precisamente los más cargados de esa forma tecnológica que es el verdadero fetiche hoy. Pero detrás de la manía conectiva de las redes, que el sujeto vive como gozo y como servidumbre, permanece la misma pulsión escénica, la misma necesidad de reconocimiento y aplauso que tenía el individuo burgués del siglo XIX. Solo que esa pulsión se ha convertido en una fijación que oscurece el sentido de la acción llamada al reconocimiento de los otros y el hecho mismo de la comunicación. Por eso diremos más adelante que la ob-scenidad lo inunda todo.

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Se ha repetido con frecuencia aquello de que algunas veces se hacen cambios para que nada cambie, desde estas páginas damos cobertura a esa estrategia mutante, pues lo que cambia son los protagonistas de la escena, no se busca cambiar sustancialmente nada, y así será. La historia que reflejan las crónicas recoge los perfiles de aquellos protagonistas. El que promete cambios, en realidad solo quiere acceder él a los puestos de decisión, cambiar al que dirige, esa es la esencia de la ob-scenidad. El que está fuera (ob) no desea otra cosa que acceder a la escena (sceno). Ahí está la trampa de nuestro sistema. El que lidera las multitudes, y a lo mejor se convirtió en líder prometiendo cambios, se conforma con ocupar el sillón de mando. Lo vemos en el aspecto individual y en el de clase. En eso consistió la revolución burguesa que cuestionaba la desigualdad que sostenía el Antiguo Régimen, por eso, una vez que el burgués está en condiciones de gestionar el aparato estatal, económico y social, no tiene ningún problema con la desigualdad, que se ahonda aún más.

Precisamente lo que parece que nunca cambia es la desigualdad humana convertida en verdadero principio de realidad. Los hombres siempre han amado las jerarquías, no hay religión (que significaba unión) sin líder, sin dioses (figuras superiores), no hay adoración sin desprecio. Ni la desaparición de clases sociales proclamada por el neoliberalismo del siglo XXI, ni las clases sociales, impuestas después de la Revolución Francesa, rompieron con la vieja estructura jerárquica, tan solo la remozaron, bajo nuevas maquinarias escenográficas. Los sistemas de liderazgo se transforman, pero las formas de servidumbre se han perpetuado, aunque se hayan dulcificado en apariencia. En los últimos tres siglos algo ha permanecido inalterable gracias al orden representativo que se instauró durante el clasicismo ilustrado.

El punto de partida de este trabajo es la metáfora teatral, una de las figuras de la representación, que opera como eje del orden simbólico occidental. El centro de esta investigación genealógica sobre nuestros modelos socio-políticos es la «dialéctica de la Ilustración». En los debates del siglo XVIII nos encontramos con las claves de todas las contradicciones que hemos padecido, renovadas, en nuestros días. Especialmente sugerentes fueron las ideas vertidas por las polémicas ilustradas acerca de la ópera bufa1, allí donde se expresan los “arsenales” conceptuales que maneja la filosofía del clasicismo. A través de ciertos documentos culturales, como son las “querellas” culturales ilustradas, o las producciones dentro de diversas disciplinas, se podía rastrear esa lenta transformación que puso a la burguesía y sus valores en el centro político y económico de Europa. En esos documentos, seguramente La Enciclopedia fue el documento más emblemático, encontramos el verdadero laboratorio en el que se constituía un nuevo modelo de organización y división social. La voluntad se escindía entre un orden ideal y en unas prácticas carentes de principios, entre el idealismo del joven y el pragmatismo instrumental del adulto.

Se trata de la sociedad de clases, la vieja sociedad estamental va dando lugar a una nueva forma de orden y su criterio de diferenciación es económico. La transformación operada en la actividad y la nueva concepción de la riqueza de las naciones va a definir las clases sociales. Todos los fenómenos detectados a lo largo de este trabajo nos permiten definir la transformación entre el concepto de estamento y el de clase: el criterio orgánico es sustituido por un criterio matemático, lo cuantitativo del capitalismo suplanta a lo cualitativo del sistema cortesano. La mathesis, como forma del sistema representativo, fundamenta las nuevas formas jurídicas, o el nuevo sistema económico, gnoseológico, etc, y define el nuevo orden social que todavía hoy pervive.

Este trabajo ha pretendido comprender la moderna era de la representación desde la metáfora del Theatrum Mundi y no tanto desde la perspectiva del orden sistemático, de la mathesis, como proponen Heidegger o Foucault. Eso supone un giro que cuestiona la primacía de la perspectiva epistemológica y la pone en relación con los modernos modelos contractualistas de organización de la sociedad y el poder político. El derecho natural y el teatro aparecen en escena simultáneamente durante el siglo XVI. Pero no solo se trata de la forma en la que se constituye el moderno concepto de sociedad entre los siglos XVI y XVIII, si no, más bien, de cómo se van definiendo las posiciones de los nuevos actores sociales, y también de cómo funcionan las prescripciones y las retóricas que se emplean para consolidar esas posiciones. Se trata de la nueva esfera pública, pero también de las formas en las que el individuo se constituye en nuevo sujeto moderno. El individuo, ciudadano convertido en soberano por el contractualismo, sufre una transformación que ha pasado por interiorizar un sistema de mediación que lo convirtió en mero vasallo, pero satisfecho, agradecido, súbdito que aplaude a los señores y les vitorea.

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La representación, especialmente sus protagonistas, comenzó siendo el objeto de este trabajo, pero nos encontramos con un perfil, que se activa o se desactiva, al considerar la representación como una presencia históricamente constituida. Eso nos hace plantearnos la cuestión desde el punto de vista metodológico, es decir nos planteamos si al tratar nuestro objeto (los personajes representativos) estamos representándonoslo. Y eso nos lleva a la alegoría, que, como método crítico, va a estar activa en el tratamiento de las figuras conceptuales propuestas, de este modo la representación es también el sujeto, y el objeto, de la investigación. Cuando nos interrogamos sobre el Barroco, en la representación barroca, debemos ponernos en situación de pensar alegóricamente sobre nuestros objetos y a la vez ser capaces de descifrar la alegoría. Se trata de las imágenes, los contenidos de nuestro pensar, y también se trata de nuestra capacidad de comprender las imágenes de los otros, de ese complejo entramado que llamamos cultura.

Cuando pensamos en la “superestructura” nos referimos a los elementos de la cultura. Y como sucede al nivel de la “infraestructura”, y los procesos productivos materiales, aquí también hay una forma de fetichización al nivel de las producciones culturales. Desenmascarar ese fetichismo es la consecuencia de aplicar un método crítico adecuado y es ahí donde echamos mano de la alegoría como herramienta hermenéutica. La representación, si queremos tratarla con la voluntad de desenmascarar la fetichización que pesa sobre ella, exige poner en marcha todo el aparato alegórico para desvelar las estrategias simbólicas tan habituales en la crítica al uso. Habremos de diferenciar primero al objeto y después al procedimiento. El símbolo tiene dos grandes referentes, la matemática y la doctrina religiosa, el símbolo eterniza la multiplicidad de las presencias y de los signos en una figura de la que es abreviatura. A la alegoría la vemos siempre en un marco histórico, se mueve con la lógica del devenir ininterrumpido.

Digamos que, en el marco conceptual saussureiano, la relación representativa se entiende en clave simbólica. Es decir, cualquier signo representa algo de forma más o menos unívoca, y ese algo es el significado. Está lo representativo y lo representado y así se constituye el mundo del sentido. Se traza un puente entre elementos disimiles y se comporta el mundo de los sentidos de forma que se normaliza lo radicalmente heterogéneo de las dos esferas. Se establecen taxonomías y diccionarios apropiados a la traducción de las diferentes expresiones, traducciones que hacen que las experiencias disimiles, los casos únicos, se convierten en repetibles en virtud de su sentido único. Es la misma mecánica de los conceptos, una infinidad de casos que se reducen en una imagen o expresión. Esta forma de representación es lo que llamamos simbólica.

Algo así es lo que Benjamin llamaba la concepción burguesa de la lengua frente a la concepción mística en Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los hombres (1918). Es la concepción mística del lenguaje, esa, según la que, la palabra es la cosa, no la representa, es lo que luego el propio Benjamin llama la forma crítica alegórica. De este modo podemos encontrarnos con “otra” manera representativa. Para la representación alegórica ningún signo es ”traducido” por un significado unívoco o fijo, sino que más bien se muestra su sentido a través de un conjunto de signos o representaciones. La representación por tanto se remite a sí misma, a un conjunto de representaciones que constituyen el contexto. No hay un remitirse a algo externo a la propia representación. No hay un código que articule el sentido y deba ser decodificado convenientemente. Para comprender el sentido hay que descubrir toda una compleja trama de relaciones entretejidas dentro de la que se encuentra el objeto o signo al que tratamos. El método psicoanalítico trata a los sueños precisamente como alegorías: la comprensión no se produce a través de una traducción por la que se descubre el significado de una imagen, la comprensión se realiza a través del análisis de todos los elementos que componen el sueño. Por así decirlo, la significación se desprende del contacto entre los elementos que componen el sueño. Las visiones propias de determinadas patologías psicóticas se pueden comprender con el mismo procedimiento analítico de la alegoría. Y de la misma manera buena parte de los emblemas y productos de la cultura barroca se comprenden bajo esta categoría. Las “imágenes dialécticas” son formas alegóricas igualmente, y la mónada a la que hace referencia Benjamin en el Prólogo del Trauerspielbuch es lo mismo.

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La representación, que vimos como constituía el orden simbólico de europeo burgués del periodo clásico, es también la forma en la que se transforma la sociedad estamental en sociedad de clases, sin que se fracture un ápice el sistema de diferenciación social y la desigualdad. En un orden, secularizado progresivamente, la justificación que había estado operativa durante siglos, basada en la “sangre”, con una legitimidad de origen religioso, nobleza y clero se apuntalan uno al otro como dos poderes diferenciados en lo externo, pero internamente fusionados. El nuevo paradigma representativo dotaba de sentido renovado al viejo sistema de clasificación social, para eso solo hay que ver cómo funciona la representación que tiene un fundamento “subjetivo” frente al antiguo orden que era objetivo. El concepto de “sociedad del espectáculo” (Debord) es útil pero bastante restrictivo respecto a unas formas escénicas o representativas complejas que se extienden más allá de la sociedad a otras esferas desde el ámbito del saber al de la personalidad. Por eso, es en lo social donde la “sociedad espectacular” tiene más sentido, pero no podemos ignorar que esa forma espectacular también se da en el nuevo paradigma epistemológico, y en el nuevo modelo de “mente”, lugares donde la idea del espectáculo tiene menos razón de ser, y resulta más adecuada la idea de representación.

Por esto en el tratamiento de la representación (en sus esferas política, estética y psicológica) se podría ver cómo se crea la alienación desde el punto de vista de la posición social del sujeto, su lugar, y al nivel del “sistema simbólico”, su identidad. Se trata de unas nuevas estrategias dentro del universo social constituido por la burguesía. Una vez configuradas esas poderosas herramientas, políticas, psicológicas y estéticas, es cuando se consolida el mecanismo de control psicológico, donde se involucra el deseo, en la forma de un fetichismo del escénico, al nivel de la superestructura. Una forma de adorar que se dirige primero al héroe, pero después al propio yo que anhela protagonismo, es decir, llegamos así al fetichismo de la subjetividad. Para ello el Romanticismo es el momento culminante, allí el yo se traslada al centro, todo lo demás, el proceso histórico mismo, es una mera abstracción. Marx estudió el fetichismo de la mercancía en El Capital, analizó sus formas al nivel de la infraestructura económica, después Benjamin y Adorno se proponen la tarea de hacerlo al nivel de la superestructura, destacando las producciones artísticas, y lo que llaman la “industria cultural”.

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El concepto de representación nos aparece en su triple aspecto: artístico, epistemológico y jurídico-político. El tratamiento de la representación en sus diferentes esferas de experiencia podrá establecer conexiones, no siempre transparentes, entre las diversas disciplinas que se ocupan de ellas, pero lo que queda claro es que cada esfera representativa tiene un tipo de sujeto representativo. El primer objeto de nuestro trabajo ha sido el del hombre público, y con ello nos referimos a sus múltiples roles y consideraciones sociales (el político, el militar, el sacerdote, el filósofo, el artista, el actor…), y como tal es como lo hemos considerado un personaje representativo. Es decir, no se trata simplemente de la vida pública de todo ser humano, sin o de aquellos que llamamos personajes públicos. Quizá la confusión entre el término vida pública de un hombre o mujer y el hombre o la mujer pública, deriva de que el modelo de lo “público” viene de ese personaje que “actúa” y se convierte en referente de multitudes.

Dentro de la representación, el hombre es un personaje, es el actor. No es el hombre genérico, el universal, es una forma de individualidad nunca realizada, siempre en continuo ascenso, su destino es “heroico” y su heroísmo finalmente coincide con el éxito, con la riqueza, con el aplauso. Y en esa espiral nunca se realiza el ideal, nunca hay suficientes aplausos. El artista, el político o el científico son variaciones del personaje representativo. Y como era de esperar, en el nuevo espacio social, no todos los hombres son actores, quedan fuera de escena las mayorías. Y a consecuencia del valor representativo del ciudadano, este se convierte en público, aparece una nueva esfera pública, y, en consecuencia, las formas en las que se constituye la opinión pública se revela como una de las grandes preocupaciones. Nunca la confusión entre público de un evento y espacio público resultó tan engañosa como en este caso. Y es así como aparecen, no tanto en escena sino fuera de ella, las multitudes, ese público desposeído de un poder, o una capacidad de decisión en lo público. Finalmente, hemos asistido a la representación, esa que refuerza y consolida nuestra identidad como espectadores, a la vez que observamos como la mediación escénica neutraliza el poder efectivo de la ciudadanía. La sociedad clásica creo espacios nuevos en la ciudad, nuevas formas espectaculares, la ópera, en el periodo clásico, se convirtió en la más perfecta alegoría de esa sociedad espectacular, precisamente como el espectáculo que reunía a todos las artes en una sola. La ópera era la forma alegórica del mundo para aquellos que pretendían ser los personajes representativos en otros escenarios.

Aquí nos hemos centrado en las prácticas retóricas de esa construcción simbólica, hemos tratado de analizar el reflejo o la implantación de las diferentes formas representativas en la sociedad, en las prácticas teatrales, pero también en las reuniones de salón o de café, y, por tanto, cómo se constituyeron los nuevos espacios públicos: las ciudades, las plazas, los teatros. Suponemos, en primer lugar, lo que hace referencia a la gramática de la representación, lo que hemos llamado el teatro de la mente. Debemos considerar como está constituido el imaginario mental o el sistema simbólico de las gentes del siglo de las luces. Dejamos fuera los contenidos de la representación, hemos asistido al espectáculo mismo en su forma más elaborada, hemos leído los libretos y escuchado las músicas de un género seleccionado por su carácter especialmente paradigmático de la representación espectacular: la ópera cómica.

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El supuesto de este trabajo deriva del proyecto frankfurtianao, especialmente practicado por Walter Benjamin, de usar las herramientas de análisis del fetichismo de la mercancía que se encuentra en el primer volumen de El Capital de Marx, pero aplicado a las producciones simbólicas. Como en aquella investigación aquí hemos pretendido vincular la alienación a las formas de representación. El modelo del espectador dota de contenido a la moderna servidumbre del hombre. El actor, o los diversos actores, se revisten de ese fetichismo que perpetúa la servidumbre humana. Como en la mercancía también aquí hay unas formas de ocultamiento, un secreto, que se debe identificar detrás de cada uno de los discursos tratados. Es el fetichismo, convertido en aura, lo que oculta el poder caníbal de las redes, de las tecnologías audiovisuales, oculta nuestra incapacidad para volver a ser pueblo. La trampa se cierra al transformar al actor, dotado de aura, en la aspiración universal del europeo medio. Y es eso precisamente el combustible de las redes sociales, el deseo, una energía que no para de crecer a la par que se desarrollan las tecnologías digitales. Por eso es Eróstrato el mito que caracteriza al sujeto en la era digital, cualquier cosa es válida para acaparar una determinada cota de público, da igual si se degüella a un gato en pantalla o se graban prácticas sexuales, si se canta o si se grita. se logran dos objetivos presentes en la obscenidad. Sea como fuere, al publicar se logra el objetivo, en primer lugar, se deja de estar fuera de escena y se completa esa individuación dañada, siempre incompleta, del individuo dentro de la multitud.

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Para realizar este recorrido, hemos tomado como hilo conductor la gran metáfora del Theatrum Mundi a modo de perspectiva genealógica. Dentro de ese marco, la idea central de este trabajo es la de que la sociedad clásica configura un tipo de vida pública donde el hombre se convierte en espectador, mientras los personajes representativos actúan y someten a una nueva servidumbre a este espectador. La aparición de una nueva forma de división social que sustituye a la antigua sociedad estamental nos la proporciona el moderno del paradigma representacional por la que el espacio está dividido entre los que actúan y sus públicos, una parte activa y otra pasiva. La tesis que hemos tratado de defender en este trabajo está basada en un supuesto bajo el que en la época ilustrada se establece una estrecha relación de interdependencia entre las formas de organización y de pensamiento político (representación parlamentaria) y las figuras estéticas y culturales (representación artística). Esa conexión aparece documentada en numerosos textos y prácticas sociales de la Ilustración, una época que reivindica políticamente un programa basado en la voluntad de las mayorías (soberanía) pero bajo la forma de una minoría representativa, a través de la denominada representación parlamentaria. Este modelo representativo está basado en las reflexiones sobre el lenguaje, el conocimiento y la mimesis artística, que, aunque procedentes de la Antigüedad, durante el siglo XVII sufren una transformación considerable. Nuestra conversión en espectadores de cualquier forma de representación nos comenzaba a presentar el rostro de una nueva de alienación, alienación de un sujeto cuya única forma de vida pública es su pertenencia al público, su pasiva receptividad al otro lado del escenario.

En las reflexiones sobre el arte dramático, hemos descubierto, las claves para la comprensión del moderno hombre público en tanto que personaje representativo. Ese complejo estético-político va a expresarse de una manera privilegiada en el espectáculo musical inventado en el siglo barroco: la ópera, espectáculo convertido en signo distintivo de la cultura ilustrada. El modelo lírico que se extiende por toda Europa, después del famoso debate en París ( Querelle des buffons), es el de la ópera cómica napolitana.

El espacio público se ha transformado en un escenario (El gran teatro del mundo) y se presenta bajo la forma de la representación. La sociedad, la ciudad, se han convertido en espacios y situaciones para el espectáculo; el ciudadano es el público y para él se procede a organizar la compleja representación. Se diseña la figura profesional del representante de los asuntos públicos: el político representativo, casi de la misma manera que hay un protagonista de la representación en el teatro: el actor. El comediante y el político viven en escenarios paralelos. (Es sumamente interesante el estudio de los monarcas- artistas escénicos, en el siglo XVIII). Una nueva ciudad se prepara urbanísticamente, nuevos espacios de ocio, desde cafés a teatros de ópera, espacios convertidos en santuarios de la nuova gente que dirige los destinos de las naciones. La sociedad, convertida en un enorme mercado; la naturaleza, transformada en materia prima, y la historia, se convierten en el nuevo protagonista del espectáculo.

El sistema representativo, una vez instalado, crea una curiosa ilusión de transparencia del poder que aparece en escena. El político o el filósofo, convertidos en personajes públicos, alcanzan a dominar el pensamiento y el gusto del espectador, oculto en su privacidad aislada y separado de esa esfera pública que gestiona el “actor”. Se trata de una curiosa forma de panoptismo invertido, por el que la sociedad espectacular permite a los actores dirigir a los espectadores no solo con su interpretación, sino también gracias a esa nueva realidad que es la “opinión pública” y sus artífices. La sociedad espectacular se ha revelado como una gran construcción retórica donde la actividad de los espectadores está organizada por unos actores que asumen el control sin consentimiento real previo de su “público”.

NOTAS

1 Solo centrándonos en La serva padrona de Pergolesi, casi se podía reconstruir, a través de su estructura dramática, un sistema de pensamiento acerca de las energías emancipatorias de las elites ilustradas. Pero otras experiencias musicales y otros discursos ponían en evidencia que el siglo XVIII no podía reducirse al estereotipo del siglo de la Revolución francesa y el acceso de todos los ciudadanos a los derechos. Desde el punto de vista estético, de frente a esta lectura, se presentaban los primeros inconvenientes. Lo que se produce en la época, desde Mandeville hasta Voltaire tenía otras intenciones y otros destinatarios diferentes a los de La Serva padrona pergolesiana y sus objetivos iniciales. La Serva se iba a convertir en el emblema del ascenso de la burguesía y no del pueblo, los siervos, como pensaban los más optimistas.

Imagen principal: Dolapo Ogunnusi, The conference room (Facebook), 2012


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