Seis poemas de La hierba blanca (1959) de Giorgio Cesarano

Poesía

Introducción y traducción de Gerardo Muñoz

(Nota introductoria). Publicado en Milán en 1959 por la editorial Schwarz Editore, L’erba bianca (1959) anuncia el despegue de la escritura de Giorgio Cesarano (1928-1975), poeta, traductor, mítica figura de la critica radicale a la altura del setenta italiano, y defensor de una insurrección erótica para emancipar a la especie de las formas de domesticación y automatismos de la fase más vengativa de la dialéctica civilizatoria. Los poemas de L’erba bianca (1959) registran un mundo en desavenencia. Recuerdo un intercambio de hace una década con Ricardo Piglia sobre un tema que le apasionaba – los “primeros libros” de autores – que para él guardaban algo así como el rumor de un balbuceo iniciático y la descarga de un “destino heredado” que permanecerá ajeno al escritor hasta el momento en que abandona la escritura. El misterio de la llamarada incandescente de la poética de Giorgio Cesarano gravita alrededor de una palabra de intensidad hiperbólica; un duelo a muerte entre palabra y existencia de camino a la lengua. Lo que arde en Cesarano, para adecuar mi analítica a una precisa tropología, no es la puesta de la palabra al servicio de una transformación del mundo, sino más bien el recogimiento de la lengua, ella también herida, en la imposibilidad de suturar la presencia en un mundo objetivado [1]. La poesía habita en una estela paradojal: cruzar esa quimera implicaría abonar la irradiación de lo ficticio del régimen cibernético (metástasis en la economía general de las mediaciones sociales); en cambio, ser un sonámbulo supondría someterse a la autorepresión de “los más crueles sicarios del nihilismo que te arranca de ti, para introducirse, como una cabeza de ganado, en el vagón de la carencia programada” [2].

Lo más revelador de volver al cuaderno L’erba bianca (1959) es precisamente ser testigo de esa búsqueda del destino por fuera de la crisis “del hombre social” mediada por la cadencia y la parataxis que emanan del naufragio del poema. No es extraño que Franco Fortini señalara en el prefacio a L’erba bianca (1959) que el verso para el hombre moderno aparecía como afirmación de una apertura mortal de una voz irreductible al ordenamiento retórico, ya que es una aventura en la laguna existencial [3]. Epoché, tiempo lapsado, movimiento zigzagueante en soledad; pues ya no se trata de una búsqueda bucólica y arcaica con la physis, sino una “conquista del hombre mismo en la naturaleza” donde sólo puede acontecer un develamiento de todo destino verdadero. Y ante el secuestro anodino de la soledad del sujeto alienado y mortífero, suspendido entre la vida y la muerte en el régimen de supervivencia, en el cuaderno de 1959 Cesarano ponía el timbre en “el destino y los caballos, encontrarme un alma nueva / cálida como un gorrión dentro de jaula vieja”, leemos en el poema “Vacaciones”. Comenzar a vivir es también despejar una mínima trascendencia en el camino y entre las cosas.

El destino como libertad del uso libre de la palabra – tarea hölderliana por excelencia al interior del destituido tiempo histórico – pasa por el recogimiento de los sentidos de una vida en concordia, y de un cuerpo tendido sobre la hierba fresca. Innombrables quedaban las lejanas cosmogonías donde la palabra se imbrica y se cristaliza en una imago natura propia de la historia de la salvación [4]. En cambio, la imagen ética deja ver un brillo lucreciano que liquida toda tentación mesiánica anidada en las secreciones de un lenguaje plegado a la previsibilidad de una experiencia forzada [5]. Unos años antes que viera la luz L’erba bianca (1959), Wallace Stevens preguntaba sobre la vocación poética ante la creciente presión de la maquinaria lingüística – una presión que suponía “la presión de la sociedad misma, de las fuerzas de desarrollo, de las demandas y valoraciones de los nuevos técnicos en el destino formulado de la existencia civilizatoria” [6].

Las cavilaciones de la voz poética en el descenso de un época de “oscuridad inútilmente feroz” afirma el canto irreductible en la lucha por la supervivencia administrada. Un don que nos acerca asintóticamente a la exterioridad de una aventura desmetaforizada y blanca que lleva a Cesarano a trasplantar la autonomización de la práctica poética a una morada de la corporeidad transfigurada entre las cosas; allí donde la única conquista es la recomposición del ethos: “Es inútil escapar. No existe un destino que eluda las “cosas” y la coseidad; nada ni nadie regala aventuras alternativas; la única aventura posible es conquistarse un destino; el único modo posible de hacerlo es a partir del lugar espacio-temporal en el cual “tus” cosas te imprimen como una de ellas” [7]. Contra la huida hacia adelante de la extinción y la elevación epimeteica del dichtung como sedativo a la “amarga ampolla” de una vida ajena a la amistad, Cesarano años más tarde nos entregaría el susurro inasible de una palabra que sigue nombrando el perímetro de nuestra búsqueda: la pasión. Y la pasión es el develamiento de lo sagrado sin amortizarse en los altares de la representación delegada [8]. El experimento de la lengua acompaña esa poetización infinita, parcial, y necesaria. All things considered, en el temprano L’erba bianca (1959) ese camino comenzaba a dejarse ver desde una voz titubeante que recorriendo la pobreza expansiva del desierto hundía la mirada absuelta en el encandilamiento de la apariencia.


Amigos

Muchachos, ustedes que van

de dos a tres por las larguísimas noches

la palabra se muestra

apenas nuevo…

Un hombre sin amigos

es una amarga ampolla;

los tenía y los he perdido

de este triste camino

a la vuelta

desaparecieron.


La persuasión

A través de las noches tristes descendemos

con cabeza firme, como tiradores

de las historias del West, en el recuerdo

oscuro y familiarizado con la muerte

persuadida. Ya transfigurado

camino al lado de amores

evacuados, poemas de ensueño.

Ya ningún adiós nos abandonará, sostenidos con fuerza

por manos de luz en la oscuridad inútilmente feroz.

El grito a la luna

No nos ensordece ni triunfa para estos

pasajeros predestinados que bajan por las tardes tristes

brillantemente atadas.


Confesión

Coloco las estatuas de mis dioses como señal

de mi jardín en territorios sacrosantos

a los pasos de los demonios.

Y si el amor para mí es una luz encendida

sólo para aparentar sombras de un país

donde la noche extiende sus desiertos,

es sólo resistir la esperanza

contra la oscuridad de mis tardes.


Magia

Todo empieza, empieza, en la tarde del río.

El Luna Park y el cielo, transfigurado de violeta,

intercambia dolorosamente nuevos significados,

la inclinación de los tejados, dulce para las chimeneas y los gatos,

proyecta desde lejos la dura delgadez de los olmos

secuestrados por las nubes en diseños rosados ​​y triunfales.

La noche crece más tarde que el río, se desborda,

todo el barrio, gravemente maduro, se rompe,

dentro de su rojo oscuro se despide y zarpa.

La ciudad se separa cerrada en oscuro desprecio

pero la llanura se abre a ella suspirando de amor.

Ansiosamente, transformados en maternas glicinas,

los olmos la esperan en la orilla hasta que asoma el alba.


Vacaciones

Quisiera olvidar los paisajes, los encantos,

el buen y el mal deseo,

la guitarra, la mujer, la alegría,

el destino y los caballos;

encontrarme un alma nueva,

cálida como un gorrión dentro de jaula vieja

del otro, tal vez incluso un poco negra.

Cantando blues, teniendo ojos inocentes,

maravillarme, estirar

las delgadas piernas en la hierba,

dormir con un grillo en la oreja,

escupir lejos, sin entender por qué

se pone la luna y hombres viejos

son malvados,

otra vez dormir dormir

a veces soñar con sacerdotes azules,

reír con muchos dientes

y con sabor a menta.


Pausa

La sangre nos abandona, el estruendoso

tono que tuvo lugar dentro de la oscuridad

donde casi morimos en este abstruso

manantial de vidrio. Sin despedirse,

desaparece en el humo acre de los espejos.

Estoy a punto de creer en el sueño, estoy a punto de decir

que el oscuro temblor del corazón

ante la ausencia débilmente plasmada

en el éxtasis, en los desmayos, no era alegría.

Caen los velos de la obstinación.

Pianísima nos tienta la miseria

del silencio, la lluvia nos ofrece

un invierno repentino para decepcionarnos

al abrigo de las paredes. Huele el humo

de una verdadera decepción y escape.

Finalmente te estoy buscando. Vuelvo a creer

en la forma de tu brazo, finjo

un paso de placer en el retorno

brillante de la sangre. Me secuestra

la nueva apertura de la soledad.

Notas

1. La figura del fuego para referir la escritura de Cesarano fue propuesta por Vicente Barbarroja durante una reciente sesión sobre Manual de supervivencia (2023), consultar: https://www.youtube.com/watch?v=cAweTaLtfhg

2. Giorgio Cesarano. Manual de supervivencia (Kaxilda / La Cebra, 2023), traducción de Emilio Sadier. 74.

3. Franco Fortini. “Prefazione di Franco Fortini”, en L’erba bianca (Schwarz Editore, 1959), 7.

4. Konrad Weiß. Der christliche Epimetheus (Verlag Edwin Runge, 1933).

5. Giorgio Cesarano. “Érotisme ou Barbarie”, en Archivio Cesarano: Lampi di Critica Radicale (2005), 70.

6. Wallace Stevens. “The Whole Man: Perspectives, Horizons” (1954), en Collected Poetry and Prose (The Library of America, 1997), 876.

7. Giorgio Cesarano. Manual de supervivencia (Kaxilda / La Cebra, 2023), traducción de Emilio Sadier, 74.

8. Escribe Cesarano en “Érotisme ou Barbarie”: “La passione è il senso del sacro che si dimostra”. Y podemos decir que el lugar de esa intensidad es metacondición de la libertad neutralizando el terror alienado como también se despliega en Paura della libertà (1946) de Carlo Levi.

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