Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: (El don del) Perdón

Filosofía

Imperdonable

El perdón no tiene condiciones ni sentido. ¿Cuál sería el valor de perdonar a una persona por haber cometido un perjurio si tal acto fuese simplemente perdonable?

Sin embargo, a veces se da: adviene el acontecimiento del perdón. Podemos empeñarnos años en perdonar a alguien; podemos estar toda la vida intentándolo, disponernos sinceramente a ello, pero, finalmente morir sin lograrlo. Otras veces, no sabiendo bien cómo ni por qué, logramos perdonar a la persona que nos ha ofendido y, sin proponérnoslo, lograr lavar el dolor del rencor. En suma, no se trata de un logro propiamente tal, sino de un don, del acontecimiento de un don. Cuando acontece el perdón, irrumpe al modo de un don, de un acto, de una palabra performática que, sin tener sentido previo, instala un sobresentido nuevo, un sobresentido que renueva, lava y aligera los sentidos previos desde el intempestivo instante de su irrupción.

El perdón, al ser pensado al interior de la gramática del sentido, adviene como imposible y sólo cobra valor a la luz de lo imperdonable. Sólo vale la pena perdonar lo imperdonable. He ahí su aporía: en la imposible posibilidad que abre lo imperdonable.

En efecto, aunque nos dispongamos al perdón o aunque, corroídos por el rencor, nos cerremos a él, su irrupción no responde a los esfuerzos de nuestra voluntad: en su efectuación no opera la correspondencia fenomenológica entre la intención noética y lo intencionado noemático. Subjetivamente, nada implica al perdón; ningún acto es capaz de exigirlo; nadie nunca alcanza a merecerlo. Ello sucede porque nada hay de perdonable en la acción con que el padre, la hija o el amigo nos perjurió. Como lo ha expuesto Derrida, el sobresentido que otorga el perdón, cuando acontece, consiste en hacer posible lo imposible: en exponer la experiencia a la aporía de lo imperdonable (Derrida, 2017, p. 79).

Cuando alguien ha perpetrado una acción horrorosa, haga lo que haga, su persona jamás se tornará merecedora de perdón. Tal acción, tal perjurio, arrastra a la integridad de la persona que realizó la acción: lo imperdonable es, en última instancia, aquello que condena a quien cometió el perjurio, pero, al mismo tiempo, también abre la posibilidad de lo imposible, la posibilidad del perdón. En ese perjurio no hay nada de perdonable, pues, si lo hubiera, el perdón no existiría: ¿qué valor habría en perdonar lo meramente perdonable? Sin embargo, el perdón ocurre o, mejor dicho, acontece. Y sólo lo hace a la oscura luz de lo imperdonable; ya sea al modo parsimonioso de la aurora matutina o al inclemente golpe del relámpago que enciende la noche, el perdón acontece. Así, su irrupción constituye una forma de participación en la aporía donativa del acontecimiento: recibiéndolo y dándolo sin nunca agotarlo ni poseerlo, el perdón, cuando sobreviene, perdona a través de nosotrxs.

En conjunción con ello, vale recalcar que el perdón, además de ser un acontecimiento, se manifiesta a modo de un don. Se trata de un sobresentido (no de un sentido más dentro del mundo y a la par de otros sentidos intramundanos) que, pese a recibirse y a otorgarse, nunca es exigible ni merecido; un exceso de sentido que, debido a ser incapaz de cuajar en un atributo o disposición, desvinculado de toda buena o mala voluntad, sólo ha de efectuarse como donación de un exceso impersonal. En efecto, perdonamos a la persona ofensora, incluso aunque ésta no haya solicitado el perdón, y lo hacemos gracias a una virtud que rebasa lo personal. En efecto, cuando, sin ser exigido e incluso sin haber sido solicitado, perdonamos al hombre que ha asesinado a todos nuestros hijos, entonces acontece algo no sólo incompensible, sino también imposible: participamos de un perdón que damos y recibimos, tanto a quien cometió el perjurio como a nosotros mismos, los perjuriadxs. En este sobresentido, en esta doble virtud, reside gran parte de su potencia donativa: sin quererlo ni buscarlo, liberados de cualquier condición e, incluso, con independencia de nuestra voluntad o disposición, al dar el perdón también nos recibimos en ese mismo perdón, como si recibiéramos un regalo: el don de perdonar lo imperdonable.

En la experiencia del perdón, aunado en un único gesto, se expresa la intempestividad del acontecimiento y la impersonalidad del don. Acontecimiento y don comprenden categorías no categoriales, experiencias de exceso que irrumpen sólo a la luz de lo imposible. Y por ello, el perdón ha de emerger a la luz de lo imperdonable. De lo contrario, si el perdón sucediera a partir de las posibilidades ya contenidas en un acto, esto es, de lo meramente perdonable, tan sólo correspondería a una disculpa.

Disculpable

Cuando perdonamos lo perdonable, a lo más, estamos disculpando. Aceptamos las disculpas ofrecidas, como aquella que nos solicita quien, sin nunca haberlo querido hacer, nos empuja por accidente al abordar el transporte público. En dicho momento respondemos de manera mecánica: “no hay problema”. Y, sin tomarle el peso, anestesiada la consciencia en medio de las luminarias de la ciudad contemporánea, creemos que lo hemos perdonado. Pero el perdón es demasiado grande para nosotros. Tan sólo hemos aceptado las disculpas ofrecidas, justamente, porque la falta es disculpable, porque la falta no tiene ninguna importancia y no altera el estado de cosas del mundo ni sus sentidos. En suma, la disculpa ofrecida por el ofensor, casi mecánicamente aceptada por el afectado, siempre se mueve en el terreno de lo accidental dentro de lo previsible.

Pero, ¿cuántas veces confundimos las disculpas con el perdón? Al contrario de como sucede con lo disculpable, el perdón no puede reducirse a un contexto de significación previo a la efectuación de sí ni, por otro lado, a un género o tipo de acciones capaces de garantizar la especificidad de cada acto de perdón.

Examinemos con mayor detenimiento este contraste entre lo disculpable y el perdón.

En primer lugar, si el perdón yaciera circunscrito a operar dentro de un ámbito contextual, a modo de un campo de significación y de condición de posibilidades, su naturaleza siempre podría ser explicada por medio de la reducción a sus los antecedentes que habrían de determinarlo. Tomemos un caso particular. Dentro del mundo cristino, por ejemplo, el perdón es un elemento central dentro de la economía de la salvación: el perdón representa un don proveniente, en última instancia, de la Gracia de Dios. Pero para que el perdón cristiano se haga efectivo precisa de una condición: de un arrepentimiento previo por parte del ofensor que, junto a buscar reparar al agraviado, se disponga a lavar no sólo el perjurio en el que incurrió, sino la totalidad de su persona que ha sido arrastrada al mal por dicho acto. En ese sentido, el perdón cristiano requiere de un sujeto preexistente al perdón, el cual, ya arrepentido, lo solicite. Sólo bajo esta condición primigenia del arrepentimiento personal, con su presuntamente merecida carga de remordimiento, tortura, compromiso y castración, se abriría la posibilidad para hacer efectivo el perdón cristiano.

Sin embargo, el perdón cristiano sólo corresponde a una variante de un tipo de experiencia aún más originaria que el propio cristianismo, ya que el acontecimiento del perdón, el perdón “sin más” es capaz de irrumpir con independencia a cualquier contexto que lo condicione, esto es, sin una persona arrepentida que lo solicite o, incluso, de un afectado que, tras noches de lacerante y reconroso insomnio, haya -muy ingenuamente- decidido conceder el perdón. Tal perdón cristiano, en el fondo, siempre termina dirigiéndose desde una persona a otra, es decir, no puede sino moverse en el ámbito de la disculpa que, llevada a su máximo extremo de relevancia, reproduce su lógica transaccional: aquello que se ofrece por un sujeto y, de acuerdo con tal ofrecimiento, se decide conceder o no por parte de otro.

En segundo lugar, si bien existen acciones eminentemente disculpables, no pueden haber acciones eminentemente perdonables. En realidad, todo aquello que en nuestro lenguaje coloquial designamos como perdonable, no corresponde más que a lo disculpable. Si un tipo de acción fuese perdonable de por sí, nada de grandioso, nada de bello ni de imposible, nada de trascendente y, en fin, nada de don habría en el perdón: todos los perdones, por un error del lenguaje, corresponderían a distintos grados de disculpas. Pero, como ya lo hemos insinuado, el perdón difiere por naturaleza, por clase y no por grado, con la acción de disculpar. Por cierto, tanto en la banalidad cronológica de llegar tarde a una reunión, en la equivocación que realizamos al nombrar a un amigo por el nombre de otro o a la hora de ser reconvenidos por haber olvidado el encargo encomendado por nuestra madre, nos encontramos ante actos que, en sus distintos grados, son todos disculpables. Asimismo, tales casos parecen corresponder a sucesos no deseados, a veces involuntarios, de desprolijidad o de responsable irresponsabilidad, pero claramente posibles, donde -dicho en términos aristotélico- los accidentes afectarían a la sustancia en la cual inhieren, pero sin llegar a variar la naturaleza misma de tal sustancia. Cada uno de esos accidentes representan variables simplemente disculpables, efectos no deseados de un programa cualquiera, ya sea de la planificación de un día laboral como del curso de una civilización. Y, al igual que todo lo banal, aquella dimensión accidental ya se encuentra previamente comprendida en el estado de cosas previo: comprendemos los actos disculpables a raíz de la nimiedad enajenante de la vida que nos rodea, así como a su leve capacidad de afectarla sólo superficialmente, de afectarla sin trastornarla.

En contraste, el perdón resulta incomprensible. Como dijimos anteriormente, el perdón expresa una forma del don, donde toda la vida tanto de quien ha cometido el perjurio y del perjuriado, resultan lavadas en el mismo instante de haber irrumpido el perdón. Así, lejos de la lógica de lo meramente disculpable, cuya posibilidad resulta tan cierta que día a día no cesa de suceder, el perdón no tiene sentido ni pronóstico previos: sólo cobra valor a la luz de lo imperdonable, de lo imposible de perdonar y de ocurrir. Por ello, justamente, se trata de una aporía.

Así, si radicalizamos el criterio que aquí hemos expuesto, las acciones del mundo se dividirán en dos: las acciones disculpables y las acciones imperdonables. Y sólo gracias a estas últimas podría emerger lo incomprensible y lo imposible de aquel don que, intempestivamente, constituye al perdón.

Perdón(es)

El perdón no puede ser materia de Estado. Los estados indultan o ejercen políticas de amnistía, esto es, condicionan al perdón a exigencias previas que impone su maquinaria metafísica, pero no tienen la potestad (quizás, precisamente, por contar con la potestad de la ley) para acceder al ámbito ontológico del perdón: el de la justicia.

Así, como señala Javier Agüero Águila en el prólogo a la obra de Derrida anteriormente citada, “en la propia formalización discursiva y performativa del perdón, éste termina por revelarse inatrapable para cualquier metafísica de la presencia, y entonces, para cualquier forma de institucionalidad, quedando siempre abierto a su desarticulación radical” (Derrida, 2017, p. 19).

Cuando Aylwin, en calidad de Presidente de Chile, pide perdón a los familiares de detenidos desaparecidos y a todxs quienes sufrieron las imperdonables violaciones a los derechos humanos a manos de la dictadura civil-militar de Pinochet, en realidad, ejercía un acto de banalidad por impertinencia: se trató de un flatus vocis, el discurrir de una farsa, donde la violenta solemnidad del Estado intentó adentrarse en la lengua siempre extranjera del perdón y de la justicia. Quien solicita ser perdonado debe estar dispuesto a poner su nombre y su persona, a exponerse a sí mismo al momento de arrojarse a la búsqueda de dicho perdón que, en última instancia, no depende ni de sí mismo ni de la persona que, quizás, habrá de perdonarnos. En una palabra, si el perdón solicitado por Aylwin hubiese sido válido, éste debió haber estado dispuesto a todo para conseguirlo: estado dispuesto hasta a abandonar el sitial de máxima autoridad política del país, incompatible con tal perdón, y, en lugar de ello, yacer a merced de todo aquello que demandase, más que la voluntad de los dañados, el mismo evento impersonal y extraordinario del perdón. Por eso, el perdón guarda tan poca relación con las leyes del Estado como con la voluntad de los sujetos entramados en él. Lo que voluntariamente realiza Aylwin, más que solicitar perdón, parece estar inmerso en la lógica opuesta: intentar ofrecerlo. Pero el perdón nunca se ofrece; ya sea enloquecido por la desesperación o revestido de valentía, siempre se solicita. En contraste, es la disculpa la que se ofrece, pues sólo lo disculpable entra en el juego de la equivalencia, de aquella ofrenda que, en lugar de invocar lo imposible del perdón, sacrifica la palabra para restituir y a la vez perpetuar el orden de la cotidianeidad mundanal, esto es, el orden de la normalidad, de lo banal, de lo disculpable.

En cierta medida, quien, acongojado de arrepentimiento, solicita el perdón, no sólo no ha de poder exigirlo, sino tampoco puede esperar siquiera recibirlo: se encuentra en un lugar de exposición y vulnerabilidad tal que su solicitud sólo se sustenta en la esperanza, siempre injustificada, de que ocurra lo extraordinario, lo inmerecido, lo incomprensible e imposible para, finalmente -y siempre por primera y última vez- poder ser perdonado. En ese sentido, quien solicita el perdón se aventura a la exposición total, a sustraer su posición de poder, estando dispuesto no sólo a no utilizar tal poder, sino también a perderlo para siempre. En efecto, la solicitud de perdón consiste en quedar a merced de quien hemos ofendido y, al mismo tiempo, tener la esperanza de que en aquella exposición, lejos de producirse actos vengativos de la parte que ha sido perjuriada -y que inmediatamente tras la enunciada ofrenda de perdón ocupa un lugar de irrefrenable poder sobre el solicitante-, acaecerá lo imposible.

*

En Los hermanos Karamazov, Dostoievski retrata los aborrecibles castigos que sufrían algunos niños rusos de zonas rurales a manos de sus padres, en el marco de su proceso de disciplinamiento con miras a la adultez y a la adaptación social. Un típico castigo ante determinadas faltas asociadas con la incontinencia de las necesidades biológicas, consistía en llenar su cuerpo del niño con el mismo excremento que su cuerpo había expulsado. Dostoievski, mucho más allá de limitarse a describir las escenas o plantear reproches morales a aquellas torturas ejercidas por los padres contra sus hijos, utiliza la indagación psicológica para cuestionar, en términos absolutos, el sentido de la existencia. Pues, ¿acaso valdría la pena ascender a la eternidad del Paraíso, obtener el goce de los placeres persas, la gloriosa salvación del alma e, incluso, la reencarnación del mejor de nuestros cuerpos para todos y cada uno de los seres humanos, valdría la pena todo eso a cambio de vivenciar por un minuto lo que vivencia cada niño castigado? ¿Acaso vale la pena todo el oro del mundo y la felicidad del trasmundo por un segundo de aquel sufrimiento extremo, de aquella angustia asfixiante, de la inocencia de aquellas lágrimas infantiles ahogadas en los excrementos de su castigo? ¿Acaso el Paraíso vale -literalmente- la pena, el sufrimiento sin nombre que esos niños han tenido que vivir hasta el desmayo, hasta la locura, hasta el abandono paterno y materno, hasta el abandono del mundo a lo inmundo, hasta la indignidad y soledad más insoportable?

Manteniéndonos en la disonancia de tal abismo, bien podríamos recordar las palabras de Iván Karamazov, intelectual nihilista de temperamento ferviente, quien, a la hora de conocer a Aliocha, su hermano menor que ha de consagrar su existencia a la senda espiritual, le dirige una punzante pregunta. Tras narrarle la historia de una niña que, luego de sufrir numerosas torturas por parte de su madre, es condenada a pasar toda la noche en una habitación fría y oscura, Iván lo interpela:

“¿Comprendes tú esto, que un pequeño ser, que ni siquiera tiene noción de lo que ocurre, que se debate en ese lugar, en la oscuridad y el frío, que con su diminuto puño se golpea en el pecho desgarrado y llora lágrimas de sangre inocentes y tímidas, implorando a Dios que lo defienda, comprendes esta barbaridad, amigo y hermano mío, comprendes para qué hace falta esta barbaridad y para qué ha sido creada? Sin esto, dicen, no podría existir el hombre en la tierra, pues no conocería el bien y el mal. ¿Y para qué conocer este bien y este mal del demonio cuando tanto cuesta? Porque toda la sabiduría del mundo no merecería entonces estas lágrimas de la niña que implora a Dios.” (Dostoievski, 2000, pp. 355-356)

Se trata del clásico problema de la teodicea, es decir, de la explicación y justificación de la mal en medio de un universo creado por un Dios que ostenta, entre otros, el atributo de suma bondad. La genialidad de Doestievski, no obstante, consiste en intensificar a tal grado el problema de la teodicea que consigue extenderla a términos absolutos, superando los restringidos ámbitos de la teología para abarcar toda la existencia, incluso en clave seculare. Toda la vida y cualquier posible alegría mundana, así como toda la sabiduría del mundo, parecen entrar en crisis frente a la tormentosa escena, a la tormentosa interpelación que nos enrostra Iván.

Por lo mismo, hoy en día podríamos preguntarnos, ¿acaso Dios, su mar de promesas y la eternidad de su Paraíso, valen la pena a cambio de tan solo un minuto, de ese último minuto, en el que cada niño de Gaza agonizó entre jadeos y convulsiones hasta, finalmente, colapsar, hasta hundirse en la inexpresable perversión del horror con que el sionismo no sólo desgarró sus cuerpos y la vida de cada, sino también arrebató su silencio, su tranquilidad y su último gesto de despedida, en medio de la masacre? ¿Vale la pena un descanso eterno, una gloria eterna, un conocimiento o saber eternos a cambio de una noche, de una sola noche de agonía bajo los escombros de Gaza? Si hoy existe y pervive un símbolo de lo imperdonable ello cobra forma en las acciones que lleva a cabo el sionismo: el mal casi absoluto. Casi absoluto, pues, el único modo de (im)posible de perdonar a cada sionista se da a la luz de su imposibilidad: de su desionización. El sionismo es eminentemente imperdonable.

*

En caso de existir, Dios es responsable de todo esto. Por lo mismo, sólo Dios puede perdonar(se). Y eso no será aquí. ¿Entonces, dónde podrá ser perdonado lo imperdonable? ¿Dónde será perdonado Dios por permitir y perdonar tanto horror? En un lugar imperdonable e imposible: el don(de Dios).

Referencias:

Derrida, J. (2017). Perdonar lo imperdonable y lo imprescriptible. LOM Ediciones. Santiago de Chile.

Dostoievski, F. (2000). Los hermanos Karamazov. Editorial Debate. Madrid.

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