A Patricio Mena Malet, por sus enseñanzas.
Como estelas dispersas en un viento sin sentido. Como estelas afiladas y luminosas, indireccionadas en sí mismas pero, por lo mismo, instrumentalizables por otras manos. Eso ha dejado la revuelta a su paso: agudas estelas afectivas. Esquirlas.
Hay más de algo que, pese a todo, emparenta a la revuelta con el acontecimiento. Ambos eventos irrumpen de manera intempestiva. No responden a condiciones de posibilidad externas, no son el resultado de un cálculo ni de una voluntad predefinida. Al contrario, la revuelta y el acontecimiento portan consigo sus propias condiciones de posibilidad. Son estas condiciones de posibilidad que la revuelta y el acontecimiento imponen a los hechos (y no al revés), las que permiten el desencadenamiento de un mundo imaginal. En otras palabras, dibujan las posibilidades de existencia de aquello que, suspendiendo el tiempo histórico, siempre fue impensable o, incluso, imposible. Así, en la caricaturesca frase que la oligarquía transicional acuñó para referirse a la revuelta, “no lo vimos venir”, se enuncia, sin quererlo, el punto ciego de una episteme, la sustracción de una teoría o, mejor dicho la sustracción de toda theoria (léase a partir de la etimología del término griego theoros, en cuanto una manera distante del ver: el espectador que contempla): la emergencia de la revuelta, así como de los acontecimientos, siempre se manifiesta de espalda a la conciencia de los sujetos.