El relámpago no era más que una luz ordinaria, ¿Acaso nada podrá mantenerte aquí, mi amor. Leonard Cohen)
¿Y si el mundo fuera el amor? ¿El amor de alguien hacia un otro que en búsqueda de una cierta justica termina por abrazar al mundo, se recoge en él, se acoge y se confunde con él? Nos referimos a todo el amor del mundo que es el mundo; un mundo que contiene la promesa de amar incondicionalmente, más allá de toda muerte, de toda vida y en la sobrevida1, a ella, a él y a nosotros (en latín del pronombre personal “nos” y del adjetivo en plural “otros”; en latín, también, con el sufijo “ter” se forma el posesivo noster, nostra, nostrum. Puntualmente se entiende en su etimología como “yo y otros más”, es decir amar en singular y en plural tanto como se pueda, por lo tanto, amar a la vez todo lo que sea posible amar). ¿Pero este amor que es el mundo es una posibilidad para ir, directamente, al amor mismo? en el sentido de la rectitud –droiture2–, en otras palabras, a esa zona donde se juega sin condiciones la justicia, la responsabilidad, la hospitalidad, la herencia, el otro, en fin, todas figuras de amor en el mundo y a partir de las cuales se nos exige una respuesta, también, política.
Quisiera no dirigirme derecho, directamente, sin correo, sino a ti, pero no lo logro y eso es lo más profundo de la desgracia. Una tragedia, amor mío, de la destinación. Todo se torna una vez más tarjeta postal […] Quisiera llegarte, llegar hasta ti, mi único destino, y corro corro y caigo todo el tiempo3.
En este sentido nuestro amor al mundo que es el mundo ¿debe ser confesado, revelado? Pero hasta qué punto podemos confesar este amor, es decir, una confesión de amor ¿es necesariamente la verdad, contiene la verdad misma de esa confesión? Para Derrida la confesión en esta línea debería ir más allá de lo confesable, de lo que se puede atestiguar y constatar y, más aún, de lo que no nos atrevemos a revelar; una confesión que implique, a la vez, un llamado al desasosiego de vernos y sentirnos al límite de la confesión misma, esto es, al borde de lo inconfesable o en lo inconfesable propiamente tal. Confesar entonces no es el decir resuelto de un relato organizado en torno a lo que se testimonia como verdad, sino que en la confesión aparece un exceso, deslizándonos a la zona donde todo lo que podría implicar amar al mundo se revela ahora en contra del amor y el mundo mismos:
Confesémoslo. La confesión, si la hay, debe confesar lo inconfesable, y en consecuencia, declararlo. La confesión tendría que declarar, si fuese posible, lo inconfesable, es decir, lo injusto, lo injustificable, lo imperdonable, hasta la imposibilidad de confesar4.
Amar al mundo es también traicionarlo; traicionarlo tanto como se pueda, en sus verdades y en sus promesas; traicionar al punto de que no se pueda traicionar más, hasta que se revele lo in-traicionable o hasta que la traición misma no resista más. Nos referimos aquí a una traición al amor y por lo tanto al mundo, a sus contenidos ciertos, a sus infinitas certezas que gestionan y monitorean nuestro amor haciéndolo ahora condicionado, fijo en relación a sus potenciales significaciones y ajustado a una verdad. Sin embargo, esta traición al mundo y al amor, que son una sola y misma cosa, es una traición ética, urgente para entender la incondicionalidad absoluta que está contenida en ellos. Siempre que se traiciona se revelan verdades que estaban ocultas en la narrativa teleológica de la promesa5; nuestro amor y el mundo se nos muestran ahora traicionados, pero al mismo tiempo liberados, extendidos, emancipados del yugo de la verdad y las clasificaciones del amor y de lo que se ama.
Traiciono infinitamente para amar lo imposible, y lo imposible aquí es el mundo, el mismo que es posible aquí y ahora en el instante que amo. Es una traición justa, liberadora.
Con todo, nos preguntamos, es justa la pregunta, pensamos ¿es posible una deconstrucción del amor? O preguntado de otra manera ¿el amor deconstruido corre el riesgo de ser un amor desaparecido, diluido en su desmantelación? Nos referimos aquí al amor a alguien, lo sepa o no, o a un alguien que nos ama lo sepamos o no; al amor que se da y que se recibe y al mismo tiempo al que no daremos nunca y que nos deriva a la espera infinita de su recepción. Pero se trataría del amor al mundo y a la radical posibilidad de amarlo sin mediaciones, prescripciones, así, incondicionalmente. Sin embargo, el mundo es también el lugar de las instituciones, de las condiciones que no permiten la juntura entre la inconmensurabilidad del amor y el mundo prescrito atávicamente por esas instituciones. ¿Es factible entonces amar al mundo en esta inyunción? ¿La que se da entre nuestro amor desmesurado y las restricciones que aparecen como centinelas de un mundo intocable, articulado al compás de reglas que emanan de las instituciones?
El amor vendría entonces como lo que se confunde con el mundo y en donde todo el amor del mundo puede ser pensado, resentido como lo que no tiene lugar más que en la incondicionalidad de su desmesura. Amor total, infinito, sin forma a la vista, despuntando siempre hacia lo que no tiene medida; amor de amar lo que no se sabe que es posible amar al tiempo que dirigido siempre a un mundo llano a recibir toda esa radical incondicionalidad; amor a un mundo desajustado, que no se precisa; amor improgramable, inédito, resuelto en su pura y excesiva indeterminación pero que, no obstante, se abre a lo político afectando su condicionalidad.
Amor-mundo: sin presencia y sin tiempo, pero, también, aquí y ahora.
NOTAS
1 “[…] uno mismo se espera (en) la muerte esperándose el uno a la otro hasta la edad más avanzada en una vida que, de todos modos, habrá sido tan corta”. Jacques Derrida, Aporías, Bs. Aires, Amorrortu, 1998, p. 123. Para profundizar: “Siempre me interesé por esa temática de la sobrevida, en la cual el sentido no se ajusta al vivir o al morir. Es originario: la vida es sobrevida. Sobrevivir en sentido corriente quiere decir continuar viviendo, pero también vivir tras la muerte […]. Jacques Derrida, Aprender por fin al vivir, Bs. Aires: Amorrortu, 2006, pp. 23-24.
2 “[…] la ley entendida como rectitud [droiture]: hablar directamente, dirigirse al otro, hablar para el otro, hablar al que uno ama y admira antes de hablar de él”. Jacques Derrida, Adieu à Emmanuel Lévinas, Paris, Galilée, 1997, p. 12.
3 Jacques Derrida, La carte postale. De Socrate à Freud et au-delà, Paris, Flammarion, 1980, pp. 27-28.
4 Jacques Derrida, “Confesar-Lo imposible. Retornos, arrepentimiento y reconciliación”. Trad. Patricio Peñalver, in Isegoría 23, Madrid, 2000, p. 18.
5 “[…] alguien ya miente, él ya perjura, en el momento del juramento y la promesa”. Jacques Derrida, Le parjure, peut-être (Brusques sautes de syntaxe), Paris, Galilée, 2017, p. 47.

