Gerardo Muñoz / Pierre Bonnard, o cuando la pintura se aferra al mundo

Arte, Estética, Filosofía

Volver hoy a la pintura de Pierre Bonnard tiene algo de experiencia enrarecida e inconspicua, incluso cuando reaparece en las cuidadas paredes de un museo. Se debe celebrar que la Philips Collection (Washington DC) haya acogido la nutrida muestra “Bonnard’s Worlds” que saliendo de los parámetros de las cronologías, se propone un ejercicio taxativo de pensar cada cuadro de Bonnard como un pequeño mundo sinuoso y autosuficiente. La relación entre pintura y mundo en este momento cumbre de la pintura francesa – ese gran acontecimiento de Occidente junto a la inserción de la filosofía griega y al subjetivismo del romanticismo alemán – no goza de una extraviada contingencia, sino que es seña de todo un momento histórico acotado. Ese momento civilizatorio es la legibilidad productiva de la sensibilidad moderna. Probablemente un momento histórico donde aferrarse al mundo, o a la idea de mundo en todo lo que irradian los sentidos, se conjuraba como una posibilidad unificadora de la experiencia del arte pictórico. Obviamente, ya no estamos en ese mundo, y nuestra separación con el colorido íntimo y los reflejos de una timidez desvaneciente del pincel de Bonnard es muestra de una devastación acelerada e irreversible. Ante las telas de Bonnard – cuya secuencia se ordena mediante el desplazamiento de geográficas exteriores que se abren ante nosotros como ventanas al interior de nuestra morada – nos atrapa la idea de que somos testigos de una última imagen del mundo; esto es, que el pintor ha decidido entregarnos el mundo justamente porque éste se ha perdido, o bien porque está en camino a ser perdido muy pronto. La pintura es, entonces, revelación y encantamiento de lo que ha sido.

El gran crítico alemán Julius Meier-Graefe, en su monografía sobre Cézanne, bordeaba este problema con una formulación irresistible: “¿No son sólo sueños e ideas de pintores astutos y sensuales para quienes el mundo había desaparecido? Este mundo aquí es tangiblemente vital, cualquier cosa más que vapor; como un campesino del condado, como el poder fértil de la tierra bendita. Se puede experimentar la objetividad [de Cézanne] muchas veces en las cercanías de Aix…más seguramente, de hecho, tan involuntariamente como la naturaleza misma» [1]. Y, ¿no podemos decir lo mismo de los “mundos” pictóricos de Bonnard? Quizás podemos encontrar albergue en la pintura francesa de esta época como apertura a la dimensión involuntaria de la naturaleza, donde ya sea por exceso o por defecto, se resiste a la metaforización de la imago naturae. Y a cambio de retener esa distancia – estamos en la naturaleza pero no somos ella – es la posibilidad de morar en un umbral que resiste a la integración de un mundo iluminado. La suspensión de la intencionalidad nos sitúa fuera del dominio del tiempo en el que ahora solo podemos abrir un camino vinculado a las geografías a nuestra escala. Como no podía ser de otro modo, la pintura es siempre rechazo del tiempo: fijeza y emanación de los posibles de espacios invisibles que facilitan la infraestructura de los mundos. Quizás Henri Matisse acertaba (y no siempre era así, hay que decirlo) al expresar que la pintura de Bonnard era “misteriosa y seductora” [2]. Así, en ese orden, el misterio y la seducción registran la distancia con la afección del estar-ahí-en-el-mundo; porque “estar” también implica un destierro y un fuera de lugar. Y como ya hemos dicho, estar recoge necesariamente la irrupción infranqueable de la distancia que nos mantiene en separación de forma irresoluble. El misterio en los cuadros de Bonnard no está dado por un sublime histórico o una interpretación fabulada del mito restituido; el misterio aparece cuando el pintor se aferra a las cosas de este mundo.

Pierre Bonnard, The Terrace

En Bonnard se registra, una y otra vez (ya sea en una ventana, en una chica tirada sobre la mesa del café, en un cuerpo que se asoma en una bañera, o en un jardín descuidado), la restitución de un ultramaterialismo que seduce en virtud de su permanencia sobre sí misma. Dicho de manera más cruda: en los cuadros de Bonnard hay mundos porque las cosas vuelven sobre nosotros; las cosas se amontonan, agrietan el espacio, hacen del espacio un pliegue, lo retuercen; a veces lo hacen hablar, o también enmudecer, todas las cosas irradian. Esto implica que el mundo solo es mundo como tapiz de “stuff”. De ahí la dificultad que presentan los cuadros de Bonnard. Incluso, se trataría de una dificultad de la mirada dotada para ver entre las cosas y lograr distinguirlas. El encantamiento mistérico revela su felicidad cuando podemos recortar una cosa como si fuese una haecceity plástica; y la prefiguración del color es índice de todo lo viviente. De hecho, desplegar la noción de color para describir la obra de Bonnard tal vez sea insuficiente, ya que no logra alterar la disonancia que provoca la dialéctica permanente entre lo cromático y figurativo. Esa disonancia pictórica mantiene el cuadro como instancia que resiste a la totalización de la forma.

Pierre Bonnard, Nude in an interior

El realismo de Bonnard no se justifica mediante la metáfora natural, sino más bien busca habitar fragmentos. ¿Y no son, al fin y al cabo, cada fragmento un mundo arropado desde un color que transporta la sensación por el cual podemos retener un pedazo de mundo? En un momento de la correspondencia con su amigo Matisse, Bonnard declara (a mi juicio el momento más explícito de esta confesión) su relación con el propósito de la relación entreverada de la pintura con el mundo: “En cuanto a la visión, yo veo las cosas diferentes cada día; el cielo, los objetos, todo cambio incesantemente, y solo tienes que zambullirse en ello. Y esto es lo que nos trae a la vida” [3]. Hay una declaración de la inmanencia absoluta de la naturaleza; y, del otro lado, también somos testigos del recorte que la pintura ejecuta para ir hacia la vida (au vif) que caracteriza a la pintura desde la revolución óptica de Jan Van Eyck. Sucumbimos en la incomprensión si leemos esta formulación en clave de un ilusionismo banal y aplicado; como si se tratase de un entrenamiento del ojo transformado en el dispositivo que da acceso a las prefiguraciones del mundo. Nada más incierto. Y de ahí que una noción fuerte de mundo nos obligue a asumir que ese “viaje de la forma hacia la vida” es el modo en que la pintura le devuelve a la especie humana la expansión sensible del mundo contra las falsas compensaciones de una mimesis sublimada. Los apacibles y serenos mundos de Bonnard solo combaten, franja de color a franja de color, contra la recaida a una historicidad en posesión del sentido.

Esto, me parece, revela la textura a veces naif de la maestría de Bonnard, donde el understatement pictórico termina elevando a la pintura a ras del suelo de su incontinencia. La vuelta al suelo de la pintura pone en tensión la síntesis de un mundo unificado, en el cual la propia autonomización del arte aparecería como la función privativa entre la experiencia y la temporalidad moderna de nihilismo (donde cada cosa es cualquier otra potencialmente). Si la pintura “va hacia la vida” (au vif) – es porque su promesa radica en una práctica de retención: el orden de la experiencia evita la transgresión de una objetualidad comandanda. Ya en su momento Pavel Florenksy veía que el sentimiento epocal de la disonancia histórica lo atravesaría todo: “Lo que más me asusta de la actividad moderna y de todas las demás comisiones y sociedades por igual, independientemente de su país de origen, es la posibilidad de transgredir la vida, de deslizarnos por el camino demasiado simplificado y más fácil del coleccionismo sofocante y destructor del alma. ¿No es eso lo que sucede cuando un esteta o un arqueólogo considera los signos de vida en algún organismo, un todo funcionalmente unificado, como objetos autosuficientes, separados del espíritu viviente…?” [4].

Este augurio emerge como un lamento ante el continuo eclipse civilizatorio de la pintura y del mundo. Así, aferrarse al crepúsculo mundano comienza con el recogimiento de todo aquello que se encuentra fuera de la vida, y sin lo cual no habría vida. El brillo del oro en los cuadros de Bonard no es la síntesis de un cromatismo aventajado, sino apertura a una invisibilidad quiasmática de los orígenes [5]. La posibilidad de una última retención es también una vuelta a los primeros días. El misterio de la pintura registra, siempre en cada caso, la imposible realización de un mundo que tan solo puede medirse desde su pura apariencia.

Notas

1. Julius Meier-Graefe. Cezanne (Ernst Benn Limited, 1927), 54.

2. Bonnard/Matisse: Letters between friends (Harry Abrahms, 1991), 55.

3. Ibíd., 62.

4. Pavel Florensky. “The Church ritual as a synthesis of the arts”, en Beyond Vision: Essays on the perception of Art (Reaktion Books, 2002), 104.

5. Monica Ferrando. L’oro e le ombre (Quodlibet, 2015), 52.

*Imágenes: Fotografías tomadas por el autor de la retrospectiva “Bonnard’s Worlds”, Phillips Collection, Washington DC, Junio 2024.

Pierre Bonnard, Open Window

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.