A los pocos días de iniciada la histórica revuelta popular de octubre 2019, cuando el entonces presidente Piñera decretó el Estado de Emergencia Constitucional y los militares se tomaron las calles de las principales ciudades de Chile, la frase “Piñera conche tu madre, asesino igual que Pinochet” empezó a ser coreada por las multitudes movilizadas. La comparación se sostiene en el estado de excepción y la cruenta represión que desató el presidente empresario contra las movilizaciones masivas que sacudieron el país. En marzo, luego de cinco meses de protestas, se contaban un total de 34 fallecidos, de las cuales 6 fueron víctimas directas de fuerzas del orden (por disparos, golpes y atropellos con vehículos blindados), 6 por ataques de civiles armados contra manifestantes, y 15 fueron encontradas en lugares incendiados sin aclaración de sus causas de muerte, además de las 5.448 víctimas en diferentes grados de vulneraciones a sus derechos humanos entre los cuales casi 500 mutilados oculares, la encarcelación de miles de manifestantes (36.745 detenidos formalizados, de los cuales 2.500 detenidos aproximadamente se mantenía en prisión preventiva a esa fecha). Además de las zonas urbanas centrales, los barrios populares fueron fuertemente atacados, sometidos al acoso policial de gases y disparos, al igual que lo fueron durante la dictadura. En esos mismos barrios, masas de pobladores asaltaron las comisarías, contándose a esa fecha más de 150 recintos policiales afectados, en acciones que dejaron centenares de heridos civiles. Por eso se entiende que en el estudio de las diez palabras más repetidas en los mensajes rayados en las paredes del centro de la capital (Darío Quiroga y Julio Pasten, Alienígenas. El estallido social en los muros) se repitieran “paco”, “ACAB” (All Cops Are Bastards), “Asesino”, “Yuta”, “Milico”, y “1312” (igual que ACAB). Las otras palabras con mayor inscripción en los muros referían a otras formas del abuso estatal (“Piñera” y “Sename”) y económico empresarial (“TPP” – Tratado de comercio transpacífico—, “AFP” – Administradoras de Fondos de Pensiones— y nuevamente Piñera. Otra crónica de esos días (Patricio Fernández, Sobre la marcha. Notas acerca del estallido social en Chile) anota setenta frases diferentes para insultar o despreciar a los “pacos” en los rayados de las paredes, desde “gracias por nada paco culiao” hasta “aborta x si sale paco”, pasando por “ – Pacos + Gatitos”, “+ MDMA – Pacos”, “Paco inculiable” o “Cría pacos y te sacarán los ojos”. Estas palabras compartían los muros con imágenes en afiches, esténciles y murales que hacían explicitas las analogías entre el estado policial de derecha y el estado policial de la dictadura, con yuxtaposiciones de los retratos de Piñera y su ministro Chadwick con los de la Junta Militar, la frase “la dictadura de Piñera”, la fórmula “1973 = 2019”, o la frase de la canción “Se viene el estallido” (2001) de los argentinos Bersuit Vergarabat: “Si esto no es una dictadura, ¿qué es? ¿Qué es?”.
En la derecha también retornaron las imágenes de la dictadura y su lenguaje necropolítico, como el recurso a la metáfora del cáncer para justificar los “excesos” de la represión policial. A mediados de noviembre, luego de un mes de protestas, el general Bassaleti, encargado de las fuerzas especiales de Carabineros, justificó los daños a víctimas de la represión recurriendo a la imagen del cáncer, como lo hizo en 1974 el general de aviación Gustavo Leigh al declarar que la Junta Militar buscaba “extirpar el cáncer marxista”. Para Bassaleti, “nuestra sociedad… en estos últimos 30 y pocos días, está enferma de una enfermedad grave. Supongamos que sea un cáncer, ojalá que no lo sea y que tenga solución, la va a tener… Cuando el tratamiento del cáncer se hace con quimioterapia, en algunos casos, y otros con radioterapia (sic); cuando se busca solucionar ese problema, en el ejercicio del uso de esas herramientas médicas, se matan células buenas y células malas. Es el riesgo que se somete (sic) cuando se usan herramientas como las armas de fuego, es complejo”. En su conocido ensayo La enfermedad y sus metáforas (2003), Susan Sontag analizó los usos y abusos del cáncer como metáfora topológica y topofílica, “al servicio de una visión simplista del mundo, que puede volverse paranoica” (75). La metáfora se emparenta en el pensamiento conservador a la noción de “nomos de la tierra” donde la historia se escribe como conquista del espacio, pensamiento que Elias Canetti asocia en su ensayo La conciencia de las palabras, a la paranoia totalitaria expresada en la topofilia de Hitler y su arquitecto Albert Speer: la metaforicidad de la enfermedad del cáncer es usada topológicamente para dar cuenta del exceso y la opulencia, por lo que su “combate” implica siempre amputación y mutilación; el cáncer se extirpa y se destruye. En el sentido premoderno de la enfermedad, el cáncer estaba asociado a la “desmesura de sentimiento”, sentido que Kant relaciona con la pasión como enfermedad incurable para la razón pura objetiva. Como la pasión, el cáncer era la metáfora del “bárbaro dentro del cuerpo”, el que además produce una “catástrofe económica: la del crecimiento incontrolado, anormal, incongruente […] Al ser células sin inhibiciones, las células del cáncer proliferan y se superponen de manera ‘caótica’, destruyendo las células del cuerpo, su arquitectura, sus funciones […] El cuerpo del enfermo está sometido a un ataque (a una ‘invasión’), y el único tratamiento es el contrataque”. En su comparación con las metáforas en torno a la tuberculosis, Sontag observa que “si la tuberculosis era la enfermedad del Yo enfermo, el cáncer es la enfermedad de lo Otro. El cáncer se desarrolla como un guion de ciencia ficción: es la invasión de células ‘extranjeras’ o ‘mutantes’, más fuertes que las células normales. Es típica la trama de la mutación, ya sea de la de los mutantes que llegan del espacio o la de las mutaciones accidentales entre los terrestres” (64-69). La metáfora fue usada por el fascismo italiano en su denuncia anticomunista (“el comunismo es la exasperación de ese cáncer burocrático que siempre asoló a la humanidad. Un cáncer alemán, típico del espíritu preparativista de los alemanes” escribió el poeta Marinetti en 1920), y también por el nazismo, que inaugura en los años treinta la metáfora del tratamiento radical del cáncer aplicándolo al “problema judío”. Y la volvemos a encontrar en 1970 en Chile, en la editorial de la revista Portada creada por Jaime Guzmán, para su denuncia contra los partidos políticos: “como un cáncer, la influencia de los partidos se extiende a campos que debieran estar liberados. Municipios, juntas de vecinos, gremios, colegios profesionales, universidades… ¡Hasta los conventos y las escuelas secundarias! Todo está invadido y desnaturalizado por la política partidista”.
Ante las mutaciones que se manifiestan en la revuelta y que amenazan la vida de derecha, en 1970, en el 73, en el 2019 o en 2023, la derecha repite el guion paranoico del ataque de las células mutantes: “cáncer partidista”, “cáncer marxista”, “invasión alienígena”, cáncer del “desorden público”, cáncer de la delincuencia y el terrorismo. Resulta clara la filiación fascista del argumento tras la metáfora: para tratar un cáncer hay que cortar mucho del tejido sano que lo rodea, porque “nunca es inocente el concepto de enfermedad, pero cuando se trata de cáncer se podría sostener que en sus metáforas va implícito todo un genocidio” (75-82). Parece entonces una ironía siniestra que el técnico Rodrigo “Pelao” Rojas Vade, personaje ícono de la revuelta de octubre que concurrió a todas las protestas como paciente de cáncer terminal y fue elegido en 2020 como integrante de la Convención Constitucional en representación de la Lista del Pueblo, haya resultado ser un impostor que fingía un cáncer del que nunca padeció, un engaño que sin embargo contagió la imagen de todos los convencionales del movimiento independiente surgido de la revuelta, habilitando la verosimilitud del discurso paranoico y negacionista. La metáfora del cáncer ha obtenido una formulación jurídica para la criminalización de la protesta en lo que se ha llamado el “derecho penal del enemigo”, doctrina del derecho positivo que se inocula en el derecho penal del ciudadano, lo que ha permitido esconder su estatus de excepcionalidad en una supuesta normalidad constitucional. Esta doctrina jurídica apela a la aplicación de leyes penales agravadas como la Ley de Seguridad Interior del Estado y la Ley sobre Conductas Terroristas, porque habilitan el uso de testigos protegidos y anónimos, el secreto de sumario, la interceptación de comunicaciones y la aplicación de prisión preventiva a los imputados y de penas más gravosas a los condenados. El derecho penal del enemigo ya existente se amplió durante la revuelta con la aprobación de dos nuevas normativas: una Ley Antisaqueos (contra el robo en lugar no habitado) y una Ley Antibarricadas (contra acciones de interrupción del tránsito). El Estado extendió así a todo Chile el guion represivo del derecho penal del enemigo que los gobiernos de posdictadura habían aplicado a las organizaciones autonomistas mapuche. Por eso, ante la situación de represión generalizada y sistemática de la protesta social denunciada por varios organismos internacionales, dirigentes e intelectuales del pueblo mapuche constataron casi al unísono que “ahora los chilenos estaban viviendo lo que hemos vivido nosotros por décadas” (disparos a los ojos, disparos a matar, gaseamientos y allanamientos de territorios urbanos o rurales, torturas, maltratos a menores de edad, criminalización de la protesta mediante la aplicación de el derecho penal del enemigo), mientras las paredes de las ciudades se cubrían de los rostros y nombres de mapuche asesinados por la policía: Alex Lemún, Matías Catrileo, Jaime Mendoza, Camilo Catrillanca, Macarena Valdés.
El día 20 de octubre 2019 el empresario presidente proclamó el Estado de Excepción Constitucional en cadena nacional de televisión y dispuso diez mil soldados en las calles “para resguardar la paz, la tranquilidad y sus derechos, sus libertades”, no las del pueblo en las calles, sino las de los chilenos “de buena voluntad… recogidos en sus casas”. Este discurso resulta aparentemente contradictorio con las expresiones que el mismo Piñera ofreciera en una entrevista televisada, transmitida diez días antes del llamado “estallido social”: “En medio de esta América Latina convulsionada, veamos a Chile; nuestro país es un verdadero oasis, con una democracia estable, el país está creciendo, estamos creando ciento setenta mil empleos al año, los salarios están mejorando”. Pero, como ha apuntado Elizabeth Collingwood-Selby en su agudo ensayo La ‘vida’ en el oasis de la imagen operativa. Los ojos de la revuelta en Chile, “la declaración de guerra del presidente no respondió a un momento de descontrol, sino más bien a un automatismo, al funcionamiento totalmente irreflexivo de una máquina interpretativa incapaz de hacer otra cosa, ante la radical anomalía de la revuelta, que de seguir repitiendo y procesando, operativamente, sin poder leerla, la obturada imagen de Chile como un oasis; su imagen operativa de base”. No hay entonces contradicción presidencial entre la imagen del oasis y la imagen de la guerra, ya que “la revuelta hace aparecer, en la reacción presidencial, la guerra interna como verdad constitutiva del oasis. Dicho de otro modo, en la imagen de la guerra interna se repite y consolida, operativamente, la del oasis”. Luego de más de un mes de protestas ininterrumpidas, Piñera reitera su discurso bélico ante los jóvenes recién egresados de la escuela de suboficiales de Carabineros. Al año siguiente, en el marco de las investigaciones judiciales sobre las sistemáticas violaciones a los derechos humanos por parte de las policías y fuerzas armadas durante los cinco meses de la revuelta, Piñera declara ante la Fiscalía que su expresión fue “una frase retórica, no literal, que ocupo con mucha frecuencia. Suelo decir que estamos en guerra contra el COVID, contra el narcotráfico, o contra la pobreza, procurando así identificar males que hay que combatir”. El uso reiterado de una metáfora tiende a la “usura” de la figura hasta volverla una “metáfora muerta” que genera el efecto de literalidad propio de la “mitología blanca” en la retórica de derecha. La usura de la imagen de la guerra por la retórica de la guerra, la transforma en una “imagen operativa” que galvaniza las tropas de choque contra la protesta social, aquellas llamadas a restituir el “orden público” como orden del oasis, la reproducción del oasis como reproducción del orden. Como precisa Collingwood-Selby, “la imagen de Chile como un oasis retorna, reaparece en medio de la de la guerra interna como la imagen verdadera del verdadero Chile. Chile es y sigue siendo un oasis de paz, de democracia, de progreso, no tanto ahora en medio de una América Latina convulsionada, sino en medio de Chile, en medio de la revuelta, en medio de su impropia e incomprensible convulsión”. El automatismo de las imágenes del oasis neoliberal había operado en el discurso de derecha durante meses antes de la revuelta, y no pocos cronistas adjudican la precipitación del “estallido social” a la incontinencia verbal de esas autoridades, cuya tendencia a “ironizar” sobre los problemas sociales develaba la inclinación apática de su gobernanza tecnocrática (se pueden consultar esas declaraciones en la compilación de la editorial El Rayo Verde, Plan Oasis).
En Teoría del complot (2002), Ricardo Piglia define el despliegue de la economía como “una conspiración que mueve masas y territorios”, una confabulación donde esta se presenta como la realización de la política por otros medios, “una práctica de experimentación sobre los sujetos […] una manipulación invisible y múltiple que anuda y ata los individuos y los grupos y los conjuntos a los movimientos del dinero. Las poblaciones están tramadas en esos desplazamientos demenciales del capital” (4). En la política conspirativa de la economía, paradigmáticamente encarnada por el multimillonario presidente-empresario, “el Estado no es más que un lugar de paso, un canal de vigilancia y de contra información”. Por eso para Piglia, el liberalismo es el pensamiento que transforma la economía en un complot, una conspiración de sociedades secretas que ha inspirado los imaginarios de la Idea de Estado desde Platón hasta Borges. En forma proyectiva, el liberalismo tiende a ver un complot en toda revuelta, una conspiración organizada contra su propia conspiración, como el guión de una novela sadeana donde gobierna la apatía y la racionalidad instrumental. La interpretación neoliberal de la revuelta por una racionalidad conspirativa no puede explicar ni entender el potlatch que anima la revuelta, el valor ritual de una ceremonia de destrucción suntuaria contrautilitaria, donde la mayor consumación de bienes materiales otorga mayor prestigio y poder a las sociedades secretas que la practican. La historia del potlatch, documentada etnográficamente en las naciones indígenas del Pacífico Norte (Columbia Británica), está de hecho íntimamente ligada a la historia de la expansión capitalista en esa región, y a la resistencia indígena contra las formas mercantiles (y misioneras cristianas) de acumulación extractivista, la “llamada acumulación originaria” y toda su violencia destructora de vida. El potlatch opone a esa violencia la violencia de la destrucción material de objetos, destrucción que aumenta el prestigio y el valor de las vidas que la ejercen. El conspiracionismo neoliberal sospecha del potlatch de la revuelta como una conspiración política contra sus fines económicos, esto es, la expresión de un enemigo que amenaza la integridad de la propiedad y de las condiciones de la propiedad. El conspiracionismo de derecha no puede aceptar el exceso mimético del potlatch de la revuelta, culminación paroxística de una economía global que se ha vuelto, como sugiere Bruno Bosteels, “un gigantesco potlatch” (Marx y Freud en América Latina, 2003), donde la evasión del transporte, el saqueo de supermercados, la destrucción de monumentos por las multitudes indignadas son solo refracciones miméticas de la devastación capitalista, la imitación corporizada de la evasión de impuestos, el saqueo extractivista y la destrucción de vidas y modos de vida, operados por las sociedades secretas de corporaciones transnacionales y oligarquías nacionales para las que toda destrucción genera nueva producción, nuevo consumo, nuevo valor. Como en la fase final del colonialismo en Columbia Británica, cuando hacia 1879 la inundación de mercancías imperiales en los territorios kwakiutl y tsimshian hace que, según las crónicas de la época, el potlatch “se vuelva loco”, porque “el potlatch no está fuera de la conspiración del intercambio capitalista, sino que hace visible su maquinaria más íntima” (313).
La sospecha del complot se desató como proyección del propio deseo de la derecha en diferentes figuras. Primero, la creencia en una “invasión alienígena” acusada tempranamente por una conversación privada de la esposa del presidente, en un audio viralizado que se escuchaba como proceso transferencial del inconsciente de la elite neoliberal. Luego, a las pocas semanas de la sublevación, el gobierno, los organismos de inteligencia y los parlamentarios de derecha denunciaron que la insurgencia había sido organizada, detonada y animada por “infiltrados” de “gobiernos extranjeros” ingresados recientemente desde Cuba y Venezuela, a lo que un informe de inteligencia de Big Data filtrado en diciembre sumará la sospecha sobre una influencia coreana, debido al intenso tráfico digital en torno al K-Pop. A las pocas semanas también, los medios oficiales de comunicación promueven la creencia en una confabulación secreta entre bandas narcotraficantes y grupos anarquistas, apoyados en la distinción de la Fiscalía entre “saqueadores ocasionales” y “saqueadores profesionales” (retomando así la antigua distinción reseñada por Marx y Engels entre “conspiradores ocasionales” y “conspiradores profesionales” que abundaban hacia 1850 en París, siendo los primeros los proletarios organizados para la revuelta, y los segundos, activos bohemios que transitan entre las cárceles, las barricadas y los cabarets), pero sin develar lo que los manifestantes denunciaron en múltiples ocasiones: la participación de las fuerzas de orden (policías y ejército) en el tráfico de drogas y de armas, y en su extraña ausencia durante los saqueos y atentados al Metro de Santiago.
Como se puede ver en las publicaciones de la derecha en torno a lo que llaman “estallido delincuencial”, en los primeros meses de la revuelta resurgió de su memoria la vieja tesis anticomunista de la Doctrina de Seguridad Nacional sobre el enemigo externo (“organizaciones internacionales” marxistas, anarquistas y narcotraficantes) como operador del enemigo interno (comunistas, frenteamplistas, “narcos” y “anarcos”). Las discursos de derecha repitieron letánicamente esos enunciados, y recurrieron a antiguas figuras teratológicos y tropos mitológicos que muestran su concepción del antagonismo político y de la democracia contenciosa. En un libro colectivo publicado por la editorial ultraneoliberal El Líbero, los autores introducen el análisis de la contigencia apelando al recuento de la historia de la humanidad, para así llegar al título del libro Nuestro octubre rojo. Ahí un autor explica la evolución del marxismo en diferentes “olas”: desde 1) la ortodoxia de la determinación infraestructural hasta 2) el socialismo gramsciano preocupado por la batalla cultural (“hegemonía”), los que habrían sido superados en el mundo actual por 3) las “nuevas” ideologías de la “revolución molecular disipada”, atribuida al “lacaniano” Felix Guattari, el “maoísta” Gilles Deleuze, el “deconstructivista” Derrida, para “actuar sobre la infraestructura” con “nuevas armas más eficaces y rápidas” (“máquinas anarco-deseantes” y “máquinas de guerra”), y 4) la ola posmarxista de Hart y Negri que defiende la multitud sin líderes. Todos estos autores serían los inspiradores del “ataque a la infraestructura” que se vio en el estallido chileno (69-70). La imagen dominante aquí es la de una “hidra de mil cabezas”, la misma que Francis Bacon elaboró en An Advertisement Touching a Holy War (1622), para justificar una “guerra santa” contra extranjeros que no eran naciones ni en derecho ni en nombre, como medio distractivo eficiente de impedir la guerra civil entre el rey y el parlamento. Considerados “enjambres”, “manadas” o “cardúmenes” (palabras de Bacon grabadas en el inconsciente del cronista de El Líbero, que los ve moverse “como si fueran una mente abstracta y común de monstruosas proporciones”, 113-14), estos pueblos/multitudes habrían degenerado en monstruosidades, “errores de la naturaleza” que merecían su destrucción genocida para la restauración de la ley divina. Para Bacon, indianos occidentales, cananeos, piratas, amazonas, anabaptistas y otros conformaban la “hidra de mil cabezas”, que no eran mas que los desposeídos de la acumulación originaria del siglo XVI, nuevos tipos de trabajadores monstruificados en un nuevo modo de producción que debía sostenerse por medio del terror (Peter Linebaugh y Marcus Rediker, The Many-Headed Hydra, 2013, 37-40).
La necesidad de identificar “cabezas” es una obsesión de la derecha, propia de su concepción jerarquizada y verticalista de la política. Por eso la “crónica urbana del estallido social” publicada por un arquitecto de derecha se titula Siete Kabezas (con “k” de anarkismo…), llevando la metáfora de las mil cabezas a la identificación policial de siete grupos o masas sociales que responsabiliza de la destrucción de la ciudad durante la revuelta: 1) “todas las zonas ocupadas de la periferia segregada […] la parte mas oculta del Santiago invisible”, 2) “los estudiantes radicalizados”, 3) “las barras bravas”, “la cabeza mas fuerte del monstruo”, 4) “los políticos”, “una cabeza pequeña y aviejada que susurraba al oído a los más fuertes […] el Partido Comunista, buena parte del Frente Amplio y de algunos partidos de la vieja Nueva Mayoría”, 5) “las clases medias que vieron una luz de esperanza con el estallido, “la mas masiva cabeza”, 6) “estratos sociales altos de la cultura caviar” y “parte del mundo de la cultura y las artes […] creando un trasfondo cultural a todo lo que estaba pasando”, y 7) “la que todavía no conocemos”, pero que “operó”, “coordinó”, “digitó” desde “la oscuridad” (158-162). Es notable también en estos discursos la denuncia sistemática contra ciertas élites “de izquierda” que se pliegan al satanizado “octubrismo”: “clases medias altas”, “élites políticas y culturales”, “sectores acomodados”, “políticos de izquierda”, los que en la lógica de derecha deberían condenar la revuelta popular porque ellos no serían víctimas sino beneficiados por el neoliberalismo. Esta “denuncia” también tiene larga historia (en los setenta se denigraba y condenaba a los dirigentes de la Unidad Popular denunciando su supuesta forma de vida “burguesa”), y se desarrolla en torno a dos enunciados básicos: por una parte, la existencia de un pueblo-víctima de los políticos y los intelectuales, epistemología ingenua y paternalista que concibe al “pueblo” como un recipiente vacío que se deja llenar por las teorías de sectores acomodados que lo usan para apropiarse del Estado (una elite cultural hipócrita para la cual la moral social sería una noción instrumentalizada en su propio beneficio personal); y por otra parte, un discurso más explícito de la “revolución” como “negocio” de una elite cultural que vende imágenes y experiencias revolucionarias en un “mercado” de clientes incautos, los que compran la ilusión de una alternativa al neoliberalismo (la “revolución”, “el otro modelo”, el “octubrismo”, la Asamblea Constituyente). Baste decir que estos enunciados dicen mucho más de quienes los elaboran que de los sujetos a los cuales pretenden caracterizar. Para la derecha neoliberal/neoconservadora solo hay dos lógicas posibles: la racionalidad instrumental del individualismo posesivo como relación empresario/cliente (dentro del mismo sujeto “emprendedor de sí mismo”), o la reducción del “pueblo” a un conjunto de “pulsiones y anhelos” (lo “popular-telúrico”) al que las “cabezas” bien o mal pensantes (lo “institucional-discursivo”), ofrecen “sentido y expresión, en obras, en palabras, en instituciones consensuadas”.
A pesar de sus visiones delirantes sobre el “estallido”, cuya heterogeneidad multiforme se les presenta como la de una amenazante monstruosidad, los autores mencionados acusan recibo de lo indesmentible: el monstruo que ven es una creación nacional. El de “siete kabezas” “creció y se alimentó de la desigualdad, pero por sobre todo de la indiferencia de las elites hacia un Santiago fracturado entre dos ciudades”, el de “mil cabezas” es reacción de “cansancio y rabia de vastos sectores de la población” contra “cuatro cánceres enquistados en nuestro tejido social” (“explotación, colusión, elusión y corrupción”). En el lenguaje mas hermenéutico de una resucitada derecha nacional-popular, se reconoce que la manifestación era “brutalmente auténtica”, que el pueblo “ha devenido rebelde” por la “incapacidad acumulada del sistema político” y “la matriz rentista de la economía oligopólica”. Estos discursos operaron como “marcos de guerra” de la rebelión popular, produciendo la homogeneización y encuadramiento del discurso de la elite neoliberal y el reforzamiento de sus enunciados, lo que hizo inaudibles otros sentidos de la revuelta y su violencia interruptiva.
“Octubrismo” ha sido el nombre (y estigma) de esa interrupción del tiempo neoliberal postestatal, de irrupción de la potencia de una multitud antibélica que responde a Piñera “No estamos en guerra”, y que produce la ocasión destituyente para luego convertirla en ocasión constituyente. El nombre de una ética de impugnación al patriarcalismo, al neoextractivismo, al neocolonialismo, y nombre también del pathos de la protesta como su “parte maldita”, del potlatch como exceso mimético que interrumpe el continuo temporal de la devastación neoliberal, a modo de una reparación moral. Recién a principios del 2021, se puede leer la palabra “octubrista” en un medio virtual El Mostrador, en una reflexión de Rodrigo Karmy sobre el antagonismo entre el Partido Octubrista y el Partido Neoliberal. Unos meses después, un columnista de un medio duopólico inaugura su uso descalificador, señalando a los “octubristas” como “adultos con vocación de adolescentes eternos”. Desde entonces, en la prensa neoliberal, “octubrismo” será el nombre del espectro que amenaza el “orden público” y la “estabilidad” social y política, como lo hicieron en su tiempo el anarquismo y el comunismo. La espectrología o “tormentología” (hantaulogie) propuesta por Derrida en su lectura del Manifiesto Comunista, permite pensar esa lógica del espectro, su tormento y su obsesión, como la de la “frecuencia de cierta visibilidad de lo invisible”, “aquello que uno imagina, aquello que uno cree ver y que proyecta: en una pantalla imaginaria, allí donde no hay nada que ver”, lo que impide dormir “acechando el retorno” del espectro en su estructura de aparición (Espectros de Marx, 2002, 148). Porque, como recuerda Derrida, “el espectro es acontecimiento, nos ve durante una visita. Nos hace visitas”. La espectralidad del octubrismo acusa así el desquiciamiento del tiempo como desincronización y anacronización, la pobredumbre del Estado, la imagen que hace visible las fuerzas invisibles que lo gobiernan, la imagen de la eficacia de la imagen insurreccional. El anti-octubrismo proyectará en el octubrismo sus fantasías y fantasmas mas temidos, acusando la falta inconsciente de sus propios deseos mientras le impone sus marcos de guerra.
A la producción discursiva del encuadramiento, se sumaron los tecnócratas opinólogos de la transición, acusando la “tragedia griega” de la “destrucción de Chile” por el narco-anarquismo y sus ayudistas de la izquierda maquiaveliana; denunciando el “partido de la violencia” posmoderno y el espontaneismo de jóvenes “impulsados por pulsiones destructivas, deseos anarquizantes, consignas nihilistas”, “forma político-práctica de ‘deconstrucción’, ‘ludismo’ dirigido contra la maquinaria del Estado”, “violencia lumpen”, “demolición del orden institucional democrático”. La guerra al octubrismo alineó así al partido del orden para clamar por la protección policial de la propiedad y la restauración del orden público para la vuelta al trabajo. Como reconoció el diputado Desbordes de la derecha nacional-popular, no faltó en el gobierno y las fuerzas armadas la tentación de una masacre (un oficial de Fuerzas Especiales que le habría señalado “quedan 15 minutos de lacrimógena y tengo dos opciones: disparar y matar a 50 personas e irme preso, o abro las barreras, retiro a los carabineros y se incendia el Palacio de Gobierno”). Es la masacre que restaura históricamente el derecho a la propiedad como límite de la democracia, y que en 1973 se inscribió en los marcos de la Guerra Fría, la masacre de la guerra larvada, la guerra preventiva, la guerra antisubversiva, contrainsurgente, irregular y sucia.
En este claroscuro donde se impone la vida de derecha y la guerra (siempre de derecha), la derecha produce sus imbunches como instrumentos vivientes de sus sociedades secretas, sujetos doblegados, resignados y obedientes de la conspiración devenida en dominación sádica. En este interregno global donde los neofascismos y el capital transnacional multiplican los imbunches de las guerras jurídicas (lawfare), la revuelta del 2019 puso en escena una colisión frontal de los lenguajes del derecho. Chocaron el derecho constitucional impulsado por los cabildos ciudadanos y el proyecto de Asamblea Constituyente con el derecho del poder constituído y su “monopolio legítimo de uso de la fuerza”, el derecho al “orden público” y libre circulación se enfrentó al derecho de reunión y protesta, el derecho de libre expresión con el derecho a la seguridad, los derechos colectivos con los individuales, los derechos humanos con el derecho de propiedad privada.
Con la Constitución del 80 y sus cuerpos legales, se instituyó en Chile un imbunche constitucional que reforzó la estructura jurídica de la dominación oligárquica. Por una parte, la tradición normativista autoritaria instaurada en el siglo XIX por Andrés Bello, promotora del leguleyismo penal de una kafkiana justicia de clase. Por otra parte, la innovación jurisprudencial del neoliberalismo de Friedrich Hayek, el judge-made law que otorga al gobierno de los jueces la administración de las relaciones sociales concebidas como contratos entre individuos. El acople de normativismo textualista y arbitrio neoliberal sustenta así una retórica de la repetición y multiplicación de operaciones mecánicas que hacen crecer interminables volúmenes de papeles, un lenguaje criptográfico de sociedades secretas de abogados que manipulan las leyes, unos jueces soberanos en su administración de vidas, una manía legislativa que multiplica las normas y no los derechos como soluciones a los problemas sociales, una dilatada temporalidad institucional cuya entropía aniquila cualquier esperanza de justicia. Todo esto se articula perfectamente con la apología neoliberal de la tecnocracia, las sociedades secretas y sus “cajas negras”, el gobierno de los técnicos como microsoberanos (jueces en el derecho, economistas en la economía, militares en la defensa, policías en la represión), donde entonces las batallas políticas se transforman en guerras jurídicas (lawfare) y la economía en zarpazos financieros (empresas zombis, empresas cascadas, esquemas Ponzi, etc). En la opacidad tecnocrática, los ciudadanos incautos se pueden excusar en la falta de educación, la desinformación y la ignorancia (a pesar que nunca como hoy ha habido tanta información disponible gracias a la web), pero cuando se han conocido sueldos, intereses, tráficos y complicidades en el desfalco de los dineros públicos como forma habitual de operar de los partidos de derecha, cuando se ha explicitado la ideología de la desigualdad trás la máscara meritocrática (en una sociedad individualista y mezquina en reconocimiento, cada quién se asigna a si mismo su mérito), ya no hay excusa. Cuando se transparenta el subconsciente de su “realismo capitalista”, el modelo chileno muestra toda su obscenidad. Para evitar que la propia democracia se vuelva obscena (un criadero de dictadores “apolíticos” o antipolíticos) y los dispositivos de la desigualdad sigan en la opacidad (un país imbunche de “perkins” del orden e ilusiones “aspiracionales”), la derecha tendrá que aprender lo que el gran cineasta Raúl Ruiz llamaba “realismo púdico”. La transparencia de la democracia le enseñará a la derecha la vergüenza y el pudor para el lawfare que ha desatado, pasando de la guerra contra el movimiento constituyente a la guerra de posiciones de la tecno-burocracia legal.
El conflicto entre diferentes concepciones sobre la jerarquía de los derechos estuvo en el centro del conflicto político, que fue anulado por una “crisis de seguridad” que impuso la jerarquía de derechos de la derecha y los empresarios. Con la revuelta del 2019, la valoración ciudadana de la fuerza pública se había derrumbado por la extrema violencia con la que reprimieron las protestas, pero la pandemia, los toques de queda y cuarentenas sanitarias, y la corrupción de las policías permitió que inumerables pandillas multinacionales se tomaran los espacios públicos y atemorizan una población ávida de seguridad personal, mientras pandillas y policías se despliegan como excrecencias neoliberales del deseo nihilizante de acumulación (la corrupción de altos mandos de Carabineros, el tráfico de drogas, madera, información y armamento, el negocio de la seguridad privada que aumenta el valor de los servicios de protección en base a la práctica de “manos caídas”, el conveniente anacronismo de protocolos y procedimientos que expone a sus propios funcionarios a ser víctimas fatales de enfrentamientos). A los “conspiradores profesionales” de las policías, que gozan de una autonomía de facto respecto a los poderes civiles, se suman bandas organizadas que también enfrentaron a las policías durante la revuelta del 2019, fácilmente capturados ahora como soldados del “ejército de reserva” del narcotráfico, especialmente por el empobrecimiento de las poblaciones vulnerables y el trabajo informal que domina en los territorios periféricos del oikonomos neoliberal.
Ante esta situación, el parlamento en su conjunto abraza el populismo penal acelerando la tramitación de leyes punitivistas más severas contra la “usurpación” de propiedad (que afecta sin distinción a los movimientos autonomistas mapuche que ocupan predios reinvindicados como territorios indígenas, casas abandonadas por propietarios especuladores y ocupadas por comunidades y familias sin vivienda, y usurpaciones de terrenos por grupos de elite para viviendas de alto estándar), contra el “daño” a la propiedad (que persigue a graffiteros y condenará acciones de “desmonumentalización” como las que vieron durante la revuelta), la simplificación de procedimientos para la construcción de cárceles (ampliando el negocio del encarcelamiento de masas) o la ley contra el cibercrimen (que podrá ser usada para perseguir infracciones a los derechos de autor capitalizados por transnacionales). Al mismo tiempo, la derecha se aseguró el rechazo de las normas que permiten el levantamiento del secreto bancario (clave para la persecucción del delito financiero y la corrupción estatal) y de la propuesta constitucional orientadas a la fiscalización del uso de fondos públicos por entidades privadas (zona gris del modelo subsidiario que asegura las ganancias de privados sobre la externalización de servicios sociales). La ley mas inquietante del estado policial configurado durante la “crisis de seguridad” fue la llamada Ley Nain-Retamal 20.560, aprobada en 2023 y apodada “ley gatillo fácil”, que otorga la presunción de racionalidad en el uso de la fuerza al policía que dispare su arma de servicio, asumiendo a priori que en caso de una actuación policial letal, esta fue consecuencia de legítima defensa ante riesgo inminente para su vida. De esta manera, el policía es eximido de responsabilidad penal, y la necesidad de probar que no se justificaba el homicidio (“carga de la prueba”) recae sobre la víctima, o sea, el cadáver. La justificación política de esta arbitrariedad policial fue impulsada por la oficialidad de Carabineros que acusaba la “inhibición” de los funcionarios en el uso de sus armas (el supuesto del “policía inhibido”, desmentido por estadísticas que confirman que ningun policía que haya abatido a alguien ha sido condenado desde 2012), debido a las posibles persecuciones penales por violación a los derechos humanos. El supuesto que sustenta la discrecionalidad en el uso policial de su arma es que los Carabineros no disparan “por gusto”, sino que evalúan siempre racionalmente la proporcionalidad de la fuerza (el supuesto del “policía bueno”, desmentido por las miles de querellas contra Carabineros durante el “estallido social” del 2019). Se radicaliza así la cuestionada y abolida arbitrariedad de la antigua práctica de “detención por sospecha”, que permitía a las policías detener a una persona simplemente por su apariencia o por los “malos designios” que le infundían al policía, transformada ahora por la ley “gatillo fácil” en la posibilidad de disparo por sospecha. Lo que resulta aún más sorprendente para un estándar mínimo de derechos humanos es que esa ley también incluyó un efecto retroactivo, es decir, que se puede aplicar a juicios en curso por el uso policial de armas en casos como los de la violencia policial contra manifestantes durante la revuelta del 2019. En la práctica, la Ley Nain-Retamal transforma a cualquier policía en un juez ambulante que puede condenar a muerte a cualquiera que su juicio, racional o no, considere que amenaza su vida. Y cuando la ONU, organismos de derechos humanos, víctimas y algunos partidos de izquierda, llamaron a moderar el proyecto de ley por poner en riesgo los derechos humanos, los voceros de derecha proclamaron que “la ONU tendrá que guardarse su opinión”.
Si la revolución hace historia comiéndose sus sobras, al salirse de la historia la revuelta deja restos. Con la conmemoración de los cincuenta años del golpe de Estado (2023), ha vuelto a emerger el pinochetismo como valoración de la “necesidad” del golpe y de la dictadura como “gobierno transformador” y de Pinochet como gran “estadista” (en la Encuesta Mori del 2023 observar que el 36% de la población cree que las Fuerzas Armadas “tuvieron razón en dar el golpe de Estado” y “liberaron a Chile del marxismo”). Los líderes de derecha han vuelto a justificar el golpe y la dictadura en relación al fracaso de la Unidad Popular, en una versión clueca de la teoría de los “dos demonios” (considerando que no hubo dos fuerzas armadas confrontadas, y que por lo tanto, el “demonio” de la UP era el demonio de la expropiación y el delirante Plan Z). Lo que unió a la derecha para esa conmemoración seguía siendo la negación del vínculo indisoluble entre la necropolítica de la dictadura y la biopolítica de la (post)dictadura, entre el terrorismo de Estado y el “libre mercado”. Por eso el odio de la derecha al “pasado que nos divide” y su letánico llamamiento a “mirar el futuro” para no tener que mirar el reguero de cadáveres y mutilaciones que puebla la infancia del libre mercado. Por eso a cinco años de octubre 2019, el grotesco llamado de los diputados de derecha al Presidente de la República para que este encargue la elaboración de un reportaje audiovisual que “muestre” la violencia destructiva de la revuelta de octubre, una forma oculocéntrica de responder visualmente a la rotunda sonoridad de los audios de la corrupción política y judicial. Las imágenes del desorden, saqueos, caos, enfrentamientos y destrucción de la propiedad se han vuelto en la vida de derecha el instrumento más eficiente para asegurar la continuidad operativa de sus negocios, volver la transparencia obscena en una democracia opaca, y reproducir al infinito el deseo de oasis neoliberal como prevención a la hipótesis del caos que sustenta todo el ordenamiento jurídico nacional. Cómo no recordar entonces un encapuchado en Antofagasta, armado de escudo y piedras en batalla campal contra la represión policial, que en noviembre del 2019 declaraba a la cámara: “los hueones no nos pueden seguir pasando encima toda la vida… los hueones se burlan de nosotros, hermano. ¡Gobierno culiao tiene todo, hermano, tiene beneficios, le pagan el auto, le pagan la bencina, le pagan la mantención del auto, tienen sueldos culiaos estratosféricos, y nosotros ganamos una miseria! ¡¿cómo vamos a seguir aguantando que nos pisoteen toda la puta vida?! ¡ya basta hermano! Si la generación culia antigua aguantó esa huea ¡nosotros no, hueón! No vamos aguantar hueas y vamos a pelear hasta que las hueas cambien”.
Isla Teja, 16 de octubre 2024
Algunas de estas ideas han sido desarrolladas en el libro Imbunches de la dictadura. El fundamento sádico de la dominación neoliberal (Metales Pesados, 2023).

