Amanecer
Sólo hace falta que nos levantemos para olvidarlo. Es sencillo. Parece fácil. De hecho, lo hacemos todos los días. Pero algo nos detiene. Aunque sea por un segundo, algo nos detiene, apelando a nuestra facultad de retención. No se trata del cansancio, totalmente real, con que somos consumidos por la bestial dinámica de un capitalismo cada vez más acelerado. Por cierto, tampoco se trata de aquel goce sensualista al cual, cuando la marea amaina, abrimos la puerta: no hablamos del silencioso erotismo matinal, sino desde él. Se trata de un lugar mágico, suspendido interludio entre el sueño y la vigilia, pero siempre capaz de expresar su superávit de sentido en comparación con el espacio físico sobre el cual se abre tal experiencia. Así, pareciera que por medio de sensualidad contenida en un único acto ha de desplegarse el recuerdo de un universo otro, universo cuya legalidad resulta tan inexorable como incuestionablemente cierta, tan opaca como gozosa: en el acto de demorar-nos entre las sábanas, palpamos la lisura y rugosidad de éstas, escuchamos cómo el decadente ronquido va quedando atrás y recibimos la ingrávida presión del colchón contra nuestro cuerpo, a la manera de un molde perfecto y, pese a ello, siempre antagónico con respecto a nuestra carne. Todos estos parecen ser gestos que insinúan un prisma de sensibilidad dispuesto a dejarse afectar por minucias, como si ingresáramos en un microcosmos incoincidente con nuestra vivencias cotidianas ni, tampoco, con esta extraña experiencia, con esta suerte de proto-experiencia, donde, a contracorriente del tiempo del capital, hemos de morar en la demora matutita. Dicho ingreso demoroso lo hacemos en virtud del sueño recientemente concluido, el cual, inevitablemente dispuesto al olvido, nos empeñamos en retener, aunque sea en forma de última fragancia. Hablamos, en fin, del postrero eco de lo soñado resonando en quien apenas despierta, es decir, hablamos de estelas de sueño que nos llaman a seguir soñando, pero no por evasión de la vida, sino, al contrario, por excesivo amor a ésta: por deseo de seguir habitando el sueño que se nos va, tal vez, para siempre. Es la experiencia de la pérdida, de la irrevocable pérdida de algo íntimamente nuestro, de algo a lo cual nos hallamos implicados profundamente, pero que, a la vez, nunca tuvo por origen nuestra propia voluntad, lucidez o identidad. El sueño no es obra nuestra.
Quizás el eco del yo sólo ha de encontrarse en la medida que se decida ignorar el objeto que motiva la búsqueda, esto es, en la asunción de dejar pasar el anhelo de apropiación del yo. El proceso de elaboración narrativa que caracteriza al psicoanálisis ilustra dicha búsqueda donde el objeto motivante, desde un comienzo y hasta el final, ha de quedar extraviado y sustituido por una indesmontable capa de símbolos. Así, por ejemplo, cuando decimos al amigo, “ayúdame a buscar x” en verdad estamos presuponiendo que el buscará “x” sabiendo que la finalidad consiste no sólo en buscarla, sino en encontrarla. Es decir, habría una suerte de lógica del éxito, una teleología de la consumación efectiva, que motivaría toda búsqueda de algo, de un “x” cuyo encuentro ya figura como previsualizado de antemano. Por ende, la inutilidad especulativa, el ocio reflexivo y sensualista que llevamos a cabo a partir de los últimos estertores del sueño, incluso estando apresurados por la culpa inherente a la urgencia con que se manifiesta el tiempo del capital (y cuyo gasto, gasto de tiempo conllevará consecuencias perjudiciales en las condiciones materiales de nuestra existencia), han de expresar el arte de un pensar sintiente, no teorético ni hipotético, cuya motivación de búsqueda, desprovista de la desesperación que asola a la labor de encontrar el objeto buscado (“x”), se ha de entregar al extravío erótico y exploratorio de la búsqueda misma. Así, en la medida que se desentiende del obsesivo afán de hallar “x”, el yo se entrega a la aventura elaborativa de sí, gracias a una inquieta distensión temporal que lo introduce en un universo afectivo y fanstasmático. Dicho universo, en efecto, ha sido creado onírica e involuntariamente por el yo, pero no en cuanto obra que proyecte la misma subjetividad del yo en un producto terminado, sino en yo que ha de tener que ganarse, precisamente, a partir de su aventura, de su extravío. Ahora, al empezar el día y antes de abrir las cortinas, quien recuerda lo soñado aún permanece absorto en aquel universo paralelo, ese universo suyo en cuanto otro, rebosante de pasión tras sus ojos de ausencia. En fin, quien demora en recordar su sueño durante el amanecer, ha de descubrir que en su extravío se encuentra -cuán hallazgo primaveral- el tesoro no-buscado.
Sin embargo, a tal descubrimiento también lo asedia una fatalidad. El placentero extravío elaborativo de quien despierta saboreando el elixir o el tormento de lo soñado, pese a toda su distensión temporal y expresión narrativa, ha de devenir un paréntesis ominoso. Así, a diferencia del hipnotismo con que nos impele la vigilia, el cual perpetúa la estabilidad de su propia mismidad, el recuerdo del sueño yace condenado a su disolución. Tal vez sea el precio a pagar, la cuota de angustia o melancolía con que la realidad toma revancha de nosotros por haberla despreciado, por seguir deseando habitar el sueño que hemos soñado. Como si ahora, ya despiertos pero todavía obstinados en seguir soñando aquel sueño, sólo pudiéramos tematizarlo poniéndolo a la luz de una región acotada: sabiéndolo ya no sueño, sino recuerdo, imágenes simbólicas y afectivas, eco de sueño o ráfagas de pesadilla destinadas al olvido.
Y allí, cuando el sueño rehabitado nos amenaza con escurrirse entre los dedos, entonces recién hemos de levantarnos. Porque la vida, desde Adán y hasta el fin de los tiempos, parece ir en libre caída.
Retención, pérdida y materia imaginal
Nuestra imposibilidad para retener lo soñado representaría un indicio a favor de una concepción dualista y trágica de la relación entre las dimensiones onírica y la vigilia: ambas dimensiones mantendrían una relación de separación negativa entre sí, la cual, si bien presentaría elementos de continuidad, esto sólo se darían a partir de una ruptura entre tales dimensiones. De ahí que, según esta concepción, la omnipresencia del símbolo onírico, en cuanto remitente a un evento real, sea la norma. Tal escisión dualista, por cierto, habrá de asentarse en la efectiva ejecución de la consciencia y de la voluntad como criterio dirimente acerca de la determinación de los órdenes onírico y real. Paralelamente, esta fractura dualista, y presuntamente originaria, se hallaría marcada por la tonalidad anímica de la angustia, en cuanto herida insuturable que, en pleno corazón del sujeto, instala la excéntrica amenaza de des-subjetivarlo. Entonces, desde este prisma, apreciamos el sueño meditado al amanecer atravesado por la irremediable figura del olvido y el asedio de la fugacidad, lo cual nos hace valorar la vivencia embargada por el temple anímico de la angustia. ¿Por qué? Porque en la medida que el recuerdo de lo soñado avanza hacia su disolución, lo vivenciamos como un robo de símbolos, como la usurpación de una incógnita cuyo sentido latente no alcanzamos a revelar. De ahí que, movidos por un narcisismo de apropiación identitario, nos angustiemos ante la huída de un sueño antes de forzarlo a decir aquello que le hicimos prometer: hemos perdido la oportunidad de develar ante nuestros ojos un pilar fundamental del yo; ahora yacemos desgarrados. Lo que más angustia al sujeto consiste en haber dejado partir la ocasión de desentrañar su propio enigma. Por ende, en la vivencia de olvidar lo soñado la angustia se manifiesta en calidad de correlato afectivo, acompañando al desgarro de la subjetividad. Desgarro del sujeto, dolor ante la irrevocable pérdida de una parte de sí, parte cuyo sentido, sin nunca haberlo aquilatado, el sujeto piensa que siempre le ha pertenecido. De este modo, asistimos a una experiencia de pérdida, al intento de desalojo de todo un universo imaginal que, por desgracia narcisista, ahora ha de parecernos efímero y secuestrado por el convulso tiempo del capital. Experiencia, una vez más, de caída en el abismo de un tiempo fugaz, donde las imágenes se terminan por desdibujar al ritmo de una existencia en acelerado declive.
La contracara de este olvido que aqueja a nuestras pesadillas y placeres nocturnos, se halla definida por la irrefutable facticidad que nos atormenta día a día: nos adentramos en la mismidad de la vigilia porque, mañana tras mañana, somos presa, al tiempo que reproducimos, la mecánica de un unívoco fracaso. Así, tras incorporarnos, mientras las plantas de nuestros pies, aún vacilantes, buscan asentarse al piso siempre frío de la habitación, no sólo aceptamos tácitamente el hecho de perder lo soñado, resignándonos a ya no poder indagar en la pesadilla recién concluida, sino también aceptamos la trágica urgencia de la existencia que nos ha arrebatado la posibilidad de realizar la propia experiencia del olvido. La sobredosis de estímulos que cotidianamente satura nuestra atención (una atención sin conciencia), arrebatándonos, incluso, la posibilidad de dar olvido. Empujados de la cama por el ajetreo que dicta el capital, olvidamos que hemos olvidado. De ahí en más, durante todo el día -y a veces durante toda una vida-, el olvido de lo soñado también suele ser olvidado.
No obstante, también somos capaces de hospedar acontecimientos redentores. Así, cuando, de golpe, recordamos lo olvidado, acto seguido también recordamos, asombrados, que habíamos olvidado el olvido. Gracias a la certeza que nos ancla al recuerdo de lo olvidado, lo cual había llegado a eclipsar nuestra propia consciencia sobre la capacidad de olvido, accedemos a una dimensión tan imposible como incustionable: un lugar sin lugar donde la imaginación, la memoria y los sueños danzan una melodía capaz de contagiar de afecto y sentido a la inerte realidad. Como si, hiperbólicamente, la poética del Quijote fuera elevada al estatuto de una figura tropológica y categorial, las peripecias imaginales que conviven con los delirios del Hidalgo caballero, al igual que las nuestras, vienen a reparar el vacío existencial con que ha sido ahuecado el (sin)sentido de la realidad (nostalgia de realidad caballeresca, en el caso del Quijote; nostalgia de la autonomía moderna, en el nuestro). Porque la imaginación, los recuerdos y los sueños, día a día y logrando sobreponerse a todo cansancio, no dejan de irrigar su aura imaginal bajo los grisáceos molinos de esta realidad capitalista, tecnológica, algorítmica.
Quizás, antes de considerar el enigmático sentido subyacente al contenido narrativo de los episodios soñados, lo cual siempre lo hacemos dominados por la ilusión de desentrañar una cifra o signo capaz de remitir a traumas, rasgos identitarios o estructuras psíquicas que, hablando en nuestro lugar, nos horrarían el trabajo elaborativo de (complejizarnos para) definirnos. habría que empezar por asumir la relevancia de la materialidad fantasmática, espectral, con la cual se forjan las formas desarrolladas en los sueños. Es decir, antes de buscar el sentido de la interpretación en los sucesos que habrán de ser interpretados, esto es, en el ejercicio de aplicación de una matriz epistémico-hermenéutica, bien valdría reconocer que desde siempre nos encontramos habitando y perforando, desplazándonos y tocando(nos) (en) el intenso o sutil espesor imaginal que yace adherido a las cosas, al punto de llegar a constituirlas a nivel de sentido y vinculación comprensiva. Las sábanas que acariciamos al alba de la jornada, guardan una caudal de imágenes, de sueños, de deseos, anhelos y recuerdos, de amores efectivamente vividos y de amantes insertados en fantasías inconfesables, de terrores cobijados durante noches de invierno y de tristezas reiteradas hasta la extenuación, hasta el advenimiento del sueño y su abandono. También, dichas sábanas serán capaces de arropar la inconstatable presencia de nuestro cuerpo desprovisto de todo aliento, cuando, desnudos, enfrentemos el gélido abrazo de la muerte; las sábanas acogerán la imagen de nuestro cuerpo inerte como fantasma de nosotros mismos. Debido a este cúmulo de imágenes afectivas – o sea, de razones imaginales-, el sueño, antes que precisar de una máquina hermenéutica cuya función consistiría en descifrar algo más allá del sueño y más acá de nosotros, se torna susceptible de ser interpretado porque él mismo demanda la exigencia de, al menos, una interpretación entre la infinitud que nos ofrece. Al igual que una inagotable fuente de inquietud, el sentido de los sueños no ha de buscarse en forma de clave preexistente y pasivamente dispuesta a ser descubierta; sino, más bien, ha de buscarse en el conatus de producción imaginal (de imaginación productiva) cuya propia naturaleza abre, invitándonos a transitar. Pues, no se trata de develar la significación oculta tras el sueño. Al contrario, su riqueza excesiva e inconmensurable reside en la perenne polifonía y superposición de sentidos imaginales que de él emana: flujos de elaboración narrativa, poética del pensar y producción imaginal (imaginación productiva).
El sueño sólo resulta susceptible de ser leído porque, de algún modo, desde siempre pertenece al mismo registro imaginal que la vida: aunque ya haya pasado, el sueño siempre se lee desde aquí, un punto de vigilia que, por lejos que esté del sueño, se sigue sosteniendo sobre un único sustrato compartido: un comunismo imaginal. La diferencia entre los dos ámbitos, por ende, no es de clase o esencia, sino de grado, o sea, de atmósferas e intensidades. Para decirlo en una palabra, se trata de una diferencia determinada por la vibración afectiva del pensamiento en asombro.
Ritornello: noche
¡Qué sensación más extraña y, al mismo tiempo, encantadora! Cuando, ya de noche, aproximamos lentamente a la cama para disponernos a descansar. volvemos a recordar, de golpe, el sueño de la madrugada anterior, aquel sueño cuyas resonancias nos hizo de-morar-nos en la mañana. Durante todo el día, no nos inquietó lo soñado, no hablamos a nadie de ello, ni recordamos que hubimos de regalar unos cuantos minutos de primera vigilia a habitar aquel sueño. Ahora, antes de ovillarnos en la cama, nuevamente, admiramos su estela. Junto al recuerdo de lo soñado, hemos recuperado el olvido que yacía olvidado.
Pero ¿de dónde provino ese recuerdo olvidado? ¿Qué milagro gatilló tal imposible emergencia? ¿Cuál azaroso encuentro de constelaciones ha detonado su inusitada resurrección?
Al modo de un evento evocativo, en virtud del cual se desencadena el acontecimiento de la memoria involuntaria, el conjunto de la habitación, la cama, las sábanas, los olores, han conservado en su espíritu los sucesos que nosotros habíamos olvidado. Pues, como nos enseña Proust, las cosas guardan en sí el aura de la mirada que las admira, cada vez, por vez primera.

