Tal vez ninguna palabra sea adecuada. ¿Adecuada para qué? Pues, para el proceso de conjunción entre el concepto y la realidad, el cual, a su vez, sólo puede darse en la experiencia. Tal vez no exista palabra precisa. Tal vez ninguna palabra sea nunca la única palabra adecuada.
¿Cómo?
Por ejemplo, cuando decimos “casa” nada tiene que ver el fonema “casa” con el espacio cerrado al cual volvemos a descansar día a día. Sin duda, la acción de referirse lingüística y representacionalmente a una casa, esto es, sin requerir la presencia de ella, no es de la misma naturaleza que la acción de vivenciar, en tiempo presente, la intimidad del hogar. Pero, tal cual lo hacemos casi naturalmente, debemos partir por intentar pensar de manera optimista: debemos partir por el uso que le damos a las palabras.
Podríamos decir que el fonema “casa” o, en este momento, el grafema “casa”, no son más que convenciones cuya operatividad siempre se encuentra al servicio de un concepto, más o menos inmutable y pre-comprensible de suyo. Así, la dimensión inteligible a la cual pertenecería dicho concepto poseería la virtud de contener una cierta esencia de aquel objeto al que, cada vez y desde la fugacidad que sacude al mundo, nos referimos como “casa”. Visto así, el concepto “casa” podría remitir a la función de aquel sustantivo: constituir una sustancia espacial o un lugar afectivo y reconocible, la cual es capaz de ampararnos, de cuidar nuestro sueño y de prestarnos descanso, incluso descanso de nosotrxs mismxs, noche tras noche. No importaría si la casa fuera baja o de tres pisos, si estuviese bajo el puente o sobre los faldeos cordilleranos, si tuviera una única habitación o infinitas recámaras y salas de espejos, la cuestión, al parecer, sería simplemente esta: que todas y cada una de las casas posibles, habrían de cumplir con la condición de satisfacer aquella nota esencial acerca de su función de habitabilidad. Entonces, cada vez que alguien dijera “casa”, pensaríamos necesariamente en un espacio físico cerrado con atmósfera de intimidad afectiva; un espacio habitado, es decir, devenido lugar emocional y existencial, donde encontramos descanso para nuestro cuerpo y calidez personal o familiar. Dicho en términos lógicos, cuando pensamos los conceptos de esa manera estamos recurriendo a un principio de extensión universal. Podemos conocer y -aún más relevante- concebir un objeto casa sólo y sólo si satisface la nota señalada anteriormente, esto es, aquella que la define como lugar cerrado de habitabilidad afectiva.
Pues bien, de ser este el caso, ¿en qué ha consistido el proceso de conformación del concepto “casa” a la luz del principio lógico de extensión? En esto: que las características comunes de todas las casas que hemos conocido, han sido extendidas -quizás legítimamente- a todas las casas habidas y por haber, habitadas, deshabitadas y por habitar desde un origen inmemorial y hasta más allá del tiempo, de una vez y para siempre, extensión lógico-conceptual que ha de operar en la eternidad. Pero, lo realmente inquietante, estriba en esto otro: que entre todas las características comunes a todas las casas que hemos conocido, seleccionamos apenas un pequeño número de ellas para elevarlas a la categoría de notas conceptuales, haciendo de los atributos, propiedades; haciendo de las notas, estructuras. Es decir, hemos llevado a cabo un trabajo de esencialización por abstracción. Hemos hecho de “esto que toca mi mano” una “imagen de una vez para siempre”. De ahí que en cada ocasión cuando la mano habite la casa, aquella estará no sólo tocando una imagen de otro objeto, sino, esa misma mano, también estará siendo alisada por la ingenua claridad de su propia imagen.
Con todo, debemos preguntarnos ahora: ¿Acaso sigue habiendo una relación de adecuación entre la casa que vela nuestros sueños y la eternidad de su concepto? O, más bien, ¿Acaso la adecuación no ha sufrido un colapso, un debilitamiento considerable, donde la relación entre realidad y concepto parece inconexa, como separada por un abismo cuyo nombre ignoramos y nos atrevemos a adivinar? Tal vez este sea el lugar del significado: mediación entre el signo y el concepto, pero cuyo destino, en cada gesto o palabra, nunca se encuentra asegurado. Las palabras que ya hemos dicho también exigen ser inventadas.
Ahora bien, el concepto “casa” es de índole empírico y, por ende, resiste modificación en cuanto a su contenido. No obstante, el modo en que generamos dicho concepto pertenece al ámbito formal. Esto quiere decir que, como en la mayoría de nuestros términos lingüísticos de raíz empírica, hemos realizado un proceso inductivo a priori. Nuestro entendimiento, sin saberlo él ni nosotros -valga la ironía-, forjaría el lenguaje desde un estrato donde se ausentan las palabras. Se trataría de una abstracción, tal vez inmemorial, de la cual nosotros también hemos quedado excluidos. Al menos en este asunto las enseñanzas de los empiristas británicos del siglo XVII (con Locke a la cabeza) cobran valor.
Pero, así y todo, nada tiene que ver el concepto “casa”, entendida a partir del lugar afectivo cuidado del sueño nocturno, con aquel mismo sueño nocturno. Las pesadillas más inquietantes son aquellas donde nos vemos extrañamente perdidos dentro de la propia casa. La familiaridad de la casa, así como la familiaridad con que usamos los conceptos lingüísticos, parecen ocultar una contracara extraña, cuyos gestos nos obligan a sospechar de la matriz sobre la cual descansaría aquella gramática del parentesco, de la comprensión y de la habitualidad.
Quizás por eso, cuando retorna a casa, el recientemente nacido lo hace balbuceando. Adentrándose en el pecho de su madre, palpando el anverso de ese vientre que lo acogió durante nueve meses, aún no sabe que la primera palabra que pronunciará a futuro habrá de hermanarse vagamente con el significado y el sentido de la palabra “casa”: balbuceará “Ma-má”.

