Aldo Bombardiere Castro / Tercera divagación en torno a la muerte: lo definitivo y la indecisión

Filosofía

Lo hemos dicho y lo sabemos. Ya lo hemos dicho y desde antes, desde siempre, lo sabemos. Se trata, eso sí, de un saber extraño, de un incontrastable e irrefutable único saber: el saber de muerte. En efecto, lo sabemos a ciencia cierta, sabemos que moriremos, con absoluta necesidad, e ignorando en qué consista, ignorando la esencia quiditativa de la muerte, sabemos que vamos a morir.

La muerte, así, resulta un objeto incognoscible dentro de los marcos teóricos de cualquier epistemología, ya sea desde la ingenua tiranía de los hechos enarbolada por el positivismo hasta, por contraparte, el intimismo ideativo de una consciencia constituyente, pilar inamovible de la fenomenología. En ambos casos, y en cualquier otra epistemología, el contenido de la muerte es inaccesible. Y, sin embargo, sabemos que su advenimiento es inminente e ineludible. Lo sabemos gracias a un tipo de certidumbre aún más radical que aquellas derivadas del principio de falsación que estructura a la región de la cientificidad: la vivencia de nuestra muerte no ha de ser sometida a comprobación alguna; más bien, se reafirma cada vez que lloramos a nuestros muertos, envueltos por un hálito cuyo aura declina entre la noche.

Sabemos que moriremos, aunque no podamos hablar de ello, aunque jamás llegue a constituir una experiencia susceptible de ser analizada. La vivencia de la muerte es silenciosa, como la disolución del cuerpo hermano que ella misma tiende, por la eternidad, bajo la hierba. De eso, de la muerte, o sea, de la imposibilidad de hablar desde la muerte, ya hemos hablado: sólo podemos hablar en torno a la muerte y desde su entorno.

No obstante, y quizás por su inaccesibilidad, la muerte ha de asediarnos permanenetemente. Es decir, así como nunca llegamos a habitar, en primera persona, el bostezo de su sombra, tampoco podemos dejar de pensar, a veces desesperada y angustiosamente, en ella: el asedio de esa muerte nunca experienciada, y sólo vivenciable en un instante destinado a ahogarse en la caducidad que desfonda el universo, vuelve una y otra vez a morar su demora al interior de nuestro pecho. La muerte no sólo exige ser pensada porque ella misma advendrá de manera inminente e incontrarrestable, sino también porque algo de su advenimiento ya se anuncia, ya se presenta o pre-presenta, esto es, se presentifica en la misma repetición que la piensa. Lejos de toda re-presentación de la muerte, su presentificación nos sacude como una presencia: un espectro radical, cuya naturaleza no se ha forjado a partir de la muerte, sino que él mismo ha de coincidir, cada vez, con el anuncio de nuestra muerte. Fantasma del fantasma, inconjurable fantasmalidad a la base de cualquier fantasma.

¿Cómo pensar, entonces, en torno a la muerte? Tal vez, antes que todo, imaginándola. Invocar a un pensamiento imaginal cuyo movimiento, en lugar de reproducir el acto de investigación y conocimiento acerca del mundo, consista en extender sus alas para sobrevolar, resistir y arrobarse ante el abismo que atraviesa mientras le atraviesa.

Lo definitivo

Efectivamente, si la certidumbre de nuestro saber-de-muerte viese rebajado su estatuto a lo meramente cognoscible, tornándose un juicio susceptible de ser afirmado o falseado por una estado de cosas exterior a él al cual habría que adecuarse o no, morir, entonces, ya no sería mi problema: pasaría a sumar a uno más entre otros muchos problemas. Pero la muerte es, como bien lo advirtió Camus, el problema por ser siempre mi problema.

No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. (…) (Camus, 1982, p.13)

Y tras unos párrafos agrega:

Es profundamente indiferente quien gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de que se la viva. Veo a otras que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una razón para morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la pregunta más apremiante. ¿Cómo contestarla? (Camus, 1982, p.14)

Responder a la muerte, es decir, tener que decidir si hemos o no de suicidarnos, lo hacemos día a día, tanto de manera tácita de manera como explícita. Y porque la pregunta por el suicidio, tal cual detectó Camus, interpela el valor de la vida es que ella no deja de responderse en cada acción llevada adelante, incluso aunque se haga de manera atemática. En esto se deja entrever el preludio de una cierta tragedia, con su angustiante carga de angustia que le es inherente: el suicidio obliga a la humanidad a reflexionar a propósito de si la vida vale o no la pena de ser vivida; sin para responder a la altura de dicha pregunta fundamental, la más seria y esencialmente filosófica de todas, se torna imperativo vivir. Y más aún: es imperativo vivir completamente, vivir absolutamente, con tal de responder de manera definitiva a la pregunta por lo definitivo, como si la muerte, lo definitivo, nos demandara una imposible definición.

Ahora bien, el juicio resultante de aquel problema enraizado al valor de la vida tiene un carácter definitivo, pero no ostensible. Al no encontrarse regido por criterios de falsación epistémica ni de contrastación empírica, el juicio pertenece a otro tipo de saber: al saber asociado a la dimensión de lo absoluto, pero siempre contaminado por el lugar de enunciación desde el cual se ejerce, esto es, por la contingencia de lo vital. Por lo tanto, no hablamos de un conocimiento dependiente de condiciones, sino de una suerte de saber: para quien advierte la profundidad de la muerte, todo, absolutamente todo, se halla en juego. Un juego cuyas reglas responden, exclusivamente, a la realización de una relativa experiencia de sí, pero enfocada en la inminente e incomunicable vivencia de futura pérdida de sí. En ese sentido, el valor de la vida no se corresponde con ninguna evaluación rigurosa o metódica, no se deriva de un cálculo detallado ni de una cualificación comparativa. En el pecho del suicida, la muerte ha cavado una fosa, ha impuesto una pregunta cuya profundidad, horadando el alma, reclama lo definitivo, una decisión definitiva. El juicio resultante, así, superando cualquier afán de conveniencia o procedimiento de evaluación, posee un estatuto absoluto: la totalidad de la vida dependerá de tal juicio afincado, más que en la voluntad del yo (emparentada con el movimiento del querer) o en la determinación de sí mismo (que esencialmente requiere a su contraparte determinada), en la definición de una decisión cuyo marco comprende al conjunto inabarcable de la existencia: definirse absolutamente frente al final implica anticipar una respuesta final. Y aunque no podamos contestar a la altura, la tragedia consiste en que habrá de contestar. ¿Quién responde ante la interrogación de lo absoluto? ¿Quién responde ante una absoluta e incognoscible interrogación, cuya emergencia, proveniente de la muerte, pone en jaque a la totalidad de la vida? No lo sabemos. No sabemos quién contesta frente aquello que nos excede. Y esta es una de las razones o sinrazones por la cual Kierkegaard concibió la idea de salto en cuanto la más radical de las respuestas: lo único que puede contestar por nosotros es la locura, la cobardía o el fantasma que nos ronda justo en el instante que antecede al salto.

No obstante, la potencia de lo definitivo que caracteriza a nuestra respuesta acerca del problema de la muerte, y que queda privilegiadamente expuesta en el caso del suicidio, expone un problema sutilmente distinto al anterior. Lo definitivo se diferencia notoriamente del juicio de determinación (en Kant, el juicio determinante), pues la decisión ante la muerte, en plena imbricación con la vida, se extiende sobre la existencia de manera absoluta, siendo imposible poder aplicarla, a modo de regla generadora de conceptos, sobre objetos particulares o fenómenos vitales delimitados y distintos a ella, a la manera de un acto de subsunción. En efecto, lejos de cualquier esquematismo, la potencia de lo definitivo con que nos interpela la muerte ha de irrumpir como si no sólo exigiera para sí misma la totalidad del sentido del mundo, sino como si ella misma fuese el sentido de un universo anclado en la existencia del sujeto. Si la respuesta ante el problema de la muerte reclama lo definitivo es porque ella encarna lo definitivo: ella es definitiva, incluso cada vez que decidimos vivir, tematicemos o no la pregunta. Ella, sin duda, se basta a sí misma. Ella, cuando comparece sin dudas, se basta a sí misma, dando lugar a un salto carente de retorno. No obstante, y como dijimos, antes que se suscite la posibilidad del salto de fe frente a lo definitivo, la respuesta frente a la pregunta abierta por la muerte sufre, se conflictúa y se demora, en la tensión de su indecisión.

¿Indecisión ante la muerte que uno mismo se habrá de dar o ante la cual desviaremos la mirada? ¿Indecisión contaminada de cobardía debido a que aún nos sentimos enraizados a la vida y a quienes nos sobrevivirán? O acaso, ¿indecisión motivada por un deseo de respuesta certera, atada a la obsesiva búsqueda de una razón irrefutable capaz de asegurar, no tanto que estamos en lo correcto a la hora de responder frente al suicidio y su problema, sino que haremos lo que hay que hacer, que haremos lo absoluta y necesariamente definitivo?

Indecisión

Unos segundos antes de responder definitivamente, habremos de enfrentar la indecisión acerca del significado de nuestra vida, así como de la vida que, pasando por nosotros, aún mantiene un resto de su vibración. He de sopesar aquello que fui, en función de lo que amé y amo, a partir de la nobleza y de la amistad, en aras de la belleza de un quedar, de un haber usado y de un contribuir al bien más general de todos. Entonces, somos arrastrados por los tormentosos vientos del mundo ético. Y así, cada vez que la muerte insinúa su inminencia, cada vez que nos cruza la corazonada del último encuentro con nuestro corazón, reparamos en el siguiente malestar. Si durante toda mi hemos estado seguro de haber vivido bien, seguros de haber participado en o sido agente de un buen vivir, entonces ahora, a un paso de lo definitivo y siendo conminado a definirnos, es esa misma experiencia abismal del porvenir de lo definitivo anunciado por el urgente advenimiento de la muerte, la que impone un estado previo, cuyo sentido consiste en la revisión: hemos de revisar el significado del conjunto de nuestra vida, el sedimento que, no por casualidad, aún nos acompaña desde el recuerdo. La revisión de la vida en vistas de lo definitivo abierto por esa muerte que apremia, representa una tragedia para la moral subjetiva: nos arroja a la infinitud de la significación.

¿Acaso fue y continúa siendo tan definitivamente noble ese acto de valentía que realicé aquel día? ¿Acaso ese acto de nobleza estuvo exento de efectuar sufrimiento, decepción, miseria o terror? ¿Puedo aseverar que viviría nuevamente todo lo vivido, con sus alegrías y rencores, con sus éxtasis e impensadas desgracias, con mi egoísmo contagiando a mis amores y a quienes me amaron sin ser correspondidos?

Lo que antes nos parecía seguro en nuestra existencia, cuando lo revisemos a la luz declinante con que apremia la muerte, no nos parecerá tan seguro. ¿Por qué? Porque el carácter de lo definitivo que bordea la muerte demanda, por sí mismo, un previo momento de indecisión: asistimos a la tragedia de la significación que busca el significado de lo absoluto, el significado definitivo, la imposible univocidad de los valores.

Hacia el final del documental biográfico, y eminentemente filosófico, titulado Por otra parte, Derrida (1999), de la cineasta y ensayista egipcia Safaa Fathy, Jaques Derrida reflexiona brevemente sobre la significación de la vida a la luz de la muerte. Bajo un cielo en creciente apertura que no termina por aclarar, mientras adapta su cuerpo a la azarosa informidad de unas rocas o ruinas inmemoriales enclavadas en el norte de África, y con un tono inquietante y amargo, aunque al mismo tiempo apasionado, Derrida deja entrever una cierta tragedia que asola a los instantes previos de la muerte. En efecto, cuando nos encontremos allí, al borde de la disolución, cuando nos encontremos llamados a significar el valor de nuestra vida, el sentido rescatable y capaz de sobrevivirnos tras nuestro paso por este universo, entonces, según Derrida, enfrentaremos una tragedia. ¿Cuál? La tragedia de la indecisión: tendremos que resignificar, concluyentemente, el significado de nuestra vida, sabiendo, sin embargo, que la significación no tiene fin y que siempre, hasta el agónico último momento, podremos arrepentirnos, reinterpretar y resignificar el sentido de nuestro más íntimos y relevantes eventos pasados. Y podemos sentirnos abatidos por descubrir que, donde siempre creímos que hacíamos un bien, en realidad, se desencadenó un soterrado mal.

He ahí, gracias a las palabras de Derrida, que nos sabremos enfrentados a la tragedia moral de la indecisión: la posibilidad de que nuestras acciones bondadosas, hasta ahora indesmentiblemente bondadosas, en verdad, no hayan sido así. Todo lo valioso, todo aquello que nos ha enorgullecido durante décadas, ese espíritu que nos ha hecho dignos de llegar a converger con esta agonía, el sereno tono que generamos a la hora de aconsejar a nuestros hijos, las palabras que se dicen o no se dicen en ese instante de transparencia donde el éxtasis de nuestros cuerpos comparte la miel con otros cuerpos; todo eso que constituye materialmente nuestra bondad, nuestra certeza de bien, todo eso que creemos valioso, que ha valido la pena de ser vivido, ahora, ha de ser sometido a una última revisión.

Entonces dudamos acerca de la nobleza de algunas pocas acciones que, contra todo pronóstico, fuimos capaces de realizar; sospechamos acerca de las posibles secuelas derivadas de esa ligera belleza de rodillas cabalgantes con que compartimos con nuestros hijos; volvemos a sentimos culpables, nos des-perdonamos por no llegar a amar a esas mujeres tristes que no han dejado de amarnos; volvemos a culpar, des-perdonamos a los amigos que nunca nos amaron lo suficiente como para hablar de amor. Todo el fulgor o la cálida melancolía, todas esas bondadosas caricias de los recuerdos, aquel mar de emociones que siempre ha sido atesorado como incuestionablemente cierto, allí, al borde del umbral, corre un riesgo inexorable: pudieron haber sido el germen del mal, la maldición que desembocó en una catástrofe. Y eso, de cara a lo definitivo, es insoportable. Porque si el cristianismo nos acuna con la supuesta Gracia del sacramento de la extremaunción, es decir, con la posibilidad de llegar a arrepentirnos de cualquier pecado, diciéndolo al oído de un Dios salvífico, en cuyo jardín guarda un lugar para nosotros; la tragedia de la indecisión, en sentido inverso a la del pecado, no zanja la vida en un veredicto, sino que mantiene la incertidumbre suspendida por la eternidad. El significado de nuestras acciones bondadosas, en verdad, pudo haber dado a luz a la peor de las oscuridades, a la doliente desesperación que siguen irradiando tales mujeres que nos amaron sin ser amadas; o a los soterrados traumas que cabalgamos en las rodillas de nuestros padres y de los cuales hemos hecho herederos a nuestros hijos. La incertidumbre acerca de la real significación de nuestra bondad constituye a la tragedia de la indecisión, esto es, la tragedia de una lucha final y definitiva: la de que todo lo bueno del bosque haya amparado una insospechada e irrefrenable semilla de mal, capaz de hacer arder la totalidad de ese mismo bosque.

Poros

La indecisión que anticipa lo definitivo viene exigida por dicho definitivo, siendo una dimensión integrante de éste. La tragedia reside en que, para estar seguros acerca de la significación de nuestra vida revisada a partir de ese llamado de la muerte, hemos de responder siempre desde la indecisión. El suicidio mira a los ojos a lo definitivo que tal muerte porta, pero, al mismo tiempo, logra balbucear su respuesta bajo el peso de una fuerza inexorable que lo presiona a definirse. Y la definición ante lo definitivo de la muerte no es más que una respuesta marcada por la valoración de la vida, aunque lo definitivo, en el fondo, no dependa de tal respuesta, sino al revés: lo definitivo de la muerte abre (como anteriormente vimos en el caso de Ivan Ilich, la novela de Tolstoi) la posibilidad de revisión y la resignificación, tanto para el consuelo de la tranquilidad, como en el caso del cristianismo; tanto para la emergencia de la angustia, como en el caso del suicidio. Porque justamente ahí, donde más decisión se requiere, somos arrastrado por la indecisión: cuando hemos de enfrentar lo definitivo, nuestra respuesta la realizamos desde una insuperable indecisión. Así, nuestra respuesta conllevará, irremediablemente, la ceguera del salto.

Por último, pensar la muerte implica no sólo sentir su advenimiento entre los párpados vencidos de nuestros muertos, sino también anticipar aquello que no tiene porvenir tras su llegada: pensar la muerte significa decidir pensar sobre la imposibilidad de decidir, y siempre a un paso de lo definitivo. Por ende, decidir pensar la muerte consiste en pensar lo indecidible y, al mismo tiempo, en pensar indecisamente: divagar una imaginación inagotable, equívoca, errática y errante, mientras nos abismamos a la sombría luz de lo definitivo.

Así, al borde de la muerte nada es definitivo, excepto ella. Aquí descansa la tragedia hermenéutica de la moral: así como siempre contamos con la posibilidad de arrepentirnos de nuestros pecados, incluso hasta el último minuto, toda acción que hayamos realizado puede ver metamorfoseada su significación hasta lo infinito. Nada de lo que hemos vivido ostenta una significación intrínseca e invariable. Nada es definitivo, sólo la muerte. La tragedia instala un peso, una culpa, una deuda: como si se tratara del peor de los presagios, de un fútil tormento, el asedio de la indecisión insinúa la intensificación de la tragedia: hacer de la indecisión lo definitivo. Sin embargo, debido a que de la muerte no se puede hablar, tal ominosa posibilidad no puede dejar de pertenecer al terreno de la especulación.

Ahora bien, si Dios ha muerto, porque nosotros lo hemos asesinado, ya nadie es capaz salvarnos de la tragedia. No habría salida. La aporía filosófica entre lo definitivo y la indecisión, entre la moral y la hermenéutica, cuenta con su correlato existencial en la tragedia de una agonía que sólo se zanja abruptamente (sin ser superada) con la muerte. No hay salida. En nuestro caso, la anagnóresis, esa exposición de la verdad correspondiente a la resolución del nudo dramático de la tragedia, muestra su verdad trágica ya no únicamente dentro del círculo acotado de la representación, sino que desborda escenario donde se monta la tragedia. Así, la catarsis consecuente a tal anagnóresis únicamente podría ser concebida en cuanto sublimación estética de tal inhóspita verdad totalizadora de la existencia. En ese instante, bajo las narices de la muerte, la tragedia de la indecisión se jacta de colonizar la existencia, justo al borde de lo definitivo, justo hacia el final de la vida. No hay salida.

*

– ¿No hay salida?

– No. En la tragedia, la indecisión es lo definitivo.

– Pero, ¿cómo se titula esta tragedia, esta única y eterna tragedia?

– Nadie lo sabe. Ha sido dada por los dioses a los hombres, en los más oscuros sueños.

– Pero, ¡oh, mi caro amigo! Si la tragedia no tiene nombre es porque ha de abrazar el sueño de los dioses soñado por la moral de los hombres. La tragedia sí tiene nombre: se llama, primordialmente, subjetividad. Y pronto, sin resultar aniquilada, estará abolida. Entonces a la muerte, como hoy a la tragedia de la subjetividad, la habremos asesinado.

Referencias

Camus, Albert (1982): El mito de Sísifo. Editorial Losada: Buenos Aires, Argentina.

Fathy, Safaa (1999): Por otra parte, Jacques Derrida. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=2dFM1OO315k

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