Sobre La mirada disyecta de raúl rodríguez freire, Santiago de Chile: Mimesis, 2024.
El más reciente libro de raúl rodríguez freire ejemplifica la manera en que, desde la reflexión y la creación, en América Latina se siguen desarrollando nuevas formas y modos del ensayo. La mirada disyecta. Corpoficción es una obra que trata de responder a la extraordinaria movilidad que el género de Montaigne ha empezado a tener en contextos que parecerían distantes de la literatura. Y también, da ocasión para discutir el punto que han alcanzado los cruces entre edición, imagen y ensayo.
Ahora bien, antes de discutir los perfiles ensayísticos que se insinúan en este libro, valdría la pena referirse a la relación entre mirada y ficción que se plantea desde el primer capítulo, un texto “redondo” sobre La invención de Morel, la célebre novela de Adolfo Bioy Casares. En este capítulo, rodríguez freire se ocupa de algo más bien desatendido: el modo en que la novela Bioy hace suyas algunas preguntas cruciales sobre la mirada. Desde el prólogo de Borges hasta el libro aquí reseñado, pasando por el ensayo de Blanchot y la película de Resnais, podemos darnos de cuenta de un tema que ha permanecido, hasta cierto punto, en la sombra: que la novela de Bioy es una ficción sobre el mirar. Esto, como se sabe, ya estaba en el referente fundamental de la novela: El castillo de los Cárpatos, una novela de Verne publicada en 1892 que reelabora una larga tradición que se remonta hasta el mito de Pigmalión. O, incluso, hasta el mito de Pandora, que recientemente ha sido reelaborado por películas como Her de Spike Jonze y, un poco antes, por novelas como La ciudad ausente de Ricardo Piglia. Este mito no es otro que el de la mujer imaginaria, proyección de un hombre.
El ensayo sobre Adolfo Bioy Casares y La invención de Morel que abre La mirada disyecta es como una suerte de preludio para el desarrollo singular que vemos en el libro, ya no solo desde el punto de vista temático, sino a partir de las concreciones del hecho visual. De hecho, a la pregunta por la mirada masculina que se propone en este primer ensayo el libro responde con textos que tienen sobre todo citas de, y referencias a, autoras, escritoras, ensayistas, teóricas, que de alguna manera “devuelven la mirada”.
Ya en el resto de La mirada disyecta, lo visual y la imagen dejan de ser un tema y pasan a ser, para decirlo en palabras de Lukács, un principio de destino, encarnado en decisiones formales vinculadas con la reflexividad de la imagen y la gestualidad editorial. Así, no resulta gratuito que, en un principio y de hecho casi hasta el final, una de las referencias invocadas por el autor sea la de John Berger, el célebre autor de Modos de ver, aquel proyecto, entre libro y serie documental televisiva que integra, con El arte nuevo de hacer libros de Ulises Carrión y Sociedades Americanas de Simón Rodríguez, una familia de pensamiento y creación. La mirada disyecta se pregunta por la imagen y responde con las opciones que ofrece la misma imagen, aprovechando los diferentes recursos compositivos ofrecidos por la lógica de la composición editorial.
Después de Bioy y su historia sobre el fáustico Morel, es decir, a partir de la segunda sección, el libro se resuelve principalmente en una serie de instantáneas ensayísticas al estilo de los libros de recuerdos de Walter Benjamin y nos remiten a procedimientos caros a la tradición de escritura imaginativo-argumentativa de la vanguardia, y más atrás. Collage, montaje, ensamble llevan al territorio auto figural del ensayo a un experimento de edición acabado y singular. Estamos, a lo mejor, ante lo que recientemente se ha llamado “ensayo visual” y a lo que en palabras del mismo rodríguez freire se conoce como “la edición en tanto ensayo”.
Junto con el principio acumulativo benjaminiano, vemos manifestarse también, de maneras inesperadas, el ethos subjetivista de Montaigne, que aparece en otras decisiones formales y materiales. Como en los ensayos de 1580, el ensayista es, de alguna manera, uno con su libro. No en vano el epígrafe del libro conecta con la idea de un cuerpo que ensaya, el cuerpo de un ensayista que se expone, pero evadiendo los tópicos de la autoficción. El individuo concreto y su vivencia son, si se quiere, metonimia de lo humano, y en esto marchan de conformidad los cultores y cultoras del ensayo con sus libros.
De entrada, las decisiones compositivas consiguen un efecto especial de extrañeza para la mirada normalizada, pues leer es, sobre todo, mirar y quizás mirar de manera “no normal”. Y es este extrañamiento el que informa las decisiones estéticas principales de la obra, que recurren con efectividad a analogías entre leer y mirar, entre ensayar y recordar, entre narrar y mostrar. Los argumentos son, de esta manera, no solo verbales, sino también visuales y, por qué no, editoriales. El libro aparece como un artefacto que piensa y con el que se piensa.
A partir de la idea de ars disyecta, tomada de Alejandra Castillo, el autor, que se convierte en “r”, pasa a vincularse con una tradición que lleva al territorio del diseño editorial aquella búsqueda experimental del ensayo tan bien caracterizada por Max Bense, pero que existe, según recuerda Peter Burke, desde el mismo Galileo. Este experimentalismo no es solo estético, conviene recordarlo, pues involucra imperativos pragmáticos. El ensayo, que es la afirmación literaria por excelencia de un gesto vital, se hace preguntas por la vida (la propia y la de los demás) y nos lleva algo que desde Montaigne es más o menos claro: la dimensión corporal, somática, del sondeo ensayístico. Se entiende por qué entonces el subtítulo de “corpoficción” elegido para el libro, el cual, impuesto a los múltiples problemas de la mirada, termina recordando, por ejemplo, la decisión de Paul B. Preciado hace algunos años de dar el nombre de “ensayo corporal” a su Testo yonqui.
Las reflexiones sobre la enfermedad, sobre la base corporal del pensar y el mirar, los detalles humorísticos y auto irónicos, así como las anécdotas, permiten a La mirada disyecta adentrarse en un contrapunto muy interesante entre la propia historia de vida y el análisis de conceptos de la crítica, la literatura, el saber médico, la arquitectura, el urbanismo, la pintura o la filosofía. El mismo ensayo se vuelve escenario de generación y encadenamiento conceptual.
Tal juego nos permite acompañar la historia de r y la historia de Chile, en solidaridades que, a medida que afloran, se vuelven reveladoras. Este recorrido multilateral que conduce a una suerte de anagnórisis personal, cercana a géneros como la novela de formación, se conecta sobre todo con el desdoblamiento humanista del ensayo, que ve en toda vida, no importa que tan banal o baja sea, entera, la humana condición. La actualidad del ensayo y del ensayista es la de la propia imaginación, en su periplo de autodescubrimiento. El ensayista se encuentra a sí mismo en su historia de niñez y en la historia de otras y otros que tienen cosas semejantes para decir. El ensayo se vuelve, de esta manera, un espacio de intersección para vidas de escritores y lectores que felizmente triunfan, como comunidad, sobre su destino perecedero. Esta aproximación nos lleva una suerte de “somateca literaria”, si es que pudiera usarse el término, que recuerda las consideraciones de Montaigne, por ejemplo, sobre su propia salud renal, sobre su estatura, sobre los músculos pectorales de su padre, sobre el tamaño de los pulgares o sobre los diversos padecimientos en diferentes edades de la vida.
Otra cosa para señalar es algo aventurado por Antoine Compagnon: la dinámica emblemática que hay en las citas, lo que pone el arte de ensamblar fragmentos ajenos en la misma órbita del montaje, el collage y el remoto arte medieval de la memoria, en el que, en suma, las ideas son cosas, artefactos del pensar. La mirada disyecta es, a la vez, una lectura en la que el viejo arte de encontrar fragmentos ajenos llega a una especie de plenitud editorial, pues a la vez que se literaliza la dimensión visivo-material de lo citado se enarbola el poder de sedición que, desde las márgenes, ejercen los efectos paratextuales. No importa, incluso, que la cita se acentúe haciéndola materialmente menos nítida e, incluso, ilegible.
Es allí, en la cita hecha con finalidad estética, donde encontramos una conexión entre escritura ensayística y mirada disyecta, puesto que, parafraseando al mismo r, el ensayo ofrece contramiradas, modi res considerandi que, por su misma condición somática, se hacen social y políticamente necesarios. Así que la noción de mirada termina siendo múltiple, pues abarca el ejercicio perceptivo, pero también el modo en que la mirada es símbolo de apropiación de lo existente. Si seguimos a Hans Belting en su idea de que los retratos representan cuerpos, pero simbolizan personas, tenemos en La mirada disyecta un ejercicio de apertura donde lo visual revela significaciones que pasarían desapercibidas para una lectura solo centrada en lo verbal. El ensayo exhibe, de esta manera, su propio conjunto de “alteridades vecinales”, para usar la bella expresión de Evando Nascimento.
En su viaje de la infancia al presente reciente, mientras evoca lo que pasó con sus ojos y se refiere a las agresiones oculares que se vivieron en los estallidos sociales de Chile y Colombia, es difícil dejar de pensar en la idea de que el ensayista se hace a sí mismo un espacio de crítica, una vieja idea en la que coincidieron poéticas del género como las de Ortega y Lukács, Virginia Woolf y Max Bense. Algo que extrañamente pone a la subjetividad en un lugar recesivo. Es como si, en la historia narrada del ensayista, pudiéramos ver la plenitud de la misma mediación histórica, una idea que para Adorno se traduce en el hecho de que en el ensayo nunca, o casi nunca, historia y verdad personal se contradicen.
Se podría decir mucho más en esta dirección, pero me gustaría subrayar la importancia cultural que para América Latina tiene el hecho de que se produzcan libros para mirar, que es lo que el autor ha hecho en su periplo editorial en compañía de Mariluz Estupiñán en la editorial Mímesis. Entre otras cosas, resulta muy interesante el que podamos hacernos conscientes de la coincidencia que hay entre estatura, mirada y amistad cuando se piensa en el adjetivo “ciclópeo”, aplicado al ethos del ensayo. Podríamos pensar que, entre los muchos mitos invocados para hablar del género de Montaigne, el centauro, Proteo, sagitario, Frankenstein, r ha dado memorablemente con una nueva criatura: el cíclope.
Podríamos ahondar un poco en cómo el autor retoma la gestualidad tipográfica, en una tradición que va, como ya se dijo, de Simón Rodríguez a Ulises Carrión y Kenneth Goldsmith para activar una pregunta ensayístico-editorial por la mirada. Parafraseando a Piglia, podría decirse que r convierte las dificultades perceptivas del acto de lectura en tema de la escritura, del ensayo y de la misma composición editorial. Incluso, podría decirse que la mayor osadía en La mirada disyecta es llevar, por vía del extrañamiento, las dificultades perceptivas del autor a al terreno perceptivo de la lectura como hecho social. No ver “bien” se vuelve, ya no una limitación, sino una oportunidad. El ensayo visual no es transparencia, es opacidad generadora. El ensayista, literal y dramáticamente, nos lleva a leer como él lee. El ensayista es un compañero, no una figura de autoridad.
Así que descubrir en este libro que r fue de niño un artista postal, porque eso es lo que se deduce de su entrañable historia con las estampillas y la creación de su primera biblioteca, viene en auxilio de aquella idea del ensayista como anotador y coleccionista, y acaso como amanuense y mensajero, esto es, como alguien que, en palabras de George Steiner, siempre lee “con un lápiz en la mano”. Alguien que, añadamos, cierra un ojo para enfocar con el otro la margen de donde brota una nueva idea en el apunte que se le acaba de ocurrir y que es el brote de un ensayo potencial.
Y ya que de lápiz y materialidades hablamos, podemos referirnos a otra cosa que “salta a la vista”. Es el hecho de que de manera permanente aparecen marcas de presentificación. No solo por esa exaltación del leer/ver como hecho siempre actual, sino por su invocación de las bases materiales de todo hecho de cultura. El ensayo es performance del pensamiento, performance de la escritura y, como dice Boris Groys, performance de estar vivo, no al modo narcisista de Instagram o Twitter, sino al modo de quien presenta su creación como una prueba de que ha estado en el mundo y ha vivido intensamente. La mirada disyecta cuenta su propia incubación, su propio desarrollo, cómo nació en el escenario docente, algo muy importante en la tradición ensayística que va de Rodríguez a Rodó, de Henríquez Ureña y González Prada a Borges y Piglia.
Esta conexión entre magisterio y ensayo es muy interesante, pues el libro viene a ser para la amplia comunidad de lectores que aspira conquistar, una suerte de seminario avanzado sobre mirada, política y ficción. De hecho, el libro no oculta ese escenario de diálogo intergeneracional, que está entre la composición inspirada por el magisterio y los lectores futuros del texto, aquellos que, de alguna manera, con sus preguntas, comentarios y sugerencias, están ya incluidos en la prefiguración del ensayar.
Para terminar, valdría la pena tocar algo que llama la atención, entre otras cosas porque ha empezado a tener un lugar muy importante en él ensayismo contemporáneo. Tiene que ver con la posibilidad del ensayo como mediador de la ciencia y la tecnología, el hecho de divulgar, no en el sentido negativo del término que tanto molestaba a Adorno, sino, más bien, en el sentido de quien tiene simpatía por la ya pensado, lo que ya tiene forma, para volver a recordar a Lukács. En La mirada disyecta, los datos “duros”, las nociones, los conceptos y las categorías provenientes de diferentes disciplinas, que sea han recolectado en un ejercicio de autodescubrimiento paciente y amoroso, se activan políticamente.
Este empoderamiento de la imaginación sobre la razón, esta lucha contra la conversión de las evidencias de la vida en conceptos petrificados, se convierte en oportunidades. Como recuerda Peter Burke, en italiano y alemán palabras como saggio, usada por Galileo en su libro Il saggiatore de 1628, y Versuch, usada por Jakob Burckhardt como subtítulo a su libro sobre el Renacimiento italiano de 1860, están atravesadas por el genuino espíritu de curiosidad que pone a disposición de los demás lo que la ciencia ha hallado. Este volver a la infancia cognoscente que piensa en la vida adulta de todos es por eso, y desde ya, una de las cosas que seguramente más se van a recordar de un libro como La mirada disyecta.
La curiosidad y el entusiasmo son importantes, entre otras cosas, porque permiten entender las posibilidades políticas de un discurso que, como el ensayístico, puede ejercer mediación en torno a saberes que usualmente se destinan al control y a la opresión. Es en este contexto donde la virtud del ensayismo se opone a los discursos de la aptitud, el éxito y la suficiencia a los que casi nunca escapa lo tratadístico. El autoritarismo académico casi siempre encubre una docilidad ante el poder de turno, mientras que el ensayo confisca los recursos de la demostración para el uso de la emancipación. El ensayo socializa lo que, de otra manera, se privatiza para las finalidades del control.
En cierta medida, la analogía entre ensayo y tratado y entre mirada clínica y mirada disyecta está servida. Es en este punto donde se puede valorar la manera en que el texto participa de una serie de cambios en las humanidades, donde hay cada vez más interés en actividades que, como la del ensayo, persiguen el aumento de la vida. Seguramente, esta aparición de nuevas formas de responsabilidad, siempre afines a la crítica, termina por afirmarse más allá del espacio académico. Debemos, entonces, agradecer a r por ensayar de nuevo y por “hacer ver” de otra manera el porvenir de lenguaje, los libros y la ficción.
Efrén Giraldo, Universidad Eafit, Colombia

