Decir “no” nada tiene que ver con negar algo, un “x”, de manera tajante y absoluta; tan tajante que lo aniquiles. Lejos de la connotación destructiva o limitante que habitualmente le atribuimos a la negación, el acto de negar se vincula, previamente a sí mismo, con una positividad material que da lugar a la consecuente negación: aquello que será negado preexiste (y también subsistirá) al “no” que lo excluye. La negación, por ende, reside y detona en el reino de lo a posteriori: siempre constituye una reacción. Por ende, el “no” de la negación se distancia esencialmente de lo inconcebible, de lo impensable y de lo inefable. La negación, por lo mismo, no sólo cuenta con un estatuto derivado, secundario y reactivo; también, su naturaleza difiere sustancialmente del nihilismo. Sólo somos capaces de hablar de “x” en la medida que a ésta la dotamos de un mínimo grado de existencia, exista contra la cual la negación encuentra su propio fracaso: la misma prexistencia y persistencia existencial de lo negado por la negación trasluce el sentido pre-originario de todo lo existente.
En efecto, negar algo, en primerísima instancia e invariablemente, significa asumirlo; y, sólo acto seguido, negarlo. Tras un parpadeo imperceptible y engañoso, tras un pianissimo de la experiencia (parpadeo y pianissimo que solemos desterrar a aquella región de efímeros olvidos olvidados, donde se tiende a ahogar la posibilidad de sentido de cualquier sutileza), la negación le dice “no” a algo, a un “x”, que previamente habíamos etiquetado bajo el signo tácito de un “sí” aceptado. Negar, por consiguiente, no significa condenar a la nada, sino aceptar la originariedad de un peculiar y originario modo de afirmación del mundo, de un tipo de habitar estructural cifrado en el “sí”. Un “sí” que antecede a la afirmación explícita, un sí tácito: un “Como si”; como si hubiéramos dicho “sí” antes de existir, en un siempre diferido arrojo a nuestra propia vida. Este “como si”, desde siempre pre-habitado y precomprendido, no requiere de validación lógica, pues, antecediendo el examen del juicio, de su falsedad o su veracidad resultante, ya lo vivimos en calidad de verosímil: como si fuera verdadero. Tal “como si” da paso a la posibilidad de la negación: él, en su veracidad peculiar, es la condición necesaria para que el signo de la negación pueda materializarse: es lo negado que, cuan hypokeimenon aristotélico, sujetará y subyacerá a la negación.
No obstante, todo esto acostumbramos a olvidarlo. Lo olvidamos, como si se tratase de una inexistencia: como si el decir “no”, en vez de negar, aniquilara lo negado, aniquilara a ese “como si” afirmativo y originario.
La negación, antes de constituir un simple operador lógico, consiste en un movimiento: el de tomar una posición. Tomar una posición, negar o afirmar algo, implica esencialmente tal movimiento, por así decirlo, disposicional, incluso a pesar de que muy pocas veces lo afirmado o negado en tal disposición, como toma de posición misma, se manifieste explícitamente a la consciencia. Esta disposición adoptada frente a algo, nuevamente, cuenta con un carácter derivado y reaccionario, pero, ahora, ya no a nivel lingüístico, sino actitudinal: para afirmar o negar algo, un cuerpo ha de relajarse o tensarse. Un cuerpo, así, no sólo ha de poder moverse con respecto al mundo que él también está siendo; sobre todo, ha de ser capaz de mover-se, ha de encarnar una potencia afirmativa tan originaria como el mundo. Solo luego de resultar afectado por esa potencia, en una especie de perpetuo a posteriori, el cuerpo reafirmará o negará un “x”, aunque sin nunca llegar a destruirlo o eternizarlo. La pureza de la lógica formal, entonces, representa el efecto de una abstracción elemental a partir de esta híbrida madeja de movimientos e intensidades rizomáticas.
En el acto de negar, en lugar de una proyección, ejecutamos un tenue movimiento de retracción: negar consta de afirmar un objeto de manera neutral, tomándolo inicialmente como presente o real, para, tras haberlo negado, llevarlo a una posición de ausencia o de falsedad. Entonces, así como el acto de búsqueda suele avanzar hacia el encuentro efectivo con el objeto ausente, el cual sólo puede motivar la búsqueda porque la consciencia lo concibe como ya encontrado (es decir, como un objeto ausente pero fenomenológicamente presentificado), el acto de negación, por su parte, se sustenta en un retroceso ante el impulso de la negación misma, admitiendo tácitamente un estado de cosas, esto es, la existencia de un “x”, al cual, sólo a posteriori, le será impreso esa suerte de ausencia, carencia o defecto que conlleva el signo de la negación sobre lo negado. En ambos casos, en el acto de negar y de buscar, la consciencia ejerce un movimiento sobre un piso básico pero sutil, irrefutable pero tenue, estructurante pero casi inasible: se trata de un movimiento que descansa sobre la originariedad de una existencia y experiencia pre-afirmativa del contenido material del mundo: la negación consiste en una respuesta frente a una afirmación sui generis y más originaria aún en comparación con aquella negación que, sin éxito, pretende aniquilarla.
Todo esto, quizás, se trata de una vida en constante e inusitada reafirmación de sí misma; reafirmación que, sin embargo, solemos olvidar prontamente. En ese sentido, Heidegger tuvo la lucidez de atender, distender y profundizar en los instantes de sutileza que irrumpen y glorifican, hasta la perplejidad, la tonalidad de nuestra existencia. En esos destellos, llegamos a saber que la vida suele reafirmarse a sí misma; pero, al contemplar el declive de ese destello, también llegamos a olvidarlo casi por completo. Cuando, en contadas ocasiones, logramos revivir al ardor de ese destello, ya no sólo sabemos que la vida de vida se reafirma perennemente, sino también, y sin negar lo anterior, que tiende a su propio encubrimiento.
“Porque no”
Quien dice “no” nunca está diciendo absolutamente “¡no!”. Si así fuera, el decir “no” sin más, equivaldría a contestar frente a la pregunta por el sentido, frente a la pregunta del por qué, con un lacónico o furibundo “porque no”. En efecto, en tal acción se expresaría una tautología performática: responder “porque no” al sentido de la vida evidenciaría, dentro de una dimensión semántica, la carencia de un por qué, la ausencia de una causa o razón justificante. Esto, al mismo tiempo y de manera extrañamente paradojal, reafirmaría la dimensión pragmática de un lenguaje negador del pensamiento, es decir, de un lenguaje que se niega a sí mismo en favor de la suficiencia de la violencia de acto enunciativo por sobre el sentido del enunciado: lo enunciado quedaría reducido al acto enunciativo del “porque no”, ya de por sí, semánticamente contradictorio. Esto, además de constituir una tautología lógica, expresaría una farsa retórica: como los mil golpes que ejecuta el asesino sobre el cadáver del asesinado, todos los actos lingüísticos que enuncien un “porque no” están de más.
Sin embargo, si bien esto es necesariamente así, no es absolutamente así. Toda negación viene sentenciada a partir de una paralela noción de afirmación, de un estado de cosas que sí creemos verdadero, pese a lo impreciso que pueda ser, y el cual, motivándonos a decir “no”, justifica que lo negado no coincide con lo verdadero. Esta afirmación paralela permite afirmar la negación: decir “no” gracias a un “sí” presente mientras ejercemos la negación, y complementario al como si frente al cual reacciona la negación. Así, esta idea de afirmación paralela, este fenómeno de creer que el estado de cosas negado no es el caso porque otro estado de cosas sí lo es, de algún modo, justifica la negación en función de algo válido, de una suerte de creencia verdadera y sólida que, correspondiéndose con el estado de cosas, imprime de carácter negativo al objeto negado. Por eso, nunca nada puede ser, a secas, un “porque no”: un “porque no” refleja la furtiva e impotente violencia de un impresentado (pero no ausente ni ineficaz) “porque sí”.
Porque Dios
– Entonces, una vez más, dímelo, querido camarada: ¿Por qué el ser y no la nada?
– Pues, porque Dios.
– ¿Porque Dios? Y ¿por qué “porque Dios”?
– Sí. Porque Dios ya está supuesto en la idea de ser (y de) Dios. Por supuesto: porque Dios es el supuesto de Dios presupuesto por Dios.
– No, mi caro compañero, nada de eso corresponde a una respuesta. Responder “porque Dios” solo desplaza el problema metafísico a un plano teológico. Como si dijeras, enalteciendo hasta lo inalcanzable la voluntad divina, “porque así lo quiere Dios.” Eso sería decir “porque sí”, lo cual, a su vez, sería inversamente equivalente a que decir “porque no”.
– Creo entenderlo, mi buen amigo.
– ¿Lo ves? La pregunta permanece rebotando y envuelta en una impenetrable neblina de misterio.
– Lo veo, amigo. Lo veo. Pero no lo soporto, no puedo soportarlo. ¡Oh, por favor, dímelo tú! ¿Por qué el ser y no la nada?
– ¡No! No es por nada: es ¡porque no! Porque no.
– No lo creo. No lo puedo creer.
– Créelo, querido mío, pues, aun así, tú y yo existimos, nos movemos, reímos porque existimos. Y nos abrazaremos desde este instante hasta que colapsemos con la insondable eternidad del universo.

