Nigredo / Notas preliminares sobre la revolución

Filosofía, Política

«Te decía: la insuficiencia de nuestro lenguaje es la medida de nuestra inercia en relación con las cosas; que no se pueden transformar cuando se ha perdido su sentido. Las conversaciones que he tenido me dan la impresión de que todo esto que encuentro y veo sea el pasado. […] Queda una facultad – la inteligencia – que no debe ser desertada, y un mundo por construir. Ahora, Nu, encontraremos otras palabras que reflejen los actos. Y, mientras tanto, me niego – después de este viaje a pesar de todo feliz – a lamentar esa mezquindad, este luto, que teniendo dimensiones insuperables, nos privaba de nuestras amarguras privadas, y las abolía». Danilo Montaldi París, ida y vuelta.

«La política revolucionaria era un modo quizás ilusorio de mantener la tragicidad de nuestra vida. Otras cosas son diferentes: por ej. las luchas en el lugar de trabajo, la rebelión capilar a los programas a la disciplina de la escuela, también estas son cosas hechas para no seguir adelante cada día del mismo modo y para arrancar algún día a la vida habitual, además de por otros motivos. Pero no es lo mismo, ya se sabe cuándo termina, como estar derrotados de antemano». Luisa Passerini, Diario de una militante.

En el texto siguiente trataré de esbozar algunas líneas de investigación y desarrollar algunas ideas aún embrionarias relativas al tema de la revolución. Estos elementos están principalmente ligados a un interrogante: la idea de «revolución» ¿es enteramente hija de la civilización capitalista en su gramática histórica, en su horizonte y régimen de temporalidad, o es posible un replanteamiento de tal concepto? ¿Se puede pensar la revolución fuera de lo que la ha caracterizado como «principio hegemónico»¹ moderno y por tanto – para usar las palabras de Jacques Camatte – como fuerza que integra² en la dinámica histórica del capital en cuanto totalidad, como «universal» que no deja ya nada (comunidad, área geográfica, esfera de la vida social) fuera de sí? ¿Se puede declinar la revolución fuera del triángulo que la liga a los conceptos de crisis y crítica³, en cuanto aceleradores del «fenómeno capital» y estímulos a su evolución, instancias de negatividad que son absorbidas llevando así al capital a actualizarse, a afirmar su comunidad universalmente y a superar todos los obstáculos que encuentra? Los ciclos revolucionarios que han caracterizado la historia contemporánea, sobre todo donde hayan obtenido victorias momentáneas, no dejarían ilusiones particulares en tal sentido, dado que han terminado por anexar a la modernización capitalista áreas geopolíticas que antes quedaban fuera.

Este punto abre inmediatamente a los orígenes modernos de la revolución, a la relación privilegiada entre «revolución» y modernidad del capital. Para profundizarlo es necesario detenerse en la morfología de la idea misma de revolución, tanto dentro como fuera de la historia del socialismo. Al abordar un problema de esta envergadura, es útil tomar como punto de partida un texto bastante descuidado de Foucault: una conferencia que dicta en Japón en 1978 – La filosofía analítica de la política⁴ – donde dice que las luchas contemporáneas contra las instituciones y las relaciones de poder marcan el fin de la época de la revolución, que habría comenzado en Europa precisamente en 1789. Entre estas luchas incluye las revueltas de los prisioneros y la oposición a la construcción del aeropuerto de Narita, una movilización de masas muy radical que se estaba desarrollando entonces a las puertas de Tokio⁵. ¿Qué caracteriza la «época de la revolución» ya próxima a su cierre?

En pocos puntos: una visión de la totalidad social como campo articulado jerárquicamente alrededor de un centro (la contradicción principal, el eslabón débil), por tanto de las esferas y de los sujetos que tienen una primacía de posibilidad transformativa en sentido revolucionario; una representación del poder como campo de conquista y, finalmente, una imagen global y direccionada del futuro, a la que sucede una visión del presente como temporalidad indefinidamente abierta. En el esquema propuesto por Foucault hay dos aspectos centrales, aunque solo esbozados: la cuestión de la temporalidad y la referencia paradigmática al análisis de la «Gran Revolución» como mito fundacional sobre el que se modela, posteriormente, toda comprensión y variante sucesiva del hecho revolucionario. Esto corresponde a una polaridad entre dos almas que habitan el concepto de revolución desde el principio⁶: la revolución permanente, ligada a la imagen de la tabula rasa, y la revolución constitucional e institucional, que frena y encuadra su devenir. Esta dualidad del fenómeno revolucionario aparece en muchos autores con diversas inflexiones, comenzando por el fundamental trabajo de Hannah Arendt, On Revolution⁷. Sin embargo, es en un escrito menor de Camatte, Caracteres del movimiento obrero francés, donde la coexistencia de las dos almas es rastreada, con precisión, a los albores de la secuencia revolucionaria burguesa de 1789, haciendo derivar de ella una polaridad irresuelta que se volvería a presentar a lo largo de toda la historia del socialismo y del capitalismo.

La revolución permanente es para Camatte uno de los dos cuernos de la idea revolucionaria desde los albores de la civilización del capital, cuando todavía está entrelazada con el ascenso del poder burgués. Esta idea designa un proceso de cambio histórico indefinido que no se detiene en algún estadio o altura dada⁸, que arrasa todos los impedimentos y se presenta como puramente formal, cuantitativo. Un proceso que no está limitado por ninguna fijación o contenido determinado. Tal movimiento es por tanto cómplice e isomorfo al ciclo del capital en cuanto autonomización del movimiento intermedio. Pensemos, a este propósito, en toda una serie de expresiones de los revolucionarios franceses del 89 y en particular de Saint-Just, que es emblemático bajo este perfil: «El revolucionario debe descansar solo en la tumba»; «La revolución no puede detenerse a una altura dada»; «El fin de la revolución es la felicidad pública».

Sobre la evocación de la felicidad pública por parte de los jacobinos y de las otras corrientes de la facción revolucionaria, sobre el carácter polisémico de tal noción y también, más globalmente, del lenguaje político revolucionario, Lyotard ha dejado, en los años 70, algunas reflexiones penetrantes. En particular, el escrito Futilidad en revolución evidencia cómo alrededor de la idea de felicidad hay una guerra semántica en la que cada tendencia y corriente introduce su propio deslizamiento interpretativo. Todos los partidos revolucionarios declaran desear la felicidad pública, desde Saint-Just hasta las «Société des républicaines révolutionnaires». Contra la fluctuación anárquica de los significados de las palabras, el dominio de la República y de los jacobinos se ejerce exactamente en un poder performativo de regulación del sentido, de fijación y estabilización a través de un efecto de speech act, que disuelve toda ambigüedad sospechosa. El Terror está por tanto ligado, según Lyotard, también a tal fijación obsesiva del lenguaje que frena sus desplazamientos de sentido, la dislocación pulsional. El discurso político y el «cuerpo monstruoso de la República» se afirman por tanto mediante el fantasma de unidad en un cuerpo reconciliado, de una constitución unívoca de los significados y de las enunciaciones. Dentro de su metalengua se incuban sin embargo las divisiones de clases, estados y sexos, de movimientos inasimilables a la univocidad de la política: el paganismo de los ludi scaenici en el movimiento de descristianización, irreducible al teatro de la representación soberana, la irrupción de la feminidad fuera de las celebraciones públicas en las que está encasillada en los roles de esposa y madre. Se lee:

No solamente los hombres, son los significados que se vuelven sospechosos y que complotan. Detener de una vez por todas el sentido de las palabras, he aquí lo que quiere el Terror, medio necesario que requiere el deseo de verdad. Debe haber un organismo de sentido alojado en las palabras, el Jacobino pretende apoderarse de él, detenerlo y hacerlo manifiesto; él quiere asegurarse su uso, es decir la enunciación, exclusivos, él denuncia como mentira, traición o culpable ligereza (nosotros diríamos ideología) la presencia de «sus palabras» en la boca de los adversarios. El poder es, a este respecto, la detención de la autoridad performativa, del speech act, de la capacidad de hacer manifiesto el significado en cuanto referencia: «en realidad».⁹

La idea de revolución permanente, que influye en todas las corrientes históricas del socialismo y que de hecho aparece paralelamente en Blanqui, Proudhon y Marx, es esencial porque sugiere cómo el fenómeno revolucionario abre a una nueva idea de temporalidad, lineal e indefinida.

No es casualidad que Marx la encuentre en un libro sobre la figura de Marat, Marat: l’ami du peuple, escrito por Alfred Bougeart en 1865¹⁰. Tal imagen de la revolución es enucleada en su transposición política después de que se abandonan los significados cósmico-cíclicos del término, ligados al concepto polibiano de «anaciclosis», como ha señalado antes que muchos otros Karl Griewank¹¹. La acepción heredada de Polibio llega por otra parte hasta influir en el lenguaje de los revolucionarios franceses, donde por ejemplo en Robespierre están aún presentes, como indicado por Jean Claude Milner¹², marcadas huellas de la concepción clásica. Junto a esta versión infinita e indefinida, desestructurante, de la morfología revolucionaria – que Camatte remite al emerger germinal del valor, inicialmente capaz de imponerse solo desde el exterior a las esferas de la sociedad – está el elemento frenante que debe encasillar el efecto del valor en una dinámica constitucional. Se trata por tanto de imponer una norma alternativa, un vínculo. Mientras que la abstracción del valor no sea aún inmanente al tejido de la sociedad, se hace necesario el recurso a mediaciones, instituciones y «operadores de justificación» que frenen este empuje centrífugo del valor, el cual ejerce inicialmente una dominación formal y se apoya por tanto en el marco de una estructura ordenadora rígida. Solo una vez alcanzada una dominación real en la completa «comunidad capital», que ya ha remodelado todas las instituciones sociales a su imagen, según Camatte, el valor puede establecerse modificando libremente sus propias normas. Este flujo a-significante y desterritorializado se mide entonces solo sobre su propio devenir como único referente, interno y completamente abstracto¹³. Por tanto la pregunta planteada por los Termidorianos, por Sieyès, pero en verdad aún antes por los jacobinos es: ¿Cómo poner fin a la revolución? ¿Cuándo termina la revolución? ¿La fundación, la constitución, pueden completar la revolución o la vacían irremediablemente?

Este es un aspecto evidenciado entre otras cosas por Hannah Arendt, en las páginas en las que se concentra sobre la Revolución francesa y subraya, precisamente, el conflicto entre las dos almas que están compresentes en los mismos hombres de la revolución de modo lacerante. Por una parte está la tensión a poner la revolución en permanencia para evitar que sea agotada en sus recursos, por otra parte, en cambio, la búsqueda de una fundación constitucional que perdure en el tiempo y confiera a la libertad pública una garantía, un fundamento:

Para la revolución francesa se trataba de decidir si el fin del gobierno revolucionario consistía en la instauración de un «gobierno constitucional» que habría puesto término al reino de la libertad pública mediante la garantía de libertades civiles y derechos civiles, o si, por amor de la «libertad pública», la revolución debía ser declarada en permanencia […]¹⁴

Detrás de las teorías de Robespierre, que prefiguran la revolución declarada en permanencia, se puede vislumbrar la pregunta ansiosa, alarmada y alarmante, que debía acosar después de él a casi todos los revolucionarios dignos de este nombre: si el cese de la revolución y la instauración de un gobierno constitucional equivalían al fin de la libertad pública, ¿era entonces deseable poner término a la revolución?¹⁵

Como se ha visto la temporalidad asume en la Revolución francesa un sentido doble que deriva de su rol de vector embrionario, al mismo tiempo, de la hegemonía burguesa y de la hegemonía del valor. Hegemonía de la clase burguesa y hegemonía del valor significan también dominación aún formal y dominación real del MPC, pero como se dijo anteriormente esto comporta dos diversos regímenes de temporalidad histórica: el proceso del incremento ilimitado sin contenido, que supera las fijaciones y las trastoca, se libera de las representaciones – y por otro lado el punto de detención, el dique a lo que Engels llama el efecto disolvente del valor respecto a los precedentes vínculos comunitarios. Por tanto vemos nacer el modelo de la «Revolución institucional y constitucional»¹⁶, que debe encontrar un nuevo elemento de síntesis, un nuevo centro y «Absoluto» para contener el empuje centrífugo de este impulso atomizante, destructivo. Por eso toman el relevo La Nación, el Pueblo, el modelo de la «Virtud republicana», dice Camatte, virtud política que debe mantener unido lo que la desestructuración de las precedentes comunidades ha dañado.

No es casualidad que un historiador como Piero Violante¹⁷ hable de retorno del centro, de la esfera, en el imaginario político de la Revolución Francesa: el punto central es un lugar de irradiación del poder, que debe sustituir un espacio gótico de intereses, formas organizativas, irregularidades territoriales, con un espacio regular, geométrico. El espacio de la representación política se traduce en una trama de municipalidades, departamentos, distritos, según una perfecta división de casillas iguales que envuelven en una red el conjunto del territorio. Se afirma una «desadornada cuadriculación», uniforme y aplanada, gobernada a partir de un centro en el que se encuentra la mirada del soberano, ocupado primero por el monarca y luego por la Nación. No es en absoluto casualidad que Rousseau, inspirador primario del pensamiento de los revolucionarios franceses, distinga en el Contrato social entre el concepto unitario de soberano y el de sus ministros y representantes: independientemente del número de estos últimos, de hecho, el cuerpo de la soberanía permanece unitario e indivisible.

El empuje centralizador se puede ver reflejado, señala Violante, también en las construcciones estéticas y urbanísticas del arte revolucionario, como demuestra visiblemente el caso de Claude Nicolas Ledoux: véase el ejemplo de la habitación del guardia rural, esfera en el centro perfecto de la porción de territorio que el funcionario republicano debe vigilar, o el pueblo-fábrica de Chaux, singular anticipación de la mirada panóptica. Si el aspecto de la revolución como proceso sin fin aparece con extrema claridad en Saint-Just, la encarnación de la idea de centro soberano por parte de la Nación, que sustituye la imagen del Sol cara a Luis XIV, es particularmente evidente en cuanto al pensamiento del abate Sieyès, como han evidenciado todavía Violante, Roberto Zapperi¹⁸, Carlo Pacchiani¹⁹, pero había sido anteriormente subrayado con particular claridad, también en este caso, ya por Arendt:

Más que por las voluntades individuales, el interés del abate es atraído por la nación, como este punto que cristaliza la preexistente voluntad común. La imagen de la esfera tiene en la pareja igualdad-nación su matriz. En esta esfera – ¿qué otra cosa más antitética del exceso y de la discontinuidad gótica y más cercana al sueño absolutista? – los ciudadanos iguales se ponen a igual distancia del centro que es la ley.²⁰

La realización de este objetivo comportó por tanto necesariamente la eliminación de «todos los estados, corporaciones, artes, privilegios, que eran otras tantas expresiones de las separaciones del pueblo de su comunidad». Con el pretexto de abolir los privilegios, Sieyès programó en efecto la más radical compresión del principio asociativo y la destrucción sistemática de las fuentes vivificadoras de la iniciativa local. Las autonomías y los poderes locales, las organizaciones particulares de grupo, de categoría o de oficio fueron acomunadas por la misma inexorable condena. El único sujeto de la vida asociada debía permanecer el Estado, respecto al cual los ciudadanos debían ponerse en una relación directa e inmediata al amparo de la tutela ofrecida por la garantía de los derechos individuales.²¹

El decreto Allarde y la famosa ley Le Chapelier, citada por Marx en el primer libro de El Capital, son un ejemplo muy significativo en tal sentido. De hecho el problema del pensamiento de Sieyès y de los revolucionarios franceses es el de aplanar el espacio gótico de las irregularidades sociales no solo en el sentido del privilegio aristocrático, sino sobre todo de eliminar cualquier posibilidad de separación, espíritu de cuerpo, cualquier condensación de fuerza que se ponga en medio entre soberano (pueblo, poder, todos los revolucionarios usan este término en un sentido extremadamente genérico), e individuo. Desde el inicio el verdadero espantajo de esta concepción de la soberanía como un todo es el particularismo popular. Deben permanecer solamente la colectividad entendida como totalidad homogénea, la República, a la que los ciudadanos se puedan relacionar solamente como individuos aislados. Para Saint-Just, no por casualidad, «Todo lo que está fuera del soberano es enemigo».

En esto se inserta naturalmente también la idea rousseauniana de la Voluntad general, por la cual la única fuente del poder está en el pueblo y ninguna otra fuente de poder, como contraparte, puede subsistir fuera de él²². Es muy indicativo que Rousseau atribuya al legislador, en línea con la posterior orientación de Sieyès, la tarea de reforzar al máximo grado el vínculo entre los ciudadanos individuales y la República, debilitando cuanto más sea posible, al mismo tiempo, el vínculo de los individuos entre sí. De este modo se deben extirpar las «sociétés particulières», reduciendo el espacio público a las dos escalas del individuo y de la comunidad política:

Cuando el pueblo suficientemente informado delibera, si los Ciudadanos no tuvieran ninguna comunicación entre ellos, del gran número de las pequeñas diferencias derivaría siempre la voluntad general y la deliberación sería siempre buena. Pero cuando se crean intrigas, asociaciones parciales en detrimento de la grande, las voluntades de cada una de ellas se vuelve general en relación con sus miembros y particular en relación con el Estado; se puede decir entonces que ya no hay tantos votantes cuantos son los hombres, sino solamente cuantas son las asociaciones. […] Es pues importante, para que se tenga claramente la enunciación de la voluntad general, que no haya sociedades parciales en el Estado y que cada Ciudadano dé su propia opinión pensando solo con su cabeza.²³

La segunda relación es la de los miembros entre ellos o con el cuerpo entero, y esta relación debe ser desde el primer punto de vista la más pequeña posible, desde el segundo la más grande, de modo que cada Ciudadano se encuentre en una perfecta independencia respecto a todos los demás y en una extrema dependencia respecto a la Ciudad; esto se obtiene siempre con los mismos medios, dado que solo la fuerza del Estado hace la libertad de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles.²⁴

Este no es un elemento que entra en un momento sucesivo, en el sentido de que los mismos hombres de la revolución, ante todo francesa (pero también americana por ejemplo), inicialmente no hablan de revolución – sino de restauración de un derecho preexistente: incluso Thomas Paine, que es una figura importante para ambas, dice que las dos revoluciones atlánticas deberían ser más propiamente llamadas contrarrevoluciones. Se trata de un elemento que por otra parte Griewank reconstruye en los precedentes de la noción de revolución desde el medievo, cuando aún no se pueden reconocer los rasgos modernos de esta idea, y ni siquiera el uso de la palabra si es por eso, pero prevalece en cambio el aspecto restaurativo y la apelación a un derecho originario. Componente que sin embargo permanece, paradójicamente, también en las ocurrencias del léxico revolucionario moderno desde la conciencia que tienen de sí mismas, como se ha visto, las revoluciones atlánticas.

La bifurcación de la tendencia del evento revolucionario entre devenir y estabilización, permanencia y cumplimiento o término, se refleja en un cierto número de ejemplos que denotan tal círculo vicioso del inicio, de la constitución:

1. Siempre Sieyès, que es el autor que más que todos insiste sobre el elemento de la conservación, del cierre del ciclo revolucionario, indica cómo la asociación precede al Estado, precede a la constitución como absoluto de la fundación política, y en cuanto tal el poder constituyente es un residuum natural que permanece unilateralmente en el estado de naturaleza – contra Hobbes²⁵. La asociación es por tanto única, no permite nada más que los individuos fuera de sí misma, además permanece la fuente del poder incluso cuando la cede a los representantes. Al mismo tiempo el problema, como he dicho, es para Sieyès la existencia de partidos, de partes separadas y en lucha, que es inadmisible porque abre la posibilidad de la guerra civil. Sobre esto Maurice Duverger dirá que el estudio de los partidos puede ser llamado «estasiología»²⁶.

2. En Rousseau hay una particular huella de lo que para los revolucionarios franceses será el círculo vicioso de la fundación, es decir el mantener juntos el tiempo de la revolución y de la conservación en un único acto político, pero sobre todo en un único tiempo. Se trata de una huella que evidencia cómo esta posición de un absoluto en cuanto coincidencia de inicio y principio (Arendt, Schürmann), sea en primer lugar un absoluto temporal, es decir de detención del tiempo. Como dice Reiner Schürmann en sus páginas de la deconstrucción de lo político, retomando las referencias de Hannah Arendt, los momentos históricos en los que se ha dado una provisoria infundamentación del campo político, una suspensión del archè, del principio como origen y comando, son episodios puntuales como la Comuna de 1871, el surgir de las sociedades populares francesas entre 1789 y 1793, las comunidades autogobernadas en la primera fase de los Estados Unidos, el comunalismo rastreable con anterioridad en los Hermanos del Libre Espíritu. ¿Qué son estos eventos sino ejemplos de actuar revolucionario? ¿Qué los diferencia de la Revolución como hegemonía? Dice Schürmann que la acción política se deconstruye reportándola a su sitio de presencia, impidiendo que se solidifique como un presente perennizado por la estructura legitimante del fundamento, universalizándose. Este punto del pensamiento de Schürmann resuena con las reflexiones de Lyotard sobre la Revolución Francesa por dos órdenes de motivos. El primero es que la operación fundacional del poder, para Schürmann, es la de plegar el lenguaje deíctico y situacional del evento, de su presencia emergente, a la formulación permanente de un principio ordenador, que da lugar, por tanto, a una estructura arqueo-teleocrática.

Del mismo modo, en Lyotard, la operación del poder es la de un acto lingüístico que fija, reduce y estabiliza la «plurivocidad» de las inversiones libidinales, la oscilación del significado de las palabras, aplanándola sobre el sentido de un discurso exclusivo. Del mismo modo, como en Schürmann²⁷ los principios hegemónicos contienen la propia presión interna de mortalidad y vaciamiento, que los lleva a destituirse en una tensión trágica siempre reemergente, Lyotard ve en el poder una coexistencia entre eros y thanatos, cuya relación no es la de contraste entre principios distintos sino de disimulación e indiscernibilidad de los incomposibles. Dos regímenes pulsionales por tanto: Eros y Muerte – síntesis y dislocación. ¿Cómo interactúan estos dos regímenes compresentes e incompatibles? En la disimulación. Ellos operan no en conflicto sino en disimulación: no en el sentido intuitivo (y freudiano), según el cual de Eros depende la unificación y los efectos de dislocación derivan en cambio de la pulsión de muerte, pues puede también suceder, al contrario, que un empuje centrípeto refleje un instinto de bloqueo y fijación mortífera, sofocante (thanatos) – Robespierre pone en uso la guillotina por el deseo erótico de salvar la República pero también por el inconsciente de hacerla saltar en mil pedazos:

La regulación de las intensidades y su retumbar sobre un centro único parece efectivamente depender de Eros, pero esta actividad centrípeta puede también ocultar un movimiento mortífero de bloqueo, rigidez y destrucción por asfixia de todo lo que la obstaculiza. Escuchar a Robespierre frente a los descristianizadores. Las mismas palabras ocultan movimientos intensivos de sentido totalmente contrario, y son puntos de paso para corrientes tanto de amor como de odio.²⁸

Volviendo a Rousseau, el binomio entre fundación y detención de la temporalidad está condensado en el capítulo VII del libro II del Contrato social donde Rousseau habla del legislador, que debe ser superior a las pasiones de los hombres, actuar más allá de los intereses efímeros, diciendo que debe operar en un tiempo y gozar en otro. El legislador debe vivir en el futuro. Atención, cuando Rousseau habla del legislador dice expresamente que para fundar una república harían falta dioses. Igualmente este aspecto vuelve, por ejemplo, cuando Roman Schnur explica, en Revolución y Guerra Civil²⁹, en la parte dedicada a reconstruir la figura de Anacharsis Cloots, cómo para este último la revolución debe sustituir la unidad política a la unidad teológica. Aquí hay un evidente aspecto de consonancia con la idea apocalíptica de tiempo histórico que será prevalente en el pensamiento revolucionario moderno y contemporáneo, en el movimiento obrero ante todo marxista. También en las fracciones radicales. Pensemos en los enunciados de Bordiga – vivir como si la revolución ya hubiera tenido lugar, como si ya hubiéramos vencido. O un escrito sobre las revoluciones, también la francesa, como ¡Florecidas primaveras del capital!, en el que se aplica el determinismo marxista de modo extremadamente explícito y mecánico, poniendo una diferencia neta entre el punto de vista inmediato, transitorio, de los sujetos (intereses, afectos) y el separado del proceso histórico, que está en otro plano y en otro tiempo. Pero más en general está en juego toda una metafísica de los ciclos históricos que caracteriza los escritos histórico-políticos de Marx, la relación entre ciclos revolucionarios y contrarrevolucionarios y el evento histórico-natural de la crisis que marca una periodización necesaria: el prefacio de 1895 de Engels a Las luchas de clases en Francia entre todos, que con los términos del ciclo y de la crisis da el bautismo a la teoría socialdemócrata, hasta las recaídas que este léxico del ciclo tiene en la tradición de la ultraizquierda y en muchos de sus desenlaces radicales. ¿Qué tiene que ver esto por ejemplo con la Gran Revolución? Mucho, porque el nuevo concepto de revolución nace precisamente de una transfiguración del cósmico-cíclico de sucesión entre los regímenes políticos, la Anaciclosis de Polibio que había llegado también a los revolucionarios franceses a través de la traducción de Vincent Thuillier (de nuevo, aquí el primero en mostrar estas conexiones es Griewank, pero es algo sobre lo que vuelve Camatte o más recientemente Milner). La Revolución se vuelve acción autónoma con un propio contenido – régimen político revolucionario, idea revolucionaria, figura del revolucionario. Al mismo tiempo, sin embargo, la descripción de la revolución como dinámica autónoma, como ciclo, que se refleja en la común metáfora de la revolución o del impulso popular como fenómenos naturales, corriente, huracán, presión irresistible, que se afirma con la idea moderna de revolución política, es reabsorbida en la más antigua metáfora naturalizante del proceso político, que funda lo geológico y lo astrológico en la temporalidad no controlable pero previsible, que sigue una lógica propia.

3. En la visión revolucionaria de Saint-Just se combinan tres factores, como ha sido observado por Abensour: heroísmo, terror e instituciones. El heroísmo es el espíritu revolucionario, de «excitación constante», que hace de Saint-Just el creador de la idea moderna de revolución permanente: «lo que no es nuevo en un tiempo de innovación es pernicioso», escribe en el famoso Rapport sur le gouvernement, del 10 de octubre de 1793. El dirigente jacobino se atreve incluso a hablar de un estado de «saludable anarquía» que debe preservar el nacimiento de la libertad del retorno de la esclavitud, usando así de modo completamente inédito el concepto de anarquía como sinónimo de emancipación.

    El terror es el instrumento necesario para defender la república del desorden y exorcizar la división, sofocando a los enemigos del orden revolucionario. Tiene el defecto de secar los recursos del ímpetu popular que nutren el heroísmo y consolidan la virtud republicana. Luego están las instituciones, la Constitución que pone fin a la saludable anarquía y confiere una estructura estable al ejercicio de la virtud a través de la ley. Este es el punto central, la Virtud, alrededor del cual la teoría de la institución revolucionaria gira. La Gran Revolución representa un pasaje en el que el flujo disolvente del capitalismo destruye los precedentes vínculos entre los hombres pero es aún incapaz de construir otros: por esto debe ponerse como constituyente e instituyente, apuntando a establecer la virtud del ciudadano en cuanto modelo normativo y horizonte de valor, verdadero tipo de hombre sobre el que la representación de la comunidad pueda sostenerse. Antes de poder liberarse de esta unidad de justificación la civilización capitalista deberá llegar a su dominación real. Por esto encontramos en Saint-Just tanto el germen moderno de la revolución indefinida y del proceso puro, sin sujeto y sin fin, como la idea del orden como representación.

    Y es específicamente por estas razones que la revolución, en cuanto tal, se mide con el terreno de lo que es global, de la solución general, con una temporalidad que es también la de la conservación y de la duración. No me atrevo a decir que la revolución debe poner un absoluto, o como sostiene Arendt que revolución y constitución están inevitablemente asociados, pero ciertamente la dimensión del gesto revolucionario no puede ser la del acto puntual, de la inmediatez y de la experiencia fragmentaria, desordenada. La cuestión es en cambio la de disolver o cortar el nudo de la fundación, el círculo vicioso entre emergencia de lo nuevo y conservación – que ha sido codificado también como círculo entre lo constituyente y lo constituido. Este singular siempre se ha resuelto o con un operador de justificación universal, o con una constitución de las formas institucionales. Pensar una duración que no sea constituyente, que no construya un universal. Pero pensar una duración.

    El comunismo es una dimensión primaria, inmediata, elemental, la revolución no. Por esta razón, las posiciones que intentan afirmar el comunismo sin la revolución, de divorciar el comunismo de un umbral de intensidad revolucionaria, un umbral de ofensividad política, corren precisamente el riesgo de diluir el terreno de los encuentros, el terreno de la ética, volviéndolo una palabra vacía, impolítica. Este nudo debe pensarse más claramente, porque la ética entendida (limitada) como terreno de los encuentros o de las formas germinales de afinidad no es suficiente, dado que existe un uso puramente reformista y neutralizante del tema de la autonomía.

    Gustav Landauer es una figura paradigmática, por su trayectoria, de la tensión entre estos problemas. En él se encuentra ciertamente el motivo mutualista y cooperativo jugado contra la idea de Revolución, que es una idea proudhoniana que no solo lee de modo erróneo el funcionamiento del capitalismo (usando las extrañas teorías de Silvio Gesell), sino como mostrado por Mirella Larizza es una idea sustancialmente liberal³⁰ – contrato mutable contra poder. Hay sin embargo también un escrito como A través de la separación, hacia la comunidad, o sobre todo un texto escrito en Der Sozialist en 1910, Débiles estadistas, debilísimo pueblo, donde es anticipada con absoluta claridad la idea de destitución – es decir, la idea de que siendo las instituciones una relación social pueden ser eliminadas no con la pura destrucción sino haciéndose cargo de las funciones, vaciándolas, que no es lo mismo que dejarlas intactas y mantenerse a distancia.

    La forma común tiene un alcance estratégico respecto a la ciclicidad de las revueltas, como ramificación de comunidad, condensaciones de fuerza y solidez ética, porque es un síntoma del impasse del proyecto, del programa: no en el sentido de que se puede expandir de modo intersticial una red ética y material de encuentros, sino que se debe llevarla a un umbral de ruptura. En este sentido se trata de pensar la relación autonomía y conflicto en una perspectiva que no es ni política ni impolítica (que entre otras cosas se cruzan, porque si vemos las recientes acrobacias filosóficas alrededor de la escuela de Esposito, donde se mezclan Gehlen, Castoriadis, el institucionalismo jurídico italiano, Latour, e incluso el obrerismo, se habla de un pensamiento instituyente en el cruce entre la forma impolítica y el derecho, el estado, el gobierno), sino anti-política, es decir que no mantiene a distancia la institución sino que toca su núcleo.

    En esta óptica, y continúo de modo muy esquemático, los elementos que heredan la noción moderna de Revolución para destituir responden al menos a tres figuras:

    1. La idea progresiva o de cesura, construcción de lo absolutamente nuevo que pone la revolución en permanencia, precisamente porque no habiendo sabido alcanzar una consistencia, una positividad alternativa a la del desarrollo capitalista, ha sido su vector – el marxismo como justificación de la errancia, teoría del desarrollo, que no asume una forma más allá de la impermanencia de un ciclo histórico del que domina solo el lado destructivo. Olvido de las formas. Landauer denuncia este elemento.

    Como he dicho, la idea organizativa de revolución en el sentido intersticial, una idea de autonomía y ética que salta con los pies juntos el nudo de replanteamiento de la idea de revolución. Esta es una idea de continuidad entre la civilización capitalista y el comunismo – que solo aparentemente rodea el régimen temporal del progreso. Se trata de la idea denunciada por Bordiga en Los fines de los comunistas, donde ataca contemporáneamente consejismo y reformismo porque ambos quieren eludir la gran catástrofe del modo de producción vigente. Aquí hay una visión que pone el aislamiento de la ética pero no excluye el retorno de lo político, como demuestran todas las desviaciones sustancialmente reformistas sobre las políticas intersticiales, las utopías concretas y otras tendencias del género. A este propósito es importante la obra de Nicola Massimo De Feo, La autonomía de lo negativo³¹, donde indica cómo la fuerza comunista sea también expresión de lo negativo espontáneo que la civilización capitalista incuba en su interior – cuando redescubre figuras del anarquismo alemán como Reinsdorf, Peuckert, en cuanto anticipadores de la autonomía proletaria: la idea de «anarquía como programa mínimo» (por tanto un comunismo que está en las cosas) – no como negatividad dialéctica, sino como negación pura. Este segundo rasgo es el rasgo que cae en un Olvido de la destrucción, olvido de la negación.

    Un tercer elemento, que he querido solo introducir, es el de la periodización estática del evento revolucionario, periodización como ciclo, que es precisamente de nuevo naturalizado, cancelado como evento y por tanto como verdad ética. Hablo por ejemplo de la teoría de los ciclos históricos elaborada por el marxismo, al menos en algunos de sus aspectos, y de la ambigüedad de sus consecuencias. ¿Por qué esto comporta un problema? Porque mientras tanto esta periodización predeterminada entre ciclos históricos revolucionarios y ciclos históricos contrarrevolucionarios se basa en una precisa ontología del devenir histórico – sin la cual no funciona. Véanse las posiciones de Marx y Engels respecto a 1848 en Francia: la apertura de un ciclo revolucionario es posible porque en 1847 hay una crisis comercial internacional que alcanza su ápice y que es resuelta ya en 1850, por lo que en ausencia de otras crisis no hay que esperar en ningún ulterior ciclo revolucionario. Esto Engels, en el Prefacio de 1895 a Las luchas de clases en Francia, lo dice expresamente y lo dice también respecto a la fase después de 1871.

    No es casualidad que Daniel Guérin, en el prefacio a su escrito sobre la «revolución francesa», segunda edición de 1968, reconduzca el uso del concepto de revolución permanente precisamente a estos escritos histórico-políticos de Marx, además de la lectura del libro de Bougeart del que hemos hablado. ¿Qué es esta idea? El hecho de que en las revoluciones emerjan fuerzas y sujetos que hacen de trait d’union con los ciclos revolucionarios sucesivos porque anticipan prematuramente las ideas, porque aparecen en forma subalterna y vendrán a madurez solo cuando sea posible (las ideas comunistas en una revolución burguesa por ejemplo). Y esta idea esencialmente determinista en realidad emerge en términos muy similares también en el post-facio de Kropotkin a La Gran Revolución – con un vocabulario casi físico: el empuje de la revolución se alza como una marea que supera, porque ha sido comprimida, su punto de equilibrio, el nivel histórico de avance que puede alcanzar, pero luego retorna a un punto de equilibrio medio de la evolución histórica que es de todos modos más alto que el precedente o que las reformas habrían consentido.

    Punto problemático: Jean-Yves Bériou, por ejemplo, señala en Teoría revolucionaria y ciclos históricos cómo la política y la teoría socialdemócrata nacen de una ignorancia de la teoría de los ciclos históricos, querer continuar interviniendo en la corriente histórica de la contrarrevolución y ser arrastrados por ella (Engels). Pero hay aquí dos problemas:

    a. Engels, siempre en su prefacio de 1895 usa precisamente la teoría de los ciclos históricos y de la crisis para justificar la elaboración de las posiciones socialdemócratas, en nombre de una adhesión estricta a la periodización en ciclos, también contra las ilusiones cultivadas en el pasado respecto a las posibilidades de nuevas insurrecciones. En otras palabras, es el mismo análisis sobre el ciclo histórico en curso que Engels usa para sostener: la adhesión a la vía parlamentaria y electoralista por parte del socialismo alemán e internacional, el abandono definitivo y casi total de los combates de calle y de la táctica insurreccional como métodos.

    b. El modo en que los ciclos históricos son asumidos dentro de este cuadro y régimen temporal (por primera vez por parte de Marx) es usado junto a una categoría que hace pareja con este prisma, la de «partido histórico», exactamente contra la fase conspirativa y de las sectas que ha caracterizado el movimiento proletario anteriormente, para poner fin y cerrar esta fase conspirativa, para contrastarla. Como evidencia bien Rubel en el escrito El partido proletario en Marx³², pero luego también Camatte y Bériou, Marx se inventa esta idea precisamente para poner fin al enfoque conspirativo de las sectas comunistas, por ejemplo blanquistas, y en particular en la carta a Freiligrath (donde cita la solicitud de los comunistas estadounidenses de reconstituir la «Liga de los comunistas»), dice que el ciclo contrarrevolucionario no permite hipótesis organizativas sino solo el partido en la gran acepción histórica (contra toda «veleidad revolucionaria»). Para justificar esta idea recorre una periodización muy similar a la de Engels: desde 1852 ya no hay necesidad de organización secreta o pública, que ha sido solo «un episodio en la historia del partido».

    Una posible vía de salida, que menciono sin embargo de modo puramente alusivo, es la contenida en los seminarios de Foucault de los años 80 – La hermenéutica del sujeto y El coraje de la verdad – donde reflexiona sobre la subjetividad revolucionaria, es decir sobre el aspecto de la revolución que no es proceso político sino relación con la verdad, fenómeno de conversión que trastoca la vida del sujeto.

    No hay que olvidar, además, que a partir del siglo XIX la noción de conversión se ha introducido, de manera espectacular, y podríamos incluso decir dramática, tanto en el pensamiento político, como en la práctica, en la experiencia y en la vida políticas. Deberemos pues, un día, hacer la historia de lo que podríamos llamar la subjetividad revolucionaria. […] Considero, por tanto, que no se puede comprender qué ha sido, en la misma época, el individuo revolucionario, y en qué ha consistido para él la experiencia de la revolución, si no se tiene en cuenta la noción, y el esquema fundamental, de la conversión a la revolución.³³

    Un «militantismo en el mundo contra el mundo», dice todavía Foucault, una vida otra para un mundo otro, que sustancia «el escándalo de la vida revolucionaria como escándalo de la verdad». En la historia de las luchas revolucionarias que incuban el movimiento proletario en cuanto Sujeto presente en el espacio público, la renuncia al carácter intrínsecamente conspirativo de la experiencia comunista ocurre, a través del sello del marxismo – potentísimo dispositivo intelectual de aceptación de lo existente – solo tardíamente y siempre solamente en parte. Si se observan los rasgos resumidos por Foucault como requisitos del paradigma revolucionario, en sus intervenciones de los años 70 citadas al principio, se ve que ninguno de estos corresponde a la realidad profunda de las experimentaciones revolucionarias por como se han sucedido en la historia moderna. No una experiencia unilineal del tiempo, no una totalización sin residuos del plano de la representación política, ni siquiera la hegemonía del sujeto proletario como «Gran Afuera» y actor exclusivo de una revolución que es auto-superación del desarrollo capitalista. Bastan escritos como los de Poggio, Camatte o Dellacasa sobre el rol de la comunidad campesina rusa en la revolución para darse cuenta. Se podría decir, para resolver la problemática en una fórmula, que la revolución nunca ha sido moderna. Al menos no enteramente.

    Del mismo modo, no parece que el efecto de la militancia revolucionaria sobre las conductas, que lleva consigo la delimitación de una divisoria biográfica, haya sido nunca completamente absorbida por la dimensión política como parece sostener Foucault. Para él la instancia revolucionaria como forma de vida, manifestación de una verdad inaceptable, peligrosa, mantiene solo un nexo extremadamente precario con la revolución en cuanto estrategia política, que es en cambio identificado tout court con la institucionalización del partido y del aparato. Él asume en el fondo una tensión y una dicotomía entre la dinámica de la evasión del sometimiento, de la «desubjetivación» y de las técnicas del yo – por su naturaleza impolíticas y éticas – y por otra parte las formas de organización política revolucionaria que han atravesado los siglos XIX y XX. Estas corresponderían enteramente a la trayectoria de desarrollo de los partidos comunistas y del movimiento obrero, liquidando implícitamente una reserva de experimentaciones en las que la singularidad y la autonomía son pensadas como reinvención de la revolución comunista, no como su definitivo sobrepasamiento. El desarrollo de la época revolucionaria lleva por tanto la excepción subjetiva de las conductas, estética de la existencia y de las formas de vida en ruptura con cuanto es comúnmente admitido, a degradarse y a ser neutralizada en la aceptación conformista de las normas sociales. El signo de la política revolucionaria en su conjunto, a lo largo de la historia europea, estaría en esta neutralización del significado de la militancia. Este es el punto, no disociar el aspecto de la vida de verdad y del testimonio de su carga política. Manteniendo completamente abierto tal interrogante, concluyo los apuntes solo indicando cómo es precisamente esta polaridad irresuelta el terreno para salvar la cuestión revolucionaria, polaridad que no puede ser rodeada con ningún atajo en el que el repliegue ético por una parte o el retorno a la «política» por la otra echan la pregunta en el olvido. Elvio Fachinelli ha descrito, en las páginas de L’erba voglio, esta forma de olvido como una función anti-trágica de la política de izquierda, es decir el intento de remover aquellas tensiones subjetivas y vitales, nudos, particularidades y problemas, que marcan el actuar político y el comportamiento humano sin poder ser nunca definitivamente removidos. No por la política, no por la historia, no por la universalidad de lo social y de sus contradicciones, no por la aceptación supina de la economía política como lenguaje de la crítica. Quizás solo reponiendo en discusión estas reducciones, redescubriendo lo reprimido de la conciencia revolucionaria, se la puede reabrir a la dimensión olvidada de un comunismo de las singularidades.

    NOTAS

    1. Para Reiner Schürmann, los principios o fantasmas hegemónicos son estructuras de sentido, finalidad y causalidad, en torno a las cuales se organizan todos los valores, conceptos y significados compartidos de una civilización en un momento determinado de su desarrollo histórico, las llamadas «economías epocales». La influencia cultural e histórica de estos principios tiene una raíz metafísica, la de hacer visibles algunas cosas y ocultar otras, según cierta figura del «Ser», en términos que Schürmann deriva del cuerpo a cuerpo con la filosofía heideggeriana. A los fantasmas hegemónicos que se han sucedido, desde la naturaleza hasta el sujeto, quizás se pueda añadir el de «revolución», considerando el valor central que ocupa en todos los ámbitos a partir de la modernidad. Véase R. Schürmann, Dai principi all’anarchia: Essere e agire in Heidegger (1982), Neri Pozza, Vicenza, 2019.
    2. J. Camatte, La rivoluzione integra (1978), en Comunità e divenire, Colibrì, Milán, 2019, pp. 20-25.
    3. Id., Questo mondo che bisogna abbandonare (1974), Verso la comunità umana, Jaca Book, Milán, 1978, pp. 403-430.
    4. M. Foucault, La filosofia analitica del potere (1978), en Estetica dell’esistenza, etica, politica. Archivio Foucault 3. Interventi, colloqui, interviste. 1978-1985, Milán, Feltrinelli, 2020, pp. 98-113.
    5. Para un tratamiento de este evento, seminal para la formación de la izquierda revolucionaria japonesa y de su principal formación, el «Zengakuren»: K. Ross, La forme commune, París, La fabrique, 2023.
    6. Tal dualidad, tomada de la intuición de Camatte, ya está esbozada en la primera parte de este escrito. El trabajo donde Camatte presenta esta reflexión sobre la Revolución Francesa, que sin embargo aparece en varios puntos, es Caratteri del movimento operaio francese (1971), en Verso la comunità umana, cit., pp. 181-238.
    7. H. Arendt, Sulla rivoluzione (1963), Turín, Einaudi, 2009.
    8. Esta precisa formulación empleada por Camatte aparece en términos casi literales ya en los escritos de Saint-Just.
    9. J. F. Lyotard, Futilità in rivoluzione, en Rudimenti pagani, Bari, Dedalo, 1989. Una referencia central en el texto de Lyotard es: M. Ozouf, La Fête révolutionnaire (1789-1799), París, Gallimard, 1976. Sobre los mismos problemas vale la pena citar: E. Roudinesco, Théroigne De Méricourt. Une Femme Mélancolique Sous La Révolution, París, Seuil, 1989.
    10. A. Bougeart, Marat: l’ami du peuple (1865), Milán, Nabu Press, 2010. Esta fuente es recordada por Daniel Guérin en el prefacio a la segunda edición de su libro monumental sobre La lutte de classes sous la Première République, París, Gallimard, 1968.
    11. K. Griewank, Il concetto di rivoluzione nell’età moderna. Origini e sviluppo (1955), Florencia, La Nuova Italia, 1979.
    12. J. C. Milner, Relire la Révolution, París, Verdier, 2016.
    13. F. Guattari, Per una micropolitica del desiderio, en La rivoluzione molecolare, Turín, Einaudi, 1978, pp. 151-180. En el esquema de Guattari los sistemas a-significantes son el último estadio de la producción semiótica, el que abre a la posibilidad de una plena liberación de las inversiones de deseo más allá de la sobre-codificación significante, los códigos simbólicos y la articulación doble entre significante y significado, sustancia y contenido. En este estadio está por tanto encerrada tanto la máxima penetración biológica y psíquica de los valores dominantes, como las posibles concatenaciones transversales de enunciación en campo estético, amoroso, político. Si en Guattari el acento se pone con fuerte insistencia en esta ambigüedad de los flujos desterritorializantes, en Camatte se observa una recaída en la territorialización arcaica y pre-significante de una comunidad orgánica.
    14. H. Arendt, op. cit., p. 146.
    15. Ibíd., p. 147.
    16. J. Camatte, Caratteri del movimento operaio francese, cit.
    17. P. Violante, Lo spazio della rappresentanza. Francia 1788-1789, Palermo, Ila Palma, 1981.
    18. R. Zapperi, Per la critica del concetto di rivoluzione borghese, Bari, De Donato, 1973.
    19. C. Pacchiani, Assolutismo e rivoluzione, en P. Schiera, A. Biral et al., Il concetto di rivoluzione nel pensiero politico moderno: dalla sovranità del monarca allo Stato sovrano, Bari, De Donato, 1789, pp. 41-69.
    20. P. Violante, op. cit., p. 124.
    21. R. Zapperi, op. cit., p. 135.
    22. Esta directa implicación totalitaria del pensamiento de Rousseau, como inspiración del jacobinismo, está claramente subrayada en R. Rocker, Nazionalismo e cultura, Catania, Edizioni Anarchismo, 1976.
    23. J.-J. Rousseau, Il contratto sociale (1762), Segrate, Rizzoli, pp. 80-81.
    24. Ibíd., p. 107.
    25. Sobre este punto véase el ensayo de Carlo Pacchiani ya citado.
    26. M. Duverger, I partiti politici, Ivrea, Edizioni di Comunità, 1961.
    27. R. Schürmann, Se constituer soi-même comme sujet anarchique. Trois essais, París, Les presses du réel, 2021.
    28. J. F. Lyotard, op. cit.
    29. R. Schnur, Rivoluzione e guerra civile, Milán, Giuffré, 1986.
    30. M. Larizza, Stato e potere nell’anarchismo, Milán, Franco Angeli, 1986.
    31. N. M. De Feo, L’autonomia del negativo tra rivoluzione politica e rivoluzione sociale, Manduria-Bari-Roma, Piero Lacaita Editore, 1992.
    32. M. Rubel, Il partito proletario (1961), en Id., Marx critico del marxismo, Bolonia, Cappelli, 1981, pp. 279-290.
    33. M. Foucault, L’ermeneutica del soggetto. Corso al Collège de France (1981-1982), Milán, Feltrinelli, 2011, p. 184.

    Fuente: Nigredo.org

    Imagen principal: Petrogrado (San Petersburgo), 4 de julio de 1917, 14:00 h. Manifestación callejera en Nevsky Prospekt justo después de que las tropas del Gobierno Provisional abrieran fuego con ametralladoras.

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