Mauro Salazar J. / Mientras el Acero Responde. Notas sobre la anestesia progresista

Filosofía, Política

La palabra «malestar»—anestesia dulce—cierra la boca que quería gritar antagonismo. El gobierno respira tranquilo: hablamos de sentimientos mientras mueren los cuerpos pacificados en los nombres que nos enseñaron a sentir como seres. El orden no mata: domestica, nombra, administra el dolor que genera. O. P.

En horas donde nuestro mundanal tupido solo sabe de «sífilis moral» más que malaise. En días donde Eduardo Frei abraza lo que siempre abrazó: la muerte del padre. Y aquí ocurre lo irónico, lo que la Democracia Cristiana no previó: el propio Frei Ruiz-Tagle, cual «parricida», transgrede a Piñera, «cómplices pasivos», y no porque sea más honesto en su compromiso con el orden. La ironía es que la radicalidad neoliberal termina siendo más «verdadera» que el simulacro democrático (transitológos). En un paisaje empapado de palabras aporofóbicas, donde el anticomunismo es aire que se respira sin notarlo, la palabra «malestar» surge como amniótico, líquido anestésico. Aparece mansamente, como quien se disculpa por existir. Y en esa docilidad reside su verdadero poder.

La paradoja es fundamental: el malestar es aquello que el orden produce. Es respuesta corporal a la explotación, a la precarización, a la insoportabilidad. Es otrocidio hecho sentimiento. Pero el orden ha cometido un acto de prestidigitación singular: ha tomado esa verdad corporal y la ha traducido, en una palabra —«malestar»—que sirve precisamente para anestesiarla. El significante devora al significado. Aquello que debería ser antagonismo radical es diferido, postergado en la palabra «malestar». La verdad no desaparece, sino que asedia el presente como lo que fue excluido. Y en esa devoración, el antagonismo desaparece.

La palabra «malestar» es presencia que es ausencia. Dice «malestar» para no decir antagonismo. Malaise es hablar para callar. El significante es espectro que oculta lo que nombra. Permite que el orden hable de sus contradicciones sin nombrar las contradicciones como tales. Porque si dijéramos antagonismo, si dijéramos insoportabilidad, si dijéramos que el orden es intolerable, entonces la palabra dejaría de ser arma política. Entonces el orden no tolera gritos. Pero lo perverso viene después: el progresismo ha hecho suya esta operación. No es enemigo del malestar sino su administrador (su infranqueable capataz). Es quien dice: «Escuchamos el malestar. Haremos políticas para el malestar». El progresismo vive en contradicción irreductible. Debe reconocer el antagonismo para existir como posibilidad de mejora. Pero ese reconocimiento es lo que lo anestesia. En el momento en que el progresismo dice «escuchamos», el antagonismo ha sido ya traducido a dispositivo de gubernamentalidad.

La modernización chilena fue operación semiótica total. Los antagonismos fueron pacificados no mediante su resolución sino mediante su traducción a otro registro: el del sentimiento, la afección psicológica, la «salud mental». El malestar vivido en el cuerpo fue reemplazado por la palabra «malestar»: significante vacío que permite hablar sin amenazar el orden. Y aquí opera algo más siniestro aún: la epistemología gerencial. Aquella que administra mediante el no-ver. No señala la explotación, solo subraya «fallas de mercado». No ve antagonismo; ve «indicadores de bienestar» que inflan expectativas. No ve cuerpos que caen; ve «fenómenos de salud mental a gestionar». El gerencialismo ve precisamente negando. Su lucidez es ceguera. Su transparencia es opacidad total. Es ignorancia sistemática, producida, sofisticada. Ve todo excepto lo que importa: la insoportabilidad del vivir.

¿Cabe alguna glosa ante la «cadena de suicidas» en el metro de Santiago? El acero urbano en espera. Lanzarse contra los rieles oxidados no es solución, ni efímera debilidad: es «traducción imposible» de una violencia estructural. Un acto donde no tenemos marco común para juzgar, mas todos quieren partir. El suicidio es aquello que la palabra «malestar» no puede contener sin destruir su sentido. Es el punto donde la anestesia falla, pero continúa operando. Es lo que se rehúsa a ser traducido. Y, sin embargo, es traducido, cooptado. Es nombrado como «problema de salud mental».

El cuerpo que cae al acero nunca fue «presencia real», sino aquello que la ciudad había expulsado, hecho ausencia. La huella de lo negado permanece. El cuerpo ya era ausencia antes de caer. El acero responde a lo que la ciudad pregunta sin saber que pregunta. ¿Qué pasa cuando arrojamos seres fuera del presente? ¿Qué sucede cuando hacemos ausencia de lo que debería ser presencia? Convengamos: el acero responde. Es «confesionario y monumento de acero». Garantiza lo que la ciudad ha negado: el sentido del punto final. Particularmente alarmante es esto: la cadena de suicidios entre varones adultos, especialmente mayores de cincuenta. Los datos no hablan sino gritan, aunque nadie quiera escuchar. La concentración es clara. Hombres que llevan décadas viviendo bajo el peso de un mundo que se rehúsa a proporcionarles herramientas. O peor: que les proporciona herramientas rotas, destrozadas, inservibles.

Y aquí está la ironía que mata: la masculinidad. Esa construcción que el orden necesita, que reproduce desde la infancia mediante ritual y amenaza. «Hombre de verdad», dicen. «Fuerte, invulnerable, autosuficiente». Palabras que son cadenas de hierro disfrazadas de orgullo. El hombre joven debe aprender esto temprano: el dolor es debilidad, la ayuda es humillación, la vulnerabilidad es castración. Entonces crece y envejece. Y se da cuenta: todo lo que le enseñaron a ser es precisamente lo que no puede ser para sobrevivir. Su fortaleza es ahora fragilidad. Su invulnerabilidad es ahora soledad. Su autosuficiencia es ahora aislamiento total. Ha sido socializado para un mundo que ya no existe. O que nunca existió.

La trampa es perfecta porque se cierra lentamente. El hombre no puede expresar su dolor—eso sería traicionar su género, su identidad, su «hombría». No puede buscar ayuda—eso sería admitir que necesita, y la necesidad es muerte en vida para quien fue entrenado en la autosuficiencia. Se encierra. Se silencia. Se convierte en «sufrimiento silencioso», como dicen los expertos con su lenguaje clínico. Pero el silencio tiene un límite. Y ese límite es «el acero del metro». El cuerpo que toca el riel no es ausencia, sino «exposición radical», aquella que la ciudad rechaza compartir. Todos claman morir en el artefacto (amañado) de la modernización pinochetista.

El azote es donde la comunidad negada finalmente se toca a sí misma. El cuerpo que es «hombre» durante décadas finalmente dice no. No mediante palabras sino mediante ausencia. No mediante grito sino mediante desaparición. El acero responde a lo que la «masculinidad» rechaza escuchar: que el orden falla, que la socialización es tortura, que hay una generación de hombres cuya única salida es convertirse en espectro.

Estos «suicidios»—¿cómo nominarlos sin la palabra «malestar» que los anestesia? Cuando dices «hay malestar en los usuarios del transporte», has traducido un rechazo radical al orden en síntoma administrativo. Has convertido ruptura total en problema de «salud mental». Con esa traducción, el antagonismo desaparece. El circuito es cerrado. La palabra «malestar» contiene en sí su propia refutación. Es presencia que es negación. Dice: hay malestar para no decir hay antagonismo. ¿Qué dice el progresismo ante los «suicidas del metro»? Lo que debe decir para perpetuarse: hay un problema de salud mental, necesitamos más empatía, más políticas de bienestar para comprender demografías. El progresismo reconoce el malestar para negar el antagonismo. Dice: escuchamos el dolor para no decir: nuestro orden produce cuerpos que prefieren morir. La escucha es ya la anestesia. La empatía es domesticación. Toda intervención progresista es administración de la verdad que intenta contener.

La pregunta que el progresismo no puede formular sin destruirse: ¿cuándo colapsa el ciclo? ¿Cuándo la anestesia deja de anestesiar? Los «suicidas del metro» nos persiguen como espectros de lo que el progresismo prometió contener, pero no puede. Son prueba de que la traducción de antagonismo a malestar es siempre incompleta. Algo escapa. Algo cae. Algo se niega a ser administrado. Y mientras la palabra «malestar» anestesia el antagonismo, mientras la epistemología gerencial niega viendo, mientras el progresismo escucha para domesticar, los rieles del metro continúan respondiendo a lo que nadie se atreve a nombrar.

El malestar hizo de las ciencias sociales una manufactura de obscenidades. ¿Qué tenemos? Epistemicidio, la muerte del conocimiento que no se conforma con medir síntomas. Una disciplina que debería ser crítica se convirtió en administración de la miseria. Y en ese proceso, «todos los caminos son posibles», frase que suena a libertad pero que significa que ningún camino es necesario, que toda resistencia es incorporable, que no existe afuera del sistema. Que incluso el antagonismo puede ser anestesiado con una sola palabra. El «malaise gestional», esa gestión de la angustia como si fuera inventario administrativo, derivó en un «supermercado cognitivo» donde se transita dócilmente entre modernizaciones sucesivas, entre sujetos dóciles que aceptan su condición, entre ideologías adaptativas que no cuestionan nada, entre beligerancias naturalizadas (conflictos que aparecen como inevitables y por tanto intratables), entre ciclos de protesta social que son prevenidos, contenidos, incorporados.

Todo se asemeja a un déjà vu de la «calle Mandelshtam».

Dr. Mauro Salazar J. UFRO/Sapienza

Imagen principal: Astrid Klein, Wendemoral [Morality of the Turning Point], 1985

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