Mauro Salazar J. / Tironi ante el espejo de la Restauración. Artes de la huella

Filosofía, Política

«Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara». El hacedor (1960), epílogo.

Higienes de la memoria

En las últimas horas Eugenio Tironi ha reparado en las palabras de José Antonio Kast porque habría apelado luego de su triunfo electoral, «a la disciplina, al orden, a la jerarquía, a la limpieza, a la exigencia de los padres hacia los hijos, hacia la salud y el cuidado personal, la educación física. O sea, ciertas virtudes personales que serían la base de una sociedad sana, basada, por cierto, en la familia y obviamente bajo la égida, la protección, de Dios, que fue invocado varias veces en su discurso». Tironi: Kast se presenta como una restauración del Chile aristocrático del siglo XIX (Cooperativa.cl).

Tironi destila una gestionada perplejidad frente a una restauración integrista de largo aliento, invoca la motosierra de Milei y el ama conservadora-guzmaniana. No se trata de volver tediosamente (o, de cualquier manera) a impugnar sus enunciados, ni gatillar a la bandada contra su lograda expansión en materia de asesorías, sino observar los efectos políticos de enunciación (gestos, rictus, señales). Hay densificación en el personaje y su trayectoria, no aludimos a un converso más. Con todo ha borrado, o cree haber borrado, las huellas de su propia conversión (ex militante devenido empresario), sino cómo hoy analiza el triunfo de la derecha con la distancia serena, aséptica, del «sociólogo neutral». Lo que habría que interrogar es precisamente su neutralidad argumental: ¿desde qué lugar habla quien ha atravesado el espectro político entero —de la militancia al establishment— y ahora se instala en una exterioridad ficticia, como si su propia trayectoria no estuviera cifrada en aquello mismo que describe?

Dice Tironi: «Creo que vienen definiciones de fondo que se han venido postergando hace casi 20 años. Este mundo de la centroizquierda ha venido un poquito girando en torno al carisma de Michelle Bachelet […] la generación gobernante liderada por el Presidente Boric […] deben enfrentar una autocrítica ineludible, dado que sus ideas ‘no conectaban de pronto con la ciudadanía o fueron perdiendo conexión y carecían de la madurez para conducir una institución tan compleja como es el Estado». Y agrega: «Es indispensable que hagan una autocrítica y una evaluación. Todavía son jóvenes para hacerlo y, si no lo hacen ahora, yo creo que su destino está bastante negro. Yo creo que algo mismo pasa con el Partido Comunista, que fue el aliado y el hermano de este Frente Amplio, que lo apoyó, que lo respaldó, incluso buscó radicalizarlo. El papel del Partido Comunista en la Convención Constitucional, por ejemplo, fue clave. Fue en buena parte responsable [de lo que vivimos] porque eso prácticamente creó una nueva mayoría en torno a la derecha, en torno a Kast».

Hay en Tironi lo que podríamos llamar (forzando la elegancia del término) una denegación performativa. El gesto paradójico de quien, habiendo abandonado la izquierda (sin escándalo, sin ruptura pública, sin el trabajo del duelo que todo abandono exigiría), hoy demanda a esa misma izquierda una «autocrítica» que él nunca realizó, o que realizó bajo la forma opaca del silencio, del desplazamiento discreto, del cambio de posición que no se nombra como tal. La demanda confesional que dirige al Frente Amplio y al Partido Comunista (reconocer errores, identificar desviaciones, y exhibir públicamente la falta) es exactamente la que él ha eludido. El converso, desde esta perspectiva, exige inmunización democrática; pero su propia conversión, la suya, se presenta no como conversión sino como madurez, como superación de ilusiones juveniles, como acceso tardío pero inevitable a una racionalidad que estaría vedada para quienes persisten, tercamente, en la izquierda.

Tal lectura revelaría la complicidad estructural (no psicológica, no intencional) estructural entre el análisis tironeano y el fenómeno que analiza. Cuando Tironi describe al presidente electo como restaurador de un «Chile aristocrático del siglo XIX», cuando diagnostica el «fracaso» del Frente Amplio, cuando sentencia la «obsolescencia» de las ideas de izquierda, no está simplemente constatando hechos —esa coartada positivista del sociólogo—; está legitimando retroactivamente su propia trayectoria. Pues si Chile retorna a la derecha tradicional, si la izquierda ha fracasado, si sus ideas son obsoletas, entonces el abandono de la izquierda no fue traición sino anticipación; no fue claudicación sino lucidez; no fue deserción sino clarividencia. El sociólogo que hoy diagnostica el naufragio es el mismo que abandonó el barco décadas antes: su análisis es también —aunque no lo diga, aunque no lo sepa— una autojustificación.

La lógica espectral que opera aquí es doble, y en su duplicidad revela su secreto. Por un lado, Tironi evoca el fantasma de un Chile tradicional que José Antonio Kast vendría a restaurar: fantasma de un origen que nunca fue presente, plenitud retrospectiva que el discurso restaurador produce en el gesto mismo de invocarla como perdida. Por otro lado —y esto es lo decisivo—, está el fantasma del propio Tironi militante: ese joven de izquierda de los años ochenta cuya huella el empresario y académico de hoy ha intentado borrar, pero que retorna —los fantasmas siempre retornan— en la insistencia misma, en la vehemencia sospechosa, con que exige a otros la autocrítica que él nunca ejerció sobre sí mismo. El pasado que se niega se venga: habla en los silencios, en las omisiones, en la violencia apenas contenida con que el converso juzga a quienes no se han convertido.

Lo que este análisis revelaría, en fin, es que la supuesta neutralidad del análisis sociológico —esa pose de objetividad que la sociología del consenso ha perfeccionado hasta volverla segunda naturaleza— enmascara una posición muy precisa: la del vencedor que escribe la historia; la del que cambió de bando a tiempo y ahora puede contemplar, desde la comodidad blindada de su nueva posición, los despojos de aquello que abandonó. La sociología del consenso no es ciencia neutral: es la ideología de los conversos, el discurso (vestido con ropajes académicos, legitimado por credenciales institucionales) de quienes necesitan que la izquierda fracase para que su propia deserción quede, retroactivamente, justificada. Tironi no describe el campo político: lo constituye desde su interés, que es el interés de quien ha hecho del abandono una carrera sofisticada y necesita, para sostenerse en esa carrera, que el abandono aparezca como la única opción racional.

¿Restaurar qué —modos de vida?

Restaurar, en la matriz conservadora chilena, no significa devolver algo a su estado, sino producir retroactivamente un origen que legitime el presente: inventar un pasado de orden, jerarquía y virtud que autorice la reinstalación de privilegios. La restauración no recupera: funda disfrazándose de retorno. El «Chile tradicional» que se invoca no es memoria sino construcción fantasmática; no es herencia sino fabricación discursiva de una herencia que nunca fue legada.

Lo paradójico es que la restauración produce la falta que dice reparar: solo porque se promete restaurar el orden podemos percibir el presente como caótico; solo porque se nombra la familia tradicional experimentamos las configuraciones actuales como desviación. El gesto restaurador no viene después del desorden: lo constituye. Restaurar es, entonces, el nombre que la élite chilena da a su operación de refundación permanente: repetir la violencia originaria bajo la coartada del retorno, reinstalar la exclusión presentándola como recuperación de lo perdido. Nada se restaura; todo se instaura de nuevo, pero el disfraz de la continuidad vuelve tolerable lo que de otro modo aparecería como lo que es: imposición.

Que un liberal como Tironi, sin saber la frontera con el progresismo, se detenga en el discurso restaurador de Kast revela una complicidad que excede la mera descripción sociológica. Pues «restaurar» opera aquí como significante vacío que articula demandas heterogéneas: orden para unos, jerarquía para otros, exclusión para todos. Lo que Tironi detecta sin decirlo es que la restauración kastista ofrece al liberalismo chileno lo que este siempre necesitó, pero nunca pudo producir por sí mismo: una narrativa de legitimidad que no se funde en el mercado, frío, abstracto, incapaz de movilizar pasiones, sino en la sangre, el suelo, la familia, Dios. El liberal observa al restaurador con la mirada del que reconoce, en el otro, al ejecutor de su «deseo inconfesable».

La familia ocupa en este dispositivo restaurador un lugar que excede con mucho la mera institución social: funciona como fuente dispensadora de sentido, como origen trascendental que garantizaría la inteligibilidad del orden. Cuando el presidente electo invoca la «familia bien estructurada» como condición de posibilidad de la comunidad, no está simplemente promoviendo un modelo de organización doméstica; está instalando una metafísica: la suposición de que existe un fundamento natural, anterior a toda convención, desde el cual el sentido emanaría hacia las demás esferas de la vida social. La familia como arché, como principio y origen, como lugar donde la ley coincidiría con la naturaleza y la autoridad con el amor.

La «familia tradicional» que el discurso kastista erige como dispensadora de sentido es ella misma una construcción histórica, una forma particular —burguesa, patriarcal, heteronormada— que se universaliza mediante el gesto de presentarse como eterna. Lo que queda excluido en esta operación es precisamente la multiplicidad de formas de vida: las configuraciones familiares que no se ajustan al modelo, las formas de parentesco que desbordan la norma, los vínculos que no pueden ser capturados por la grilla de la «familia bien estructurada». El efecto político de esta dispensación de sentido es, entonces, una jerarquización de las vidas: hay vidas que cuentan —las que emanan de la familia legítima— y vidas que no cuentan, vidas que quedan fuera del circuito del sentido, vidas a las que se les niega inteligibilidad y, con ello, reconocimiento.

Tironi habla desde sus silencios, pide autocritica. El pasado reclama un mito.

Referencias

  • Espectros de Marx (Trotta, Madrid, 1995; trad. José Miguel Alarcón y Cristina de Peretti) — la hantología, el fantasma que asedia, la herencia imposible
  • Brossat, Alain. La democracia inmunitaria (Palinodia, Santiago, 2008; traducción de María Katunaric)

Mauro Salazar J. UFRO / Sapienza

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