Desde la perspectiva de la lógica de primer orden, cualquier término (“x”) que resulte afectado por un operador de negación, no sólo mantiene vigente su cualidad sustantiva tras haber sido negado, sino también ha de mantener el carácter objetual de sí mismo, fundado en el principio de identidad. Lo único que la negación puede negar comprende al estatuto existencial del término en cuestión: en caso de no existir “x”, sus propiedades estructurantes no se ven cualitativamente afectadas, subsistiendo a la negación misma. En efecto, al ser negado “x” deja de existir, pero sólo en aquel preciso momento propositivo en el que ha sido mentado en la proposición. La negación, por ende, constata y resalta dicha inexistencia, pero no puede destruir la idealidad de lo negado ni alterar ninguno de sus elementos integrales (de lo contrario, “no x” pasaría a ser “y”).
Por lo mismo, la negación lógica nada tiene que ver con el plano ontológico de los objetos: la negación se limita a un instante del conjunto proposicional, formalmente consistente y susceptible de ser sometido a validación. De esta manera, lo que realiza la negación lógica es instanciar formalmente que el término negado no se encuentra instanciado materialmente en la proposición misma. Intentando pensar un poco, podríamos afirmar que, gracias al operador negativo, la lógica insinúa parte de su ideológica tachadura: la compleja relación entre la negación y lo negado gestualizararía una constitutiva incompletud de la ciencia lógica. En efecto, a la lógica esta cuestión no sólo le resulta inadmisible, sino también impensable, puesto que en su fundamento ideativo (permanenetemente reproducido, a modo de un origen y destino) se ancla el principio de identidad.
