Alejandra Castillo / El no lugar de la hegemonia

Filosofía, Política

Comentario a revista Pléyade 16 (2015)

¿Es posible describir una ciudadanía post-marxista? Dicho de otro modo, es posible establecer un orden de lo político que se describe, al mismo tiempo, como un orden universal pero, a su vez, como una interrupción al orden de la identidad. ¿Cómo pensar, aquí, entonces la pretensión hegemónica que el propio orden de la ciudadanía porta? En esta línea de argumentación bien podría ser sostenido que la apuesta del postmarxismo de una “democracia radical” más que descartar a la ciudadanía, por ser un concepto originado y arraigado en la tradición de la política de la identidad, se propondría el ejercicio contrario, esto es, de reponerla como el principio articulador de las posiciones de sujeto del agente social. Desde esta línea argumental, no está demás, explicitar que la re-descripción de la democracia contemporánea ofrecida por el postmarxismo parece descansar en una “contradicción constitutiva”. Contradicción que la teoría sociológica ha tendido a observar en la relación modernidad-modernización, y que la teoría postmarxista se ha representado, con singular intensidad, en las imágenes del liberalismo y la ciudadanía. En ellas, el pensamiento postmarxista —si se nos permite llamarle así— ha reconocido, en efecto, dos lógicas sociales antagónicas a partir de las cuales se estructura una tensión interna al espacio democrático de las sociedades modernas. En este sentido para el postmarxismo, la propia experiencia de la democracia no consistiría sino en aceptar la presencia de fuerzas de identificación antagónicas en su base y, de reconocer, paralelamente, que la propia posibilidad de su existencia qua espacio democrático depende de la articulación y conciliación de estos principios contradictorios [1]. Momento contradictorio que Ricardo Camargo lo denominará, más bien, como “dislocación” —en este número de la Revista Pléyade dedicado a la obra de Ernesto Laclau. En sus palabras lo política en Ernesto Laclau se establecería en una “relación que sin ser trascendente se afirma en su propia inconmensurabilidad, en su indecibilidad en cuanto plano de no-contigüidad” [2].

Dicho de otro modo, la concepción de la política propuesta por el postmarxismo, presentaría como constitutiva de la democracia una contradicción no resuelta entre un principio liberal de soberanía individual y un principio social de ciudadanía fundado en una lógica de la identidad y la equivalencia. En la concepción de los teóricos de la hegemonía sería, precisamente, esta tensión entre la lógica de la identidad (ciudadanía) y la lógica de la diferencia (liberalismo) la que haría que la democracia pluralista fuera un régimen particularmente apropiado para la conjura de todas aquellas demandas totalitarias de identidad basadas en un anhelo social de homogeneidad sustantiva [3]. La radical indeterminación de la política moderna se vería, así, reforzada a partir del momento en que la propia práctica política de la democracia no se representaría sino como una experiencia continua de recreación y renegociación permanente de estas dos lógicas de articulación social en conflicto.

De este modo, entre la lógica de la equivalencia y la lógica de la diferencia, entre la igualdad y la libertad, y entre nuestra identidad como individuos y nuestra identidad como ciudadanos, el postmarxismo cree ver la mejor protección contra todo intento de efectuar ya sea la fusión completa o la separación total del cuerpo social. Sólo en un “entre-dos” precario es posible experimentar el pluralismo, y, por lo tanto, la democracia pluralista debe verse como un “bien imposible”, es decir, como algo que sólo existe mientras no se pueda lograr perfectamente. La existencia del pluralismo implica la permanencia del conflicto y el antagonismo [4].

La afirmación de este “entre-dos”, sin embargo, no debe hacer olvidar que el principio central a la práctica hegemónica de radicalización de la democracia, es el de la lógica ciudadana, es decir, el principio de igualdad e identidad [5]. La ciudadanía, como lógica equivalencial de las identidades sociales, representaría aquí una dinámica social moderna que sólo es posible a partir de la revolución democrática y de los efectos por ella generados [6]. Tomando prestada una expresión de Tocqueville, el postmarxismo hablará de “revolución democrática” para designar el fin del tipo de sociedad jerárquica y desigualitaria, regida por una lógica teológico-política en la que el orden social encuentra su fundamento en la voluntad divina y en la que el cuerpo social es concebido como un todo en el que los individuos se representan fijados a posiciones diferenciales. Siguiendo la interpretación “revisionista” de la Revolución Francesa [7], que pone el acento en los efectos de ruptura del proceso revolucionario francés a nivel del imaginario social, Chantal Mouffe, más específicamente, verá en los orígenes de la “revolución democrática” en la propia ilustración política representada por la irrupción del pueblo como categoría histórica en la escena revolucionaria de 1789.

La ruptura producida con el Antiguo Régimen por la revolución, su carácter fundacional —consignado magistralmente en la Declaración de los Derechos del Hombre y del ciudadano—, habilitaría un espacio de producción socio-simbólico a partir del cual se haría posible re-describir y denunciar a las diferentes formas de desigualdad sociales como ilegítimas y antinaturales [8]. Aquí residiría la fuerza subversiva del discurso democrático. El desplazamiento de la igualdad y la libertad hacia dominios cada vez más amplios de lo social constituiría la base de toda forma de lucha contra la subordinación. El discurso de la democracia “encarnaría” así, desde un principio, una amplia familia de discursos sociales de emancipación y justicia social. El juego de un desplazamiento equivalencial sería inherente a la producción de cualquier imaginario democrático. Destaquemos que esta lógica de expansión continua del ideal democrático es la que estará a la base de aquellos mecanismos que buscan corregir, por ejemplo, la sub-representación de las mujeres en política.

La idea de una democracia radicalizada —de un ejercicio continuo de expansión del principio de igualdad— no es sino la forma moderna de un ejercicio subversivo de la democracia que tiene por base la propia noción de ciudadanía acuñada en la imaginación moderna por la experiencia de la revolución francesa.

Ahora bien, si la lógica democrática es, simplemente, el desplazamiento equivalencial del imaginario igualitario a relaciones sociales cada vez más amplias y, en tal sentido, es siempre una lógica de eliminación de las relaciones de subordinación y de las desigualdades, es claro, que esta lógica democrática no es una lógica de la positividad de lo social, y es incapaz por tanto de fundar algún punto nodal en torno al cual el tejido social pueda ser reconstituido. Si ello es cierto, si la lógica democrática se revela, en última instancia, como una lógica de la “negatividad social”, como una “deconstrucción” de efectos contingentes sobre la superficie del orden de la sociedad (pues nada puede asegurar de antemano el resultado de esos efectos), se abre aquí la posibilidad de iniciar una interrogación sobre la propia facticidad histórica de una política de la deconstrucción, de una práctica hegemónica radical y contingente.

De lo que se trata, en otros términos, es de interrogar al postmarxismo sobre los propios límites de la “revolución democrática”. ¿Encuentra constricciones estructurales la práctica hegemónica de una democracia radical? ¿Puede hablarse aún hoy de una determinación topológica de la práctica política? Frente a estas preguntas el postmarxismo parece responder con la afirmación de que al menos en el campo de la representación, “la sociedad es, en última instancia, irrepresentable”. Toda representación, todo espacio de significación, por lo tanto, es un intento por constituir la sociedad, no de declarar lo que es.

El momento antagónico entre las diversas representaciones del orden social no puede ser, por ello, reducido a un espacio unitario de significación, pues, él mismo es irrepresentable. Recordando el calce imposible entre identidad y hegemonía, Yannis Stravakakis pondrá atención a aquel lugar en la “lógica hegemónica” y el “objet petit a” se confunden [9]. Así lo pone de manifiesto Ernesto Laclau en La razón populista: cuando señala que “No existe ninguna plenitud social alcanzable excepto a través de la hegemonía; y la hegemonía no es otra cosa que la investidura, en un objeto parcial, de una plenitud que siempre nos va a evadir porque es puramente mítica (en nuestras palabras: es simplemente el reverso positivo de una situación experimentada como “ser deficiente”). La lógica del objet petit a y la lógica hegemónica no son sólo similares: son simplemente idénticas” [10]. En este paradójico “no lugar para la hegemonía”, Alejandro Fielbaum, volviendo explícito el vínculo entre post-marxismo y deconstrucción, indicará que Ernesto Laclau “construye un sistema teórico en el que la imposibilidad de la representación metafórica abre la chance de la política en tanto remisión, por contingente, arbitraria” [11].

La irrepresentabilidad de un espacio unitario de significación a partir del cual se escenifique la lucha entre las diversas representaciones rivales de estructuración del orden social, obligaría —según la lectura postmarxista— a abandonar toda comprensión topológica o estructural del orden social en favor de una lógica hegemónica marcada por la inminencia del acontecimiento, de la discontinuidad. Pues, en palabras de Ernesto Laclau: “es en nuestra pura condición de evento, que se muestra en los bordes de toda representación, en las huellas de temporalidad que corrompe todo espacio, donde encontramos nuestro ser más propio, que se confunde con nuestra contingencia y con la dignidad inherente a nuestra índole perecedera [12].

Notas

[1] Chantal Mouffe, “Por una política de la identidad nómada”, Debate feminista, Vol.14, México, 1996, p.12.

[2] Ricardo Camargo, “Intervenciones Laclau y lo político”, Revista Pléyade, op. cit., p. 58.

[3] Para un mayor desarrollo de las formas de resolución de la “tensión democrática” y de los peligros totalitarios en ella comportados, véase, Chantal Mouffe, “Pluralismo y democracia moderna: en torno a Carl Schmitt”, El retorno de lo político, op. cit., pp. 161-181.

[4] Chantal Mouffe, “Por una política de la identidad nómada”, op. cit., p.12.

[5] Un mayor desarrollo de este punto en Chantal Mouffe, “Ciudadanía democrática y comunidad política”, en El retorno de lo político, op. cit., pp. 89-105.

[6] Habría que señalar que, en rigor, la idea subyacente a la revolución democrática afirmada por el postmarxismo puede encontrarse ya completamente expuesta —en sus trazas esenciales— en los trabajos de T. H. Marshall acerca del desarrollo de la ciudadanía. Véase en este punto a T. H. Marshall, Class, Citizenship, and Social Development, Nueva York, Doubleday, 1965, cap.4.

[7] Principalmente, François Furet, Pensar la Revolución Francesa, Barcelona, Petrel, 1980.

[8] Para este punto véase especialmente, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y Estrategia Socialista. Hacia una radicalización de la Democracia, Madrid, Siglo XXI Editores, 1987, cap.4.

[9] Yannis Stravakakis, “Intervenciones. Laclau y el psicoanálisis”, Revista Pléyade, op. cit., p. 25.

[10] Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005., pp. 148-149.

[11] Alejandro Fielbaum, “Catacresis de la política. Ernesto Laclau y la deconstrucción”, Revista Pléyade, op. cit., p. 201.

[12] Ernesto Laclau, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1993, p. 97.

Alejandra Castillo es Doctora en Filosofía. Académica departamento de filosofía, UMCE. Este texto fue leído en la presentación de la Revista Pléyade, número 16, julio-diciembre, 2015, en el Auditorio Alessandri de la facultad de Derecho de la Universidad de Chile, Santiago, 28 de marzo, 2016.

Imagen principal: Jean Alexander Frater, Colleged Ruled, 2010

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